28 de octubre de 2008

La Mujer Esqueleto

Había hecho algo que su padre no aprobaba, aunque ya nadie recordaba lo que era. Pero su padre la había arrastrado al acantilado y la había arrojado al mar. Allí los peces se comieron su carne y le arrancaron los ojos. Mientras yacía bajo la superficie del mar, su esqueleto daba vueltas y más vueltas en medio de las corrientes.

Un día vino un pescador a pescar, bueno, en realidad, antes venían muchos pescadores a esta bahía. Pero aquel pescador se había alejado mucho del lugar donde vivía y no sabía que los pescadores de la zona procuraban no acercarse por allí, pues decían que en la cala había fantasmas.

El anzuelo del pescador se hundió en el agua y quedó prendido nada menos que en los huesos de la caja torácica de la Mujer Esqueleto. El pescador pensó: “¡he pescado uno muy gordo! ¡uno de los más gordos!” Ya estaba calculando mentalmente cuantas personas podrían alimentarse con aquel pez tan grande, cuanto tiempo les duraría y cuanto tiempo él se podría ver libre de la ardua tarea de cazar. Mientras luchaba denodadamente con el enorme peso que colgaba del anzuelo, el mar se convirtió en una agitada espuma que hacía balancear y estremecer el kayak, pues la que se encontraba debajo estaba tratando de desengancharse. Pero, cuanto más se esforzaba, más se enredaba con el sedal. A pesar de su resistencia, fue inexorablemente arrastrada hacia arriba, remolcada por los huesos de sus propias costillas.

El cazador, que se había vuelto de espaldas para recoger la red, no vio como su calva cabeza surgía de entre las olas, no vio las minúsculas criaturas de coral brillando en las órbitas de su cráneo ni los crustáceos adheridos a sus viejos dientes de marfil. Cuando el pescador se volvió de nuevo con la red, todo el cuerpo de la mujer había aflorado a la superficie y estaba colgando del extremo del kayak, prendido por uno de sus largos dientes frontales.

“¡Ay!” ,gritó el hombre mientras el corazón le caía hasta las rodillas, sus ojos se hundían aterrorizados en la parte posterior de la cabeza y las orejas se le encendían de rojo. “¡Ay!”, volvió a gritar golpeándola con el remo para desengancharla de la proa y remando como un desesperado rumbo a la orilla. Como no se daba cuenta de que la mujer estaba enredada en el sedal, se pegó un susto tremendo al verla de nuevo, pues parecía que ésta se hubiera puesto de puntillas sobre el agua y lo estuviera persiguiendo. Por mucho que zigzagueara con el kayak, ella no se separaba de su espalda, su aliento se propagaba sobre la superficie del agua en nubes de vapor y sus brazos se agitaban como si quisieran agarrarlo y hundirlo en las profundidades.

“¡Aaaaay!”, gritó el hombre con voz quejumbrosa mientras se acercaba a la orilla. Saltó del kayak con la caña de pescar y hecho a correr, pero el cadáver de la Mujer Esqueleto, tan blanco como el coral, lo siguió brincando a su espalda, todavía prendido del sedal. El hombre corrió sobre las rocas y ella lo siguió. Corrió sobre la tundra helada y ella lo siguió. Corrió sobre la carne puesta a secar y la hizo pedazos con sus botas de piel de foca.

La mujer lo seguía por todas partes e incluso había agarrado un poco de pescado helado mientras él la arrastraba en pos de sí. Y ahora estaba empezando a comérselo, pues llevaba mucho tiempo sin llevarse nada a la boca. Al final el hombre llegó a su casa de hielo, se introdujo en el túnel y avanzó a gatas hacia el interior. Sollozando y jadeando permaneció tendido en la oscuridad mientras el corazón le latía en el pecho como un gigantesco tambor. Por fin estaba a salvo, sí, a salvo gracias a los dioses, gracias al Cuervo, sí, y a la misericordiosa Sedna, estaba… a salvo… por fin.

Pero, cuando encendió su lámpara de aceite de ballena, la vio allí acurrucada en un rincón sobre el suelo de nieve de su casa, con un talón sobre el hombro, una rodilla en el interior de la caja torácica y un pie sobre el codo. Más tarde el hombre no pudo explicar lo que ocurrió, quizá la luz de la lámpara suavizó las facciones de la mujer o, a lo mejor, fue porque él era un hombre solitario. El caso es que se sintió invadido por una cierta compasión y lentamente alargó sus mugrientas manos y, hablando con dulzura como hubiera podido hablarle una madre a su hijo, empezó a desengancharla del sedal en el que estaba enredada.

“Bueno, bueno.” Primero le desenredó los dedos de los pies y después los tobillos. Siguió trabajando hasta bien entrada la noche hasta que, al final, cubrió a la Mujer Esqueleto con unas pieles para que entrara en calor y le colocó los huesos en orden tal como hubieran tenido que estar los de un ser humano.

Buscó su pedernal en el dobladillo de sus pantalones de cuero y utilizó unos cuantos cabellos suyos para encender un poco más de fuego. De vez en cuando la miraba mientras untaba con aceite la valiosa madera de su caña de pescar y enrollaba el sedal de tripa. Y ella, envuelta en las pieles no se atrevía a decir ni una sola palabra, pues temía que aquel cazador la sacara de allí, la arrojara a las rocas de abajo y le rompiera todos los huesos en pedazos.

El hombre sintió que le entraba sueño, se deslizó bajo las pieles de dormir y enseguida empezó a soñar. A veces, cuando los seres humanos duermen se les escapa una lágrima de los ojos. No sabemos que clase de sueño lo provoca, pero sabemos que tiene que ser un sueño triste o nostálgico. Y eso fue lo que le ocurrió al hombre.

La Mujer Esqueleto vio el brillo de la lágrima bajo el resplandor del fuego y, de repente, le entró mucha sed. Se acercó a rastras al hombre dormido entre un crujir de huesos y acercó la boca a la lágrima. La solitaria lágrima fue como un río y ella bebió, bebió y bebió hasta que consiguió saciar su sed de muchos años.
Después, mientras permanecía tendida a lado del hombre, introdujo la mano en el interior del hombre dormido y le sacó el corazón, el que palpitaba tan fuerte como un tambor. Se incorporó y empezó a golpearlo por ambos lados: ¡Pom, Pom!... ¡Pom, Pom!

