Ésta era una de esas veces que cuanto más intentas no oír un ruidito, más te taladra, cerebralmente hablando. Esa noche no fue el habitual reloj, que tras un cambio de pila iba más enérgico que nunca, sino unos ronquidos, aunque milagrosamente no eran los habituales de padre; eran los del vecino, que se dejaban escuchar en las paredes de papel de las magníficas casas de Grandmontagne… La verdad es que a veces me imagino la mente como una pantalla de esas negras por las que no dejan de pasar letras verdes, que en este caso serían pensamientos. Pues bien, resulta que, esa noche, mientras escuchaba la sonata del ronquido en clave de la, la pantalla estaba de lo más activo… Pasó repentinamente –detrás de un “oh!, mañana me toca inglés”– el momento de la comida en que me quedé con el plato en lo alto, en mi mano, así como si estuviese llevando una ofrenda de aceitunas a un Dios del antiguo Egipto. “Cuarenta y tres años hacía de la visita de los Beatles”, decía el titular televisivo que me causó tal paro, con lo que instantáneamente levanté la cabeza para ver que se trataba de una serie de imágenes del cuarteto de Liverpool por España, donde las fans se abalanzaban sobre ellos, probablemente a tocarles el pelo mientras gritaban como verdaderas poseídas y se desmayaban con un simple guiño de ojo, todo esto a pesar de su mini-concierto y sus aires, llamémosles ingleses. Pero, en el fondo de mi, sé, que aunque sus dientes no sean perfectos, yo hubiese sido una de ellas, luchando contra esos hombres de seguridad por uno de sus mechones, y pataleando contra cualquiera del resto de histéricas que quisiera quitarme el primer puesto…
Raquel
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