14 de agosto de 2008

Efemérides de Agosto


- El 3 de agosto de 1492 zarpa del puerto de Palos la flota capitaneada por Cristóbal Colón, viaje que culminó en el descubrimiento de América. - El 5 de agosto de 1962 muere la actriz Marilyn Monroe.
- El 10 de agosto de 1792 fuerzas populares toman el Palacio de las Tullerías de París durante la Revolución Francesa.
- El 12 de agosto de 1888 Pablo Iglesias funda en Barcelona la Unión General de Trabajadores (UGT).
- El 23 de agosto de 1939 Alemania y la Unión Sovietica firman un pacto de no agresión ante la inminente Segunda Guerra Mundial.
- El 26 de agosto de 1890 tiene lugar la primera ejecución en la silla eléctrica en EEUU, en la prisión neoyorquina de Auburu.

Juan Martín "El Empecinado", por Goya

Burgos:

6 de agosto de 972: Mueren cruelmente degollados 200 monjes de San Pedro de Cardeña a manos de moros invasores, y es destruído el monasterio, que permaneció desierto durante años.

6 de agosto de 1221: Muere en Bolonia el burgalés, fundador de los dominicos, Santo Domingo de Guzmán.

16 de agosto de 1642: Nuestra catedral sufre el mayor desperfecto causado por la furia de los elementos de su historia. Un huracán desencadenado a media tarde arrancó de cuajo las 8 agujas que remataban el crucero, cuyas piedras destrozaron los tejados y perforaron la bóveda.

20 de agosto de 1825: Muere el guerrillero Juan Martín Díez “El Empecinado”. Fue ahorcado en Roa de Duero por mandato del corregidor, aunque Galdós cuenta en sus Episodios Nacionales que murió a bayonetazos, cuando, camino del patíbulo, consiguió arrancarla espada al oficial.

21 de agosto de 1479: Se funda el hospital de San Juan, construído sobre un primitivo hospital que Alfonso VI mandó construir para atender a los peregrinos que se dirigían a Santiago. El nuevo hospital mantuvo la asistencia a enfermos pobres y peregrinos.


Silvia Castrillo

"Armas de destrucción masiva", Chaz Maviyane-Davies


4 de agosto de 2008

El retrato ovalado ("Narraciones extraordinarias", Edgar Allan Poe)

El castillo cuya entrada se había aventurado a forzar mi criado antes que permitirme pasar una noche al raso, estando yo gravemente herido, era una de esas moles, mezcla de lobreguez y grandeza, que durante tanto tiempo han mostrado su ceñudo aspecto entre los Apeninos, no menos en realidad que en la imaginación de la señora Radcliffe. Según todas las apariencias, había sido abandonado temporalmente y en fecha muy reciente. Nos instalamos en una de las estancias más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una apartada torrecilla del edificio. Sus ornamentos eran abundantes, pero estropeados y arcaicos. Las paredes estaban cubiertas de tapices y adornadas con varios y multiformes trofeos heráldicos, así como por un gran número de pinturas modernas llenas de vida, colocadas en marcos de ricos arabescos dorados. En aquellas pinturas, que colgaban de las paredes no sólo en sus superficies principales, sino también en muchísimos rincones que la bizarra arquitectura del castillo hacía necesarios, en aquellas pinturas, digo, y quizá a causa de mi incipiente delirio, se concentró mi interés; así que pedí a Pedro que cerrase los pesados postigos de la habitación, pues era ya de noche, encendiese las lengüetas de un alto candelabro que se hallaba junto a la cabecera de mi cama y que descorriese de par en par los orlados cortinones de terciopelo negro que rodeaban también mi cama. Deseaba que se hiciese todo eso para poder entregarme, si no al sueño, si al menos, alternativamente, a la contemplación de aquellas pinturas y a la lectura de un pequeño volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la crítica y descripción de ellas.

Durante largo rato, muy largo, estuve leyendo y devota, muy devotamente, contemplé los cuadros. Rápida y gloriosamente pasaron las horas y llegó la profunda media noche. La posición del candelabro me disgustaba y, alargando la mano con dificultad para no molestar a mi adormecido criado, lo situé de modo que arrojase su luz más plenamente sobre el libro.

Pero esta acción produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las numerosas candelas (pues había muchas) se proyectaron entonces sobre un nicho de la habitación que hasta entonces había quedado sumido en profunda sombra por efecto de una de las columnas de la cama. Así pude ver, a la intensa luz, un cuadro que me había pasado inadvertido. Era el retrato de una jovencita que empezaba a ser mujer. Miré rápidamente aquél cuadro y luego cerré los ojos. ¿Por qué hice esto? No pude explicármelo al principio. Pero mis párpados continuaban cerrados, busqué en mi mente la razón que tenía para mantenerlos así. Había sido un movimiento impulsivo para ganar tiempo para poder pensar, para asegurarme de que mis ojos no me habían engañado, para clamar y dominar mi imaginación con objeto de mirar con más serenidad y juicio. Al cabo de unos momentos volví a contemplar fijamente el cuadro.