Mientras lo golpeaba se puso a cantar: “¡Carne, carne, carne! ¡Carne, carne, carne!”. Y, cuanto más cantaba, tanto más se le llenaba el cuerpo de carne. Pidió cantando que le saliera el cabello y unos buenos ojos y unas rollizas manos. Pidió cantando la hendidura de la entrepierna, y unos pechos lo bastante largos como para envolver y dar calor y todas las cosas que necesita una mujer.

Y, cuando terminó, pidió cantando que desapareciera la ropa del hombre dormido y se deslizó a su lado en la cama, piel contra piel. Devolvió el gran tambor, el corazón, a su cuerpo y así fue como se despertaron, abrazados el uno al otro, enredados el uno en el otro después de pasar la noche juntos, pero ahora de otra manera, de una manera buena y perdurable.

La gente que no recuerda la razón de su mala suerte dice que la mujer y el pescador se fueron y, a partir de entonces, las criaturas que ella había conocido durante su vida bajo el agua, se encargaron de proporcionarles siempre el alimento. La gente dice que es verdad y que eso es todo lo que se sabe.


“MUJERES QUE CORREN CON LOS LOBOS” Clarissa Pinkola Estes

21 de octubre de 2008

...

Al cabo de un rato volvió a acariciarme la oreja y me preguntó en qué estaba pensando.

- En lo mismo que tú -le contesté, para hacerme un poco la romántica.
- Pues eres una guarrindonga -dijo-, porque estaba pensando en darte por el culo.

Estoy segura de que soltó esa marranada sólo para hacerse el gracioso, así que no quise echárselo en cara. Luego le confesé que no sabía muy bien en qué estaba pensando, pero que me sentía muy a gusto.

- Yo también me siento muy a gusto -dijo en voz baja, como si le diese vergüenza reconocerlo.


El crimen del cine Oriente, Javier Tomeo

20 de octubre de 2008

87

Darlene se acarició las tetas, enseñándonoslas; sus ojos luminosos relucían con la plenitud del sueño, sus labios estaban húmedos y abiertos. Entonces se giró rápidamente y agitó su esplendido trasero delante nuestro. Los adornos saltaban y flasheaban entre destellos, enloquecían, centelleaban. Los focos temblaban intermitentes en el paroxismo, danzando como astros desorbitados. La banda tocaba una música frenética, desenfrenada. Darlene vibraba como una poseída. Se quitó la braguita enjoyada. Yo miré, todos miraron. Pudimos ver los pelos de su coño a través de la braga de malla color carne. La banda la estaba sacudiendo de verdad, sus nalgas parecían el corazón vivo del mundo.

Y a mí no se me pudo poner dura.



Factotum, Charles Bukowski

17 de octubre de 2008

Otra vez

Otra vez aquí, en este país,
en mi cuerpo, en mi mente,
en mis manos, en mis labios.
No soy dueña de mis pensamientos,
ni de mis recuerdos.
Otra vez en mi habitación, en mi cama.
Desnuda entre las sábanas,
buscando respuestas a tantas dudas,
perdida en un mar de incertidumbres.
¿Cómo viviré?
Otra vez sin ti.


Tomoe

Suplicando un cambio

Esta mañana me sentía mal, anoche me emborraché en el bar de la esquina, hoy el despertador sonó a las ocho. Ayer no fue mi mejor día, las cosas no salieron como esperaba: mal en el trabajo, mal con los amigos, mal con la familia... sólo se salvo mi pareja... en parte porque de eso no uso. A estas alturas de mi vida, a los 42 años, mi pareja soy yo, y no por ello discutimos menos.
Embutida en el trabajo, en pagar la hipoteca, en ganar dinero... se me ha olvidado vivir, reír, divertirme y amar. Sería muy fácil culpar a esta sociedad que nos marca el camino a seguir. Echar la culpa a otros de nuestros errores o problemas siempre es lo más sencillo. ¿Soy un ser humano o un autómata?
Quizás no debería seguir viviendo así...


Tomoe

Gulag

Esta mañana me he encontrado a un hombre junto al río Kuma, cubierto por la nieve. Todavía respiraba, pero estaba más muerto que vivo; quizá esperando que le hicieran hueco. Lo llevé a mi humilde mukeleng. No se liberaba del implacable invierno, eso que he empleado todos los resortes a mi alcance: calor, tisana al samovar… No había nada que hacer, a las pocas horas murió.

Le quité las ropas del cercano gulag Perm-36, del que se habría escapado, y lo enterré. Pronuncié el mejor responso que un pobre mujik puede expresar, por su alma y por la de todos los rusos.


Patria es humanidad

"Patria es humanidad", José Martí.

La manzana es un manzano
y el manzano es un vitral
el vitral es un ensueño
y el ensueño un ojalá
ojalá siembra futuro
y el futuro es un imán
el imán es una patria
patria es humanidad

el dolor es un ensayo
de la muerte que vendrá
y la muerte es el motivo
de nacer y continuar
y nacer es un atajo
que coduce hasta el azar
los azares son mi patria
patria es humanidad

mi memoria son tus ojos
y tus ojos son mi paz
mi paz es la de los otros
y no sé si la querrán
esos otros y nosotros
y los otros muchos más
todos somos una patria
patria es humanidad

una mesa es una casa
y la casa un ventanal
las ventanas tienen nubes
pero sólo en el cristal
el cristal empaña el cielo
cuando el cielo es de verdad
la verdad es una patria
patria es humanidad

yo con mis manos de hueso
vos con tu vientre de pan
yo con mi germen de gloria
vos con tu tierra feraz
vos con tus pechos boreales
yo con mi caricia austral
inventamos una patria
patria es humanidad


Geografías, Mario Benedetti

16 de octubre de 2008

Una vida y pico

Amanezco tumbao en el suelo del baño. La cabeza en la parte trasera del bidé. Los pies descalzos… Siento las baldosas en los huesos; se abrigan conmigo. Les privo de tal comodidad: me levanto con gran esfuerzo, tengo el cuerpo molido, y la cabeza batida. Miro en derredor: el baño del terror. Limpio la bañera, llena de potas nauseabundas; los azulejos, llenos de gapos y restos de sangrías; mi cara, llena de “laca” –no me importa mojar la ropa y alrededores–.