Lo que entonces vi debidamente no pude ni quise ponerlo en duda, pues el primer resplandor de las candelas sobre el lienzo había parecido disipar el soñoliento estupor que había invadido insensiblemente mis sentidos y devolverme al instante a la vida.

El retrato, ya lo he dicho, era el de una jovencita. Se reducía a la cabeza y los hombros y estaba hecho en lo que se llama técnicamente estilo viñeta, muy semejante al de las cabezas predilectas de Sully. Los brazos, el seno e incluso el contorno de los radiantes cabellos se fundían imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del conjunto. El marco era ovalado, ricamente dorado y afiligranado al estilo árabe. Como objeto de arte, nada podía ser más admirable que la pintura misma. Pero no podían haber sido ni la ejecución de la obra ni la belleza inmortal del semblante lo que tan repentina y tan vehementemente me había conmovido. Y menos aun podía haber sido que mi imaginación, arrancada de su semiletargo, hubiese confundido aquella cabeza con la de un ser vivo. Vi en el acto que las peculiaridades del dibujo, de la viñeta y del marco tenían que haber rechazado instantáneamente semejante idea, tenían que haber impedido incluso una momentánea distracción. Pensado seriamente en estos puntos permanecí, quizá durante una hora, medio sentado, medio reclinado, con la mirada clavada en el retrato. Al fin, solucionado el verdadero secreto de su efecto me tendí sobre la cama. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta naturalidad de expresión que al principio me sobresaltó y finalmente me confundió, subyugó y me espantó. Con profundo y reverente temor restituí el candelabro a su posición primitiva. Habiendo quedado así fuera de mi vista la causa de mi intensa emoción, eché mano afanosamente al libro que trataba de las pinturas y de sus historias respectivas. Hojeándolo hasta encontrar el número que designaba al retrato ovalado, leí las vagas y singulares palabras que siguen:

“Era una joven de rarísima belleza y no menos adorable que llena de alegría. Pero malhadada fue la hora en que vio, amó y se unió al pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, se había desposado ya con su arte; ella, joven de rarísima belleza, y no menos adorable que llena de alegría, todo luz y sonrisas, juguetona como un cervatillo, amante y queriendo todas las cosas, odiando sólo al Arte, que era su rival; sólo temía a la paleta, los pinceles y otros adversos instrumentos que la privaban del rostro de su amado. Fue, pues, algo terrible para esta dama oír al pintor expresar su deseo de retratar también a su joven esposa. Pero ella era humilde y obediente y posó dócilmente sentada durante muchas semanas en la oscura y alta cámara de la torrecilla, donde la luz se escurría sobre el pálido lienzo sólo desde arriba. Pero él, el pintor, ponía el alma en su trabajo, que progresaba de hora en hora y de día en día. Él era un hombre apasionado, vehemente y caprichoso que se perdía en ensueños, de modo tal que no quiso ver que la luz que caía tan fantasmalmente en aquella solitaria torrecilla consumía el alma y el ánimo de su esposa, a quien todos veían languidecer menos él. Y no obstante ella no dejaba de sonreír, sin quejarse jamás, porque veía que el pintor (que disfrutaba de gran renombre) experimentaba un férvido y ardiente placer en su tarea y se afanaba día y noche por plasmar a la que tanto amaba, pero que a diario iba quedando más abatida y débil. Y en verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban de su parecido con palabras quedas, como de un prodigio y como de una maravillosa prueba, tanto de la habilidad del pintor, como de su profundo amor por la que retrataba de modo tan excelso. Pero hacia el final, cuando la obra acercábase a su conclusión no se permitió a nadie entrar en la torrecilla, pues el pintor había perdido el freno con el ardor de su trabajo y rara vez apartaba la vista del lienzo, ni siquiera para mirar el semblante de su mujer. Y él no quiso ver cómo los colores que esparcía sobre el lienzo los arrancaba de las mejillas de la que se sentaba frente a él. Y cuando hubieron transcurrido muchas semanas y quedaba muy poco por hacer, salvo una pincelada en los labios y un retoque en los ojos, el espíritu de la dama volvió a vacilar como la llama en el cuenco de la lámpara.

Y entonces se dio la última pincelada y se hizo el último retoque. Y durante un instante el pintor se extasió ante la obra que había realizado; pero al siguiente, cuando aún contemplaba su cuadro, quedóse trémulo, palideció y gritó horrorizado: ´¡Verdaderamente es la vida misma!`.

Volviese de repente hacia su amada: ¡Estaba muerta!”

1 de agosto de 2008

Arquímedes ("Momentos estelares de la ciencia", Isaac Asimov)

Cabría decir que hubo una vez un hombre que luchó contra todo un ejército. Los historiadores antiguos nos dicen que el hombre era un anciano, pues pasaba ya de los setenta. El ejército era el de la potencia más fuerte del mundo: la mismísima Roma.

Lo cierto es que el anciano, griego para más señas, combatió durante casi tres años contra el ejército romano…y a punto estuvo de vencer: era Arquímedes de Siracusa, el científico más grande del mundo antiguo.

El ejército romano conocía de sobra la reputación de Arquímedes, y éste no defraudó las previsiones. Cuenta la leyenda que, habiendo montado espejos curvos en las murallas de Siracusa (una ciudad griega en Sicilia), hizo presa el fuego en las naves romanas que la asediaban. No era brujería: era Arquímedes. Y cuentan también que en un momento dado se proyectaron hacia delante gigantescas garras suspendidas de una viga, haciendo presa en las naves, levantándolas en vilo y volcándolas. No era magia, sino Arquímedes.

Se dice que cuando los romanos –que, como decimos, asediaban la ciudad– vieron izar sogas y maderos por encima de las murallas de Siracusa, levaron anclas y salieron de allí a toda vela.

Y es que Arquímedes era diferente de los científicos y matemáticos griegos que le habían precedido, sin que por eso les neguemos a éstos un ápice se su grandeza. Arquímedes les ganaba a todos ellos en imaginación.

Por poner un ejemplo: para calcular el área encerrada por ciertas curvas modificó los métodos de cómputo al uso y obtuvo un sistema parecido al cálculo integral. Y eso casi dos mil años antes de que Isaac Newton inventara el moderno cálculo diferencial. Si Arquímedes hubiese conocido los números arábigos, en lugar de tener que trabajar con los griegos, que eran mucho más incómodos, quizá habría ganada a Newton por dos mil años.

Arquímedes aventajó también a sus precursores en audacia. Negó que las arenas del mar fuesen demasiado numerosas para contarlas e inventó un método para hacerlo; y no sólo las arenas, sino también los granos que harían falta para cubrir la tierra y para llenar el universo. Con ese fin inventó un nuevo modo de expresar cifras grandes; el método se parece en algunos aspectos al actual.

Lo más importante es que Arquímedes hizo algo que nadie hasta entonces había hecho: aplicar la ciencia a los problemas de la vida práctica, de la vida cotidiana. Todos los matemáticos griegos anteriores a Arquímedes –Tales, Pitágoras, Eudoxo, Euclides– concibieron las matemáticas como una entidad abstracta, una manera de estudiar el orden majestuoso del universo, pero nada más; carecía de aplicaciones prácticas. Eran intelectuales exquisitos que despreciaban las aplicaciones prácticas y pensaban que esas cosas eran propias de mercaderes y esclavos. Arquímedes compartía en no pequeña medida esta actitud, pero no rehusó aplicar sus conocimientos matemáticos a problemas prácticos.

Nació en Siracusa, Sicilia. La fecha exacta de su nacimiento es dudosa, aunque se cree que fue en el año 287 a.C. Sicilia era a la sazón territorio griego. Su padre era astrónomo y pariente de Hierón II, rey de Siracusa desde el año 270 al 216 a.C. Arquímedes estudió en Alejandría, Egipto, centro intelectual del mundo mediterráneo, regresando luego a Siracusa, donde se hizo inmortal.

En Alejandría le habían enseñado que el científico está por encima de los asuntos prácticos y de los problemas cotidianos; pero eran precisamente esos problemas los que le fascinaban, los que no podía apartar de su mente. Avergonzado de esta afición, se negó a llevar un registro de sus artilugios mecánicos; pero siguió construyéndolos y a ellos se debe hoy día su fama.

Arquímedes había adquirido renombre mucho antes de que las naves romanas entraran en el puerto de Siracusa y el ejército romano pusiera sitio a la ciudad. Uno de sus primeros hallazgos fue el de lea teoría abstracta que explica la mecánica básica de la palanca. Imaginemos una viga apoyada sobre un pivote, de manera que la longitud de la viga a un lado del fulcro sea diez veces mayor que el otro lado. Al empujar hacia abajo la viga por el brazo más largo, el extremo corto se desplaza una distancia diez veces inferior; pero, a cambio, la fuerza que empuja hacia abajo el lado largo se multiplica por diez en el extremo del brazo corto. Podría decirse que en cierto sentido, la distancia se convierte en fuerza y viceversa.

Arquímedes no veía límite a este intercambio que aparecía en su teoría, porque si bien era cierto que un individuo disponía sólo de un acopio restringido de fuerza, la distancia carecía de fronteras. Bastaba con fabricar una palanca suficientemente larga y tirar hacia abajo del brazo mayor a lo largo de un trecho suficiente: en el otro brazo, el más corto, podría levantarse cualquier peso.

- Dadme un punto de apoyo –dijo Arquímedes– y moveré el mundo.

El rey Hierón, creyendo que aquello era un farol, le pidió que moviera algún objeto pesado: quizá no el mundo, pero algo de bastante volumen. Arquímedes eligió una nave que había en el dique y pidió que la cargaran de pasajeros y mercancías; ni siquiera vacía podrían haberla botado gran número de hombres tirando de un sinfín de sogas.

Arquímedes anudó los cabos y dispuso un sistema de poleas (una especie de palanca, pero utilizando sogas en lugar de vigas). Tiró de la soga y con una sola mano botó lentamente la nave.

Hierón estaba ahora más que dispuesto a creer que su gran pariente podía mover la tierra si quería, y tenía suficiente confianza en él para plantearle problemas aparentemente imposibles.

Cierto orfebre le había fabricado una corona de oro. El rey no estaba muy seguro de que el artesano hubiese obrado rectamente; podría haberse guardado parte del oro que le habían entregado y haberlo sustituido por plata o cobre. Así que Hierón encargó a Arquímedes averiguar si la corona era de oro puro, sin estropearla, se entiende.

Arquímedes no sabía qué hacer. El cobre y la plata eran más ligeros que el oro. Si el orfebre hubiese añadido cualquiera de estos metales a la corona, ocuparían un espacio mayor que el de un peso equivalente de oro. Conociendo el espacio ocupado por la corona (es decir, su volumen) podría contestar a Hierón. Lo que no sabía era cómo averiguar el volumen de la corona sin transformarla en una masa compacta.

Arquímedes siguió dando vueltas al problema en los baños públicos, suspirando probablemente con resignación mientras se sumergía en una tinaja llena y observaba cómo rebosaba el agua. De pronto se puso en pie como impulsado por un resorte: se había dado cuenta de que su cuerpo desplazaba agua fuera de la bañera. El volumen de agua desplazado tenía que ser igual al volumen de su cuerpo. Para averiguar el volumen de cualquier cosa bastaba con medir el volumen de agua que desplazaba. ¡En un golpe de intuición había descubierto el principio del desplazamiento! A partir de él dedujo las leyes de la flotación y de la gravedad específica.

Arquímedes no pudo esperar: saltó de la bañera y, desnudo y empapado, salió a la calle y corrió a casa, gritando una y otra vez: “¡Lo encontré, lo encontré!”. Sólo que en griego, claro está: “¡Eureka! ¡Eureka!”. Y esta palabra se utiliza todavía hoy para anunciar un descubrimiento feliz.

Llenó de agua un recipiente, metió la corona y midió el volumen de agua desplazada. Luego hizo lo propio con un peso igual de oro puro; el volumen desplazado era menor. El oro de la corona había sido mezclado con un metal más ligero, lo cual de daba un volumen mayor y hacía que la cantidad de agua que rebosaba fuese más grande. El rey ordenó ejecutar al orfebre.

Arquímedes jamás pudo ignorar el desafío de un problema, ni siquiera a edad ya avanzada. En el año 218 a.C. Cartago (en el norte de África) y Roma se declararon la guerra; Aníbal, general cartaginés, invadió Italia y parecía estar a punto de destruir Roma. Mientras vivió el rey Hierón, Siracusa se mantuvo neutral, pese a ocupar una posición peligrosa entre dos gigantes en combate.

Tras la muerte d Hierón ascendió al poder un grupo que se inclinó por Cartago. En el año 213 a.C. Roma puso sitio a la ciudad.

El anciano Arquímedes mantuvo a raya al ejército romano durante tres años. Pero un solo hombre no podía hacer más y la ciudad cayó al fin en el año 211 a.C. Ni siquiera la derrota fue capaz de detener el cerebro incansable de Arquímedes. Cuando los soldados entraron en la ciudad estaba resolviendo un problema con ayuda de un diagrama. Uno de aquéllos del ordenó que se rindiera, a lo cual Arquímedes no prestó atención; el problema era para él más importante que una minucia como el saqueo de una ciudad. “No me estropeéis mis círculos”, se limitó a decir. El soldado le mató.

Los descubrimientos de Arquímedes han pasado a formar parte de la herencia de la humanidad. Demostró que era posible aplicar una mente científica a los problemas de la vida cotidiana y que una teoría abstracta de la ciencia pura –el principio que explica la palanca– puede ahorrar esfuerzo a los músculos del hombre.

Y también demostró lo contrario: porque arrancando de un problema práctico –el de la posible adulteración del oro– descubrió un principio científico.

Hoy día creemos que el gran deber de la ciencia es comprender el universo, pero también mejorar las condiciones de vida de la humanidad en cualquier rincón de la tierra.