Me sitúo en el exterior; el resto del piso está igual, incluso peor: hay restos humanos desperdigados por distintas habitaciones. Me asomo a la cocina, busco a Miqui… Bah, ya no me acordaba, se le acabo ayer el material. Me vuelvo a casa.

Espero tumbado en la cama a que el sueño me libere, pero no lo hace. Estoy ansioso, no puedo soportar la sensación de que me falta algo. Es como si no existiera… Como si todo mi ser fuera opio en una vida vegetativa. Un autómata dirigido por ella (la droga); sin embargo esto no lo pienso cuando estoy picao o preso del síndrome de abstinencia. Cuando siento que me invade y me domina, me eleva y me sustenta en un mar de salmuera, y finalmente me deposita con cariño en la cama, colocao y feliz, no pienso en la mierda que hay que comer para disfrutar de un simple picotazo. Lo que conocemos por vida no me llena, la heroína sí…

Me cago de más…

Cuando levanto el culo del váter compruebo mi obra… Un cerote magnífico. “Qué sano estoy”.

Ya no lo aguanto más, necesito respirar… Me voy en busca del camello, ese administrador del servicio público clave en nuestro equilibrio físico y espiritual. Al principio no encuentro a nadie que tenga algo de lo que necesito, lo más que me ofrecen son pastillas de mierda, inútiles. Es como si le das un caramelo a un muerto de hambre. Pringaos… De repente veo a Yoni –nunca he visto a un cuervo que se pique tanto y mantenga a raya su negocio; de ahí le viene el mote–. Le abordo con ardor pero manteniendo la calma, no quiero parecer un lameculos. Pasa las cápsulas de heroína a mil y las papelinas a mil doscientas. Es mucho, teniendo en cuenta que esos 50 o 60 miligramos respectivamente sólo me dan para un chute. Pero esta vez no tiene más que morfina en polvo, dice que la cosa esta chunga… Me extraña. Le pillo dos a mitad de precio con insistencia. Vuelvo expectante a casa.

Saco las herramientas: algodón, cuchara, aguja hipodérmica y cinturón. Me siento en el borde de la cama, junto a la cómoda. Deposito cuidadosamente el polvo en la cuchara, le doy lumbre. Poco a poco los cristalitos se van disolviendo… Filtro la solución con el algodón –prefiero ser precavido, no me fío de las sustancias que hayan podido utilizar para cortarlo o del alcanfor; soy un finolis–. Finalmente lleno la jeringa. Prendo fuerte el cinturón al brazo para hacer salir de su escondrijo a las venas; cada vez son más listas. Encajo mis mandíbulas en el cuero… Inyecto y salgo…

Oh…, Nirvana…, has vuelto…

Eric Drooker, "Ese gran artista y ser humano"






































15 de octubre de 2008

La inocencia del sueño

En 1930 vivía en Queens, cerca del East River; allí, en la ciudad de los rascacielos. Estaba bien aquel barrio, al menos como yo lo recuerdo. Tenía muchos amigos; nos pasábamos la vida jugando, peleando o escamoteando frutas y bebidas con alguna añagaza divertida. Disfrutaba mucho viendo bailar charleston y a veces me aventuraba con algún amigo bailón a echar unos pasos desacompasados, era genial… Soñábamos con ir a Brooklyn de frac y bastón soltando improperios y metiéndonos en mil líos, como Buster Keaton o Charlie Chaplin. Éramos la cuadrilla “of the edge”.

Un buen día estábamos jugando al escóndete que te ando en la zona vieja; había edificios enteros vacíos y otros muchos por vaciar, ya que la zona estaba siendo desalojada a pasos agigantados. Nosotros aprovechábamos para jugar. Teníamos nuestros límites, pero, aun así, abarcábamos varios bloques: éramos muchos y el juego se desarrollaba por equipos. Yo me zafé de todos, quería jugar mis propias cartas. Encontré una vivienda a medio embalar: todo estaba tirado por aquí y por allá, pocos muebles y alguna que otra caja de mudanza. Decidí que un pequeño aparador era el mejor sitio para cobijarme, así que me agazapé dentro. Al principio la oscuridad me impacientaba, pero poco a poco me fui acostumbrando; es relajante cuando estás solo con tus pensamientos. Tras breves conatos de ideas, empecé a pensar en el brillante futuro que me esperaba como croupier compinchado o como gentleman inglés. Después, los colores de las fichas y las faldas me transportaron a un bucólico lugar: todo verde y hermoso, con nervios de agua y árboles frutales… Entre el follaje me pareció ver unos ojos entornados, que al parpadear expresaron una leve risa; sin más dilación, fui en busca del misterio... Nunca la encontré. Salí del mueble despreocupado, reparado… El aire me daba en la cara, y mis pies se encontraban en la cumbre de un enorme alcor, en medio de lo que parecía un estercolero; olía muy mal, los rayos del último sol del día se filtraban entre las nubes. El arrebol desaparecería bajo el bruno enjambre de “tumbas”…

Benedetti y Bukowski

Martes, 10 de Febrero del 2009, Afueras de la Universidad de Granada

- ¿Qué haces tan concentrado, Anxo?
- Ah, hola, Jaime. Estoy indagando en este libro.
- ¿Indagando? Será leyendo. Es una novela.
- Ya, pero es que estoy investigando sobre la personalidad de dos grandes escritores.-Jaime levanta levemente las cejas. Anxo continúa:

- Mi trabajo fin de carrera. He pensado titularlo: “Vidas paralelas”. Se trata de una comparativa contextualizada de las vidas de dos grandes literatos coetáneos: Benedetti y Bukowski; fijo que te suenan.
- Pues sí, pero no sabía que eran de la quinta.
- ¿Has leído algún libro de ellos?
- Pocos, pero sí.
- Y qué te ha parecido. Sus obras son muy psicológicas.
- Pues no sabría decirte… Quizá, Bukowski un guarro, y Benedetti… un romántico.
- Buenas definiciones.
- ¿Y tu qué piensas? Habrás tenido que empollarte sus biografías.
- En realidad no. Estoy intentando esclarecer sus conciencias por las obras.
- Qué chungo.
- Qué va, son muy expresivos e intimistas; ten en cuenta que por encima de todo son poetas. Sin embargo, pretendo ver más allá. Hoy, por ejemplo, creo que he descubierto algo muy interesante… Yo ya sabía que los dos son almas errantes; aventureros, idealistas, románticos. Y que las condiciones, las distintas circunstancias, motivaron que sus caracteres divergieran: Benedetti inmerso en una época y lugar de cambio, de revolución, de inspiración; Bukowski en una sociedad decadente, fruto del “progreso”, inmovilista y resignada. Pero esto no es del todo cierto, porque en realidad convergen; se complementan. Con amenazas y fortalezas invertidas. Uno ama y otro odia. Ambos con gran fuerza y sentimiento. Muy diferentes y muy similares a la vez. Un espejo frente a otro espejo… Bueno…, a lo que iba. Hoy, a tenor de lo expuesto, he pensado, aunque probablemente me equivoque, que lo que les define realmente es su predisposición, me explico: Bukowski es un valiente que quiere ser cobarde, no…, mejor dicho, una persona positiva que pretende ser negativa; y, Benedetti una persona negativa que pretende ser positiva. El primero se viste con tristeza siendo alegre, y el segundo se viste con alegría, con esperanza, siendo triste. Un cambio de chaqueta que abrigue mejor. Pero, ya sabes, Jaime, que yo no voy para sastre…

14 de octubre de 2008

El tiempo es pura pamplina

Hoy es domingo, y estamos mi amigo Pedrín y yo apurando las últimas horas del vermú, antes de irnos a casa, con unos dulces, e incluso helados. Nuestros padres están departiendo felizmente en el bar de enfrente. El banco está cálido y las chicas pasan muy bien vestiditas por delante de nuestros ojos. A Pedrín le gusta la Margarita, y no le gusta nada que le diga: “mira, allí va la Amarga”. Le enfurece, pero a mí me hace mucha gracia; es un romántico…

- Oye, Diego, voy a ir al quiosco de la vuelta a por unos cromos, ¿quieres tú algo?
- No, gracias, Pedrín -le contesto.

Me quedo allí mirando a las chicas. Qué guapas son todas…

Vuelve mi amigo, pero qué… Ya no veo a Pedrín. El mismo rostro pero distinto ánimo, es como si hubiera pasado un siglo por él. Le miro, me mira desconfiado. “¿Qué pasa?”, me interpela. “Nada, nada”, le digo para que no sospeche negativamente de sí mismo. Seguimos allí, el tranquilo, yo no. Estoy preocupado por lo que ha sido del otro yo de Pedro, se ha desvanecido en la nada. Tengo miedo de lo que pueda pasar a partir de ahora… ¿Seguiremos siendo amigos?... O esto supone un punto de inflexión.

Para comprobar si estoy en lo cierto, le espeto: “Hoy no se la ha visto el pelo a la Amarga, ¿eh?”. Pero no dice ni “mu”, como si no hubiera escuchado nada. Me entra un azogue irreprimible.

- ¡Vamos! ¡A casa chicos! -grita mi madre saliendo con la tropa del bar.

Dos menestrales por el precio de uno

La noche es fría y cerrada. Las calles desiertas invitan a la reflexión, no como algo rutinario, sino como algo desesperado, íntimo. El silencio inunda cada resquicio con su soterrado y mudo grito. La humedad hiela los huesos. Otoño, barrio obrero. De repente, aparecen en escena dos trabajadores del polígono industrial anejo, suponemos, de camino a casa. Escuchemos fisgonamente:

- ¿Qué vamos a hacer ahora Juan? –dice el más joven con acento atribulado.
- Yo entrar en casa, dar un beso a mi mujer, beberme una cerveza e irme a dormir.

Los hombres se separan despidiéndose con un gesto desganado. El más joven se va hecho polvo, desamparado como la noche.

12 de octubre de 2008

"Tratamiento igualitario", Sandra Scher


Los huevos

Más allá de las islas Filipinas
hay una que ni sé cómo se llama
ni me importa saberlo, donde es fama
que jamás hubo casta de gallinas,
hasta que allá un viajero
llevó por accidente un gallinero.
Al fin tal fue la cría, que ya el plato
más común y barato
era de huevos frescos: pero todos
los pasaban por agua (que al viajante
no enseñó a componerlos de otros modos).
Luego de aquella tierra un habitante
introdujo el comerlos estrellados.
¡Oh, qué elogios se oyeron porfía
de su rara y fecunda fantasía!
Otro discurre hacerlos escalfados…
¡Pensamiento feliz!..., otro, rellenos…
Ahora sí que están los huevos buenos:
uno después inventa la tortilla:
y todos claman ya, ¡qué maravilla!
No bien se pasó un año.
Cuando otro dijo: “Sois unos petates:
yo los haré revueltos con tomates.
Y aquel guiso de huevo tan extraño
con que toda la isla se alborota,
hubiera estado largo tiempo en uso,
a no ser porque luego los compuso
un famoso extranjero a la hugonota.
“Esto hicieron diversos cocineros:
pero ¡qué condimentos delicados
no añadieron después los reposteros!
Moles, dobles, hilados,
en caramelo, en leche,
en sorbete, en compota, en escabeche”.
Al cabo todos eran inventores,
y los últimos huevos, los mejores.
Mas un prudente anciano
les dijo un día: “Presumís en vano
de esas composiciones peregrinas.
¡Gracias al que nos trajo las gallinas!”
¿Tantos autores nuevos
no se pudieran ir a guisar huevos
más allá de las islas Filipinas?

11 de octubre de 2008

Domingo 24 de febrero

No hay caso. La entrevista con Vignale me dejó una obsesión: recordar a Isabel. Ya no se trata de conseguir su imagen a través de las anécdotas familiares, de las fotografías, de algún rasgo de Esteban o de Blanca. Conozco todos sus datos, pero no quiero saberlos de segunda mano, sino recordarlos directamente, verlos con todo detalle frente a mí tal como veo ahora mi cara en el espejo. Y no lo consigo. Sé que tenía ojos verdes, pero no puedo sentirme frente a su mirada.

La tregua, Mario Benedetti

9 de octubre de 2008

Capítulo VIII: La rebelión de los bosques

Paso un tiempo, el país estaba sumido en el caos, nada era como antes. El bosque estaba casi arrasado por su desmedida explotación, “Los Enanos” habían agotado ya su mina y los resultados eran dantescos, ni un árbol en hectáreas, y los recursos agrícolas y ganaderos habían emigrado. Los habitantes del país consideraban que habían sido robados y que era culpa del mal gobierno. Además ya se conocían varias leyendas referentes a la traición sufrida por la reina, y esto no hacía más que avivar la cólera de los ciudadanos. Algunos animales del bosque habían sido obligados a buscar otras tierras para vivir, otros, los más belicosos, permanecían allí con sed de venganza y los más pusilánimes esperaban la muerte en sus guaridas.

Sin comida, sin esperanza, sin nada que perder comenzó la sedición. Primero los propios empleados del palacio comenzaron a sacar de allí todas las provisiones aviadas para los reyes, ahora y por propio interés de ella, Felón y Blancanieves, y a repartirlas según las necesidades de cada uno. Luego todos los habitantes que quedaban en el país entraron violentamente en el palacio dando busca y captura a los reyes, los cuales fueron ejecutados esa misma noche de la forma más cruel que se pueda imaginar. El alma de deidad de Blancanieves se perdió para siempre, debido a que ignoraba tal virtud y su carácter esteta no la dejaba ver más allá de lo puramente material.

“Los Enanos” estaban aterrados, sabían que ellos serían los siguientes como culpables que eran de la catástrofe, y debido también a la buena hacienda que poseían. Además, ya habían tenido la primera baja: Dormilón, ante la falta de ajenjo u otras plantas para destilar su alcohol, cayó en una espiral de dolor a causa del mono etílico, hasta tal extremo que el delirium tremens lo mató. El resto de los hermanos decidieron huir mientras pudieran.

Las escasas familias que no huyeron del lugar formaron una república organizada en falansterios y dispuesta a subsistir.

Y, colorín colorado, este cuento se ha acabado.

El fin y el principio

Hoy no es un día cualquiera. Hoy es el fin, o el principio, no lo sé, según cuál fuere mi inclinación, de la cual no creo que nunca disponga. Lo que sí sé es que estoy jodido.

El verano se presenta extraño, por no decir infernal o, mejor aún, demencial. La locura me proporcionara total libertad, ¡es genial!... Deja de reflexionar sin orden, mente ambigua, sin antes relatar la experiencia vivida este soleado día de agosto.

Hoy no he dormido. Bueno, miento. No, técnicamente, pero sí he tenido numerosas alucinaciones -de éstas que preceden al estado soñoliento- bastante divertidas, lo que, unido a mi inquietud, ha levantado una muralla infranqueable entre nosotros, el sueño y yo. Las caóticas imágenes que me han rebelado estaban acompañadas de convulsiones, sollozos y exudación nauseabunda. Lo he resistido por pura indolencia: levantarme, para qué, morirme, por qué no. Finalmente he salido de mi dédalo de sábanas, tras destrozar sus agitados vuelos como desquite de un sueño negado. Lo único que quería era dormir, pero hasta lo onírico me rechaza, sólo quiere almas libres, incondicionadas, sujetas sólo a los designios de la naturaleza. No me enfado; soñar es lo único que me queda. Miro el reloj, hago unas llamadas furibundas e intempestivas… Vuelvo a realizarlas, parece que me va la justicia retributiva. Nunca he creído en Némesis; pero igual… “va siendo hora”. Retorno a la boca que me ha escupido, por puro recreo sádico. Sigue caliente, como yo. Mis ojos no se cierran en horas. Pienso en privar sin medida, pero no me gusta nada el alcohol amargo. Destrozarme hasta olvidar quién soy, eso quiero, pero prefiero hacerlo por mis propios medios. Finalmente entra un rayo de sol.

Salgo a la calle, muy temprano, espero a que abran el bar Laguna. Compro cigarrillos, de mi marca. Busco mi hueco, buen sitio para recostarse y cavilar. Fumo y fumo hasta que mi garganta grita y llora la sequedad. Ya vale. Vuelvo a casa. Mis padres están preocupados, muy preocupados, me miran como si hubiera perdido la cabeza -no están tan alejados de la verdad-, confío en ellos y les hago confidentes de mi fantasmal circunstancia. Me entienden, se enfadan. Me meto en la cama por iniciativa ajena, no duermo, sólo pienso. Me levanto y a hurtadillas hago más llamadas infructuosas. Me visto, música de Los Suaves, lágrimas que se cuelan dentro, allá donde nunca más saldrán, sentina de esperanzas perdidas... Qué más da. Salgo de casa, ya casi es mediodía. Espero encontrar a un buen practicante, necesito una cura de urgencia, natural, claro. Busco y encuentro. Ya tengo lo que necesitaba. Voy al parque y me lío el primer canuto. Lo fumo ávidamente, con largos y rápidos calos, cabreado, tan cabreado como me incitan los pensamientos. Odio tener imaginación, las imágenes mentales me atormentan. Acabo el porro y no estoy colocado. Nada. Otro y otro. Mi cuerpo no asimila la droga o el dolor contrarresta su efecto. Sigo a lo mío. Se juntan amigos, me interpelan, pero no consiguen nada, sólo vagas reflexiones, así, como esta carta. Dicen que tengo mala cara, me río estúpidamente y abro la caja del humor negro con comentarios indeseables y grotescos. Mi bruna comicidad sólo hace gracia a mi amor propio, mucha gracia. Típica risa que da paso a tristes, muy tristes, lágrimas. De forma que casi cualquiera que te viera sentiría una lástima vergonzante, pena de autócrata, ojos de desprecio y comprensión. Pero yo soy otro, aunque “ayer” no. Desperté de súbito, pero desperté, no más cabal que cualquier humano; renací, salí de la fantasía de la ignorancia, ya no lloró ni tengo inseguridades. Pero podría hacerlo, estoy libre de todo condicionamiento, no me avergüenza ser débil, porque soy fuerte. Aun así, no me hundo, en ese momento, pero me callo y dejo que las relaciones humanas mantengan su cotidianidad.

Vuelvo a casa, me siento cansado y nervioso. Casi no como. No vuelvo en mí, en mi yo anterior, sigo en el principio del fin o en el fin del principio, sea lo que sea. No tengo sueño, no tengo hambre, todo se ha olvidado de que existo. La tarde se presenta metílica.

Salgo pronto y sigo con tesón mi decisión de acabar con toda neurona compadeciente de mí. Estoy bien con la desesperanza, noto la simbiosis entre nosotros. Es tan poderosa como lo era la agradable y contraria sensación anterior a hoy. Es increíble. Debo canalizarlo adecuadamente, distribuir esa energía, buscar más dentro de mí. Quizá ese sea mi problema, soy un monomaniaco, un loco obsesivo; nunca conseguiré subsistir en este mundo, no quiero ser "otra piedra más en el muro".

La tarde se resume así: desfase, inconsciencia, olvido -lamentablemente sólo de esta tarde-.

La noche no se resume, se sufre. Vuelta a la fatalidad.

Y al día siguiente… No es el fin, como véis, aunque algo ha muerto.


P.D.: Es estúpido sentirse así por amor, no por la gran satisfacción que supone como cualidad y acción, no, me refiero a algo mucho más simple: al amor por un miembro del género contrario. Fuente de perdición o felicidad. Monotema de alegría en una vida insignificante. Una mierda si es vivido canónicamente, “como todo el mundo”. Vida y Muerte si es real; un afluente entre otros muchos, que acabará en un río mayor, y finalmente en un mar; un fluir inconsciente de una mente libre que desea, que ama; que busca, que sueña; que da y recibe; que sufre y muere…

8 de octubre de 2008

Capítulo VII: Los espíritus de la naturaleza

Felón llegó como un tifón al palacio, dejo su caballo y entró desbocado, sacudiendo golpes a todo lo que encontraba a su paso. En el suelo del salón se encontraba Damne, tendida sobre jirones de telas y muebles destrozados, él la miró torvamente, la trabó de un brazo y levantándola con virulencia la amenazó:

- ¡Dime ahora mismo como se usa el poder de este collar o verás de lo que soy capaz!
- Tú no eres capaz de nada, sólo de hacer daño.
- ¡Qué me lo digas, te digo!
- Ese collar no tiene ningún poder, no te servirá de nada.
- Entonces devuelve la vida a nuestra hija, tú se la quitaste y tú se la vas a devolver, aunque sea lo último que hagas.
- De acuerdo, será lo último que haga; te revelaré la forma de revivirla y me iré para siempre. Y lo haré por que te amo como tú nunca amarás –dijo melancólica la reina-. La única magia que puede existir es el milagro de la vida y éste viene de la naturaleza, de su esencia, de aquello que es necesario para nacer, crecer, procrear y morir. Por eso te daré una gota de mi sangre, que, en contacto con la suya, la vida le devolverá.

Él, sin entender el verdadero significado de sus palabras, acepto su sangre y salió igual que había entrado, aunque sin decir nada a su desposada.

Damne salió de las estancias de palacio y se perdió entre la fronda del bosque.

El rey regresó a la casa donde se encontraba Blancanieves lo más rápido que pudo. Se abrió paso entre la caterva de gente y mezcló la sagrada sangre con la de su amada. Al momento su cuerpo comenzó a moverse. Él sujetaba su mano cuando ella abrió los ojos; y mirándole dijo:

- ¿Qué ha ocurrido?
- Que has tenido un efímero viaje al más allá, pero ya has regresado.
- ¿Dónde esta el collar?
- El collar no tiene ningún poder, tu madre es la verdadera divinidad.
- ¡No puede ser, no! –gritó la princesa.


En palacio todos estaban confundidos, no sabían lo que estaba pasando y tenían miedo del futuro. Unos comentaban que la reina había dejado a su suerte al pueblo, otros que la había matado su pérfida familia para hacerse con el cetro; el caos era lo único que reinaba.

Algo no podía esperar a que esto se resolviese por si solo y decidió ir al bosque a buscar a su reina en la dirección que algunos decían que había tomado. Todo estaba oscuro, el denso dosel no dejaba pasar apenas los rayos del sol, los sonidos de los animales y del viento hacían del inhóspito lugar todo un misterio. De repente, un extraño ser unido a un árbol comenzó a hablarle:

- ¿Qué haces aquí?
- Busco a mi reina –dijo asustado el hosco-. ¿Quién eres tú?
- Yo soy Eurídice, driada de este árbol –declamó-. Tu reina ha vuelto al lugar al que pertenece como náyade que es, divinidad de ríos y fuentes, hecha de agua dulce como su madre, Aretusa, que se enamoró de un rey y abandonó este manantial.

Algo avanzó unos pasos y se apoyó en una fuente cercana para observar sus límpidas aguas.

7 de octubre de 2008

Capítulo VI: Inquina filicida

La reina seguía sumida en una ola de amargura. Despechada, no podía con la vida, tenía que hacer algo para que todo volviera a ser como antes. A Felón lo amaba con todas sus fuerzas, pero éste no la hacía caso, estaba también melancólico por la pérdida de su amada. Todo iba cayendo en un mar de desesperación y egoísmo, en palacio la vida había desaparecido y la muerte rondaba como hálito del viento.

Felón tenía en mente buscar a su hija, pero le retenía el pensamiento de su esposa llena de cólera mandando a numerosos esbirros a matar a todo traidor y enamorado; así que, resignado, mataba su tiempo en pecaminosos pensamientos.

La reina, al ver que no podría apagar la llama del amor prohibido nacido a despecho suyo, decidió acabar con la vida de su hija. No podía soportar que Blancanieves tuviera todo lo que ella deseaba. Mandó al caballero Algo, ascendido fulgurantemente en el escalafón de la corte por su lealtad y templanza, a buscar el paradero de su hija. Le proporcionó dinero, alimento, el mejor corcel del reino y la advertencia de que no volviera sin resultados. A los dos días volvió con la información requerida. Ella le dio un paquete cerrado y le dijo que se lo entregará en mano a su hija con el comentario de que el rey Felón se lo había hecho llegar para ella.

Una vez allí y obedecida la consigna de la reina, Blancanieves cogió el paquete y cerró la puerta, dejando a Algo apenado porque sabía que nada bueno podía pasar, siendo él cómplice y verdugo. Cogió la nota que figuraba en la tapa del misterioso paquete y leyó: “Te obsequio con este espejo para que tu belleza te de fuerzas y esperanzas”. En aquella casa no había espejo alguno, por lo que ese presente le haría muy feliz. Lo abrió y, de súbito, apareció un áspid que le mordió en el cuello causándola una muerte instantánea.

Cuando volvieron “Los Enanos” del trabajo ella yacía exánime en el suelo. Éstos se acercaron y comprobaron su estado. Al ver que estaba muerta, se asustaron, y pensaron que todos estaban en peligro. Cogieron su cuerpo, lo depositaron encima de una larga mesa y llamaron a todos los druidas, médicos y curanderos que conocían; si no se despertaba no sabrían como controlar el collar y la venganza contra ellos por guarecerla sería terrible.

Vinieron doctos seres de todos los confines del reino, así como alguno desde más allá de sus límites. Ninguno conseguía devolverla la vida: Sagaz lo intentó vertiendo en su boca un preparado de láudano, Giboso con un ritual y un ungüento de mandrágora, Bregado con su panacea mágica, así un largo etcétera. Finalmente, decidieron dar noticia de este hecho al rey para ver si conocía el misterio del collar o si podía encontrar alguna otra solución.

El rey llegó alarmado y enojado con todos. Vio a su amada, más lívida que nunca, yerta y con cárdenos labios; puso la cabeza de Blancanieves sobre su pecho y se hecho a llorar.

Los allí presentes le contaron lo de la magia del collar y el gran poder que contenía. Él, sin más dilación, arrancó de su cuello el collar, montó en su caballo y se fue al galope.

4 de octubre de 2008

Cause and effect ("Causa y efecto", Charles Bukowski)

the best often die by their own hand
just to get away,
and those left behind
can never quite understand
why anybody
would ever want to
get away
from
them

los mejores mueren a menudo por su propia mano
sólo por alejarse,
y aquellos que quedan atrás
nunca pueden entender cabalmente
porqué alguien
desearía
alejarse
de
ellos

El burro flautista


Esta fabulilla,
salga bien o mal,
me ha ocurrido ahora,
por casualidad.
Cerca de unos prados
que hay en mi lugar,
pasaba un borrico
por casualidad.
Una flauta en ellos
halló que un zagal
se dejó olvidada
por casualidad.
Acercase a olerla
el dicho animal,
y dio un resoplido
por casualidad.
En la flauta el aire
se hubo de colar
y sonó la flauta
por casualidad.
¡Oh!, dijo el borrico,
¡Que bien sé tocar!
¿Y dirán que es mala
la música asnal?
Sin reglas del arte
borriquitos hay
que una vez aciertan
por casualidad.

Capitulo V: Vida hogareña

Aquella noche “Los Enanos” trataron a Blancanieves como a una reina; posiblemente deslumbrados por su belleza obviaron pedir algo a cambio de su hospitalidad. La cedieron una cama y la prepararon una estupenda cena.

Al día siguiente olvidaron su inusitada honradez y la preguntaron por el comentario que hizo de que tenía algo que les podría interesar, advirtiéndola que si no les complacía tendría que abandonar la casa. Ella les mostró un collar de zafiros y dijo:

- Esto es una importante alhaja de mi madre, tiene un poder inmenso y mi propio padre me dio su potestad al colocármelo en el cuello el día de mi dieciséis cumpleaños, o sea ayer. Si me ayudáis a esperar escondida mi momento para usarlo os otorgaré un gran cargo como terratenientes de parte de mi futuro reino.
- Y no correremos peligro –dijo Feliz.
- No, ya os he dicho que esto tiene un gran poder, nada os pasará.
- ¿Y por qué hemos de creer que de verdad tiene ese poder que tú dices?, puede que sólo sean supercherías tuyas –refutó Alérgico, ya mejor de sus afecciones.
- ¡No, ella tiene razón! Yo siempre he escuchado esas leyendas –advirtió Sabio-. En tiempos de los reyes Sutil y Aretusa, abuelos de ella, la reina-diosa siempre lo llevaba en el cuello y sus poderes mágicos eran inconmensurables.
- Tu abuela era…, era… poesía –declamó Romántico, prendado de la belleza etérea de las ninfas.
- Bueno, entonces, ¿aceptamos el trato, chicos? –propuso Sabio.
- Trato hecho –dijeron al unísono.
- ¡Ah!, pero nosotros tenemos que trabajar en la mina y no podemos ocuparnos de las cosas de la casa, deberías hacerlo tú –comentó Gruñón.
- Bueno haré lo que pueda –dijo Blancanieves rezongando.
- A lo mejor también tienes que cuidar de Dormilón, que no puede trabajar debido a su embriaguez: con él corremos más peligro que otra cosa.
- No, de eso nada.
- Opye, monapda, yio sebrr…zzzzz
- Lo ves, no cuesta mucho cuidarle, se pasa la vida durmiéndola.

Los días pasaron tranquilos, cada uno ocupado en sus pensamientos y labores. “Los Enanos”, dedicados a esquilmar su yacimiento, no paraban de hacinar plata y más plata en bruto en un almacén contiguo a la casa. Sólo destinaban una mínima parte a sus necesidades y lujos, el resto lo guardaban avaramente, pudriendo sus almas y destruyendo el hábitat natural de esos antiguos parajes de la madre tierra.

Blancanieves, dispuesta a no defraudar la confianza de los pequeños moradores, había encontrado el almacén de la plata y escamoteaba un pellizco para pagar a un pequeño trasgo que habitaba cerca para que limpiara en su lugar aquella plateresca casa. Mientras, ella no dejaba de pensar en la manera de controlar aquel collar y poder usar su poder para destronar a su madre. Se irritaba: tanto cavilar y era imposible descubrir el misterio.

Una mañana Dormilón se levantó caliente y despotricó contra ella; así como acostumbraba, le gustaba decir la verdad, aunque las formas no eran las más apropiadas.

- Yop creo que tos vamos a cabar mu ma, somos impuros y túp es lams sórdida dep tos. ¡Ten cuidao, bruja!- Ella le ignoró.

3 de octubre de 2008

"Barras y estrellas", Peter Kuper


Capítulo IV: Dieciseisavo cumpleaños

Al día siguiente llegó el cumpleaños de la princesa Blancanieves. Todos en palacio estaban preparando una gran fiesta; el rey había contratado a una compañía circense que haría las delicias de todos, tan faltos de espectáculos. Las doncellas iban y venían con todo tipo de paramentos para la princesa, los músicos afinaban sus instrumentos, las sirvientas preparaban el ágape con todo su esmero, los cazadores traían suculentas piezas capturadas esa misma tarde, los cocineros calentaban ollas y sartenes,… todo era movimiento y fragor. Sólo había una persona a la que no le hacía gracia esa celebración: la reina Damne, que estaba totalmente desecha, tirada en un sitial de su alcoba. Se levantó y se aproximó a su espejo mágico, del cual no se sabía ni su nombre, ya que nadie había insistido tanto en saberlo como en saber otras cosas, y le preguntó:

- Espejito, espejito, ¿que pasará si no me deshago de ella, dará al traste con mi voluntad de ser amada?

El espejo ni se inmutó y ella no podía con la rabia que le producía su desidia.

- Habla o te juro que mañana no seguirás malgastando tu poder. Te condenaré para siempre al ostracismo en el mundo de las reflexiones y refracciones.
- Vale, vale. Sólo te diré que hagas lo que hagas estás perdida.
- No sabes lo que dices, pagarás tus insolencias.

Al mismo tiempo, la batahola de gente dispuesta a hacer de aquel día un día especial estaba recogiendo las mesas del jardín ya que estaba comenzando a llover con una gran fuerza. Todos los invitados entraban a tropel en el salón principal, donde improvisadamente se habían instalado todos los enseres. En este contexto el rey era llamado a presencia de su consorte. En la biblioteca ella le estaba esperando para comunicarle que Blancanieves tendría que abandonar el palacio si no quería que muriera en sus propias manos. Él no supo que decir, estaba claro que la reina tenía más carácter que él.

La reina llamó a uno de sus más leales vasallos, desertor de los Hoscos y criado en palacio, su nombre era Algo y quería a Blancanieves como a una hija. Se le encomendó la misión de escoltar a la princesa hasta los límites del territorio perteneciente al palacio, darla una manta y un “hasta nunca”. Él, fiel a su destino, lo hizo con una gran pena. Blancanieves no cambio ni por un momento su rictus altanero.

Estaba lloviendo y las condiciones del suelo eran propias de una ciénaga, pero ella ando y ando hasta encontrar una “señal” de humo que la hizo pensar que estaría cerca de una calurosa casa. Al llegar llamó a la puerta golpeando tres veces la aldaba con las pocas fuerzas que la quedaban. Dentro se oyó:

- ¿Quién va? –pronunció Gruñón, quien estaba haciendo guardia esa noche.
- Soy la princesa Blancanieves, he sido despojada de mi vida y busco un nuevo comienzo.
- ¿Y por qué deberíamos abrirte?
- Por que tengo algo que quizás deseéis tanto como yo.
- Bueno pasa, pero no te prometemos nada.

2 de octubre de 2008

Capítulo III: Amores platónicos

Mientras tanto, en el palacio la vida parecía un poco más triste sin nadie con la capacidad de ser feliz con lo que tiene. Todos, menos Blancanieves, parecían diez años más viejos, hasta la reina estaba de capa caída, posiblemente se arrepintiera de la decisión de echar a la alegría de la corte, pero ya no había solución. Además, algo parecía haber cambiado, su marido ya no la amaba como antes, “¿síntoma de desenamoramiento?”, pensaba ella mientras en su corazón se producía una sístole tan profunda que no podía respirar.

Sin embargo, ajena a toda la languidez de palacio, Blancanieves parecía tranquila, feliz, envarada,… por que la valía consigo misma para sentirse bien. Su belleza era lo más admirado debido al contraste con su entorno, todos la miraban y la deseaban a pesar de su juventud. Ella seguía igual de pisaverde, lechuguina y presumida como una flor; la diferencia era que ella era carnívora y entonces arrancarla no sería tan fácil. Además tenía la virtud de encandilar hasta al más astuto y apuesto príncipe; ya lo había hecho muchas veces y siempre acababan comiendo de su mano.

Desde hacia un tiempo el rey no paraba de interesarse por todo lo que su hija hacía o dejaba de hacer; incluso, cuando salía sola a dar una vuelta en su palafrén, la hacía seguir por uno de sus lacayos para saber en todo momento lo que ocupaban sus ojos.

Un día Felón y Blancanieves se encontraron en el zaguán y él la preguntó:
- ¿Qué es lo que más deseas?
- ¿Y tú? –rebatió ella.
- Para mi cumpleaños queda mucho, el tuyo es dentro de poco y algo habrá que te haga feliz.
- Me encantaría tener el collar de zafiros de mi madre.
- Tuyo será –prometió el rey.

Todos estos encuentros y pesquisas eran seguidos muy de cerca por la reina, la cual, además de una arraigada perspicacia herencia de su padre el rey Sutil, poseía un espejo mágico que todo lo veía y sabía, pero era tan vago que rara vez accedía a los designios de su ama. Un día intento por todos los medios que el indolente espejo, malgasto de energía y poder, le dejará ver lo que el rey estaba haciendo en ese preciso momento. El espejo salió de su letargo y ofreció la imagen in ictu oculi, aunque supuso un gran esfuerzo para él: el rey estaba paseando por el jardín, tan altivo como siempre, con su mejor traje. De repente vio a Blancanieves que pasaba por uno de los recodos del claustro que rodeaba el jardín; él comenzó a seguirla cuidándose de no ser visto. Ella se dirigía a su alcoba. Subió las escaleras, y él también. Entro en sus aposentos dejando la puerta entornada. El se detuvo junto a ella y por el resquicio entre la puerta y la jamba comenzó a observar de reojo. Ella estaba mirándose en su espejo, cogió un peine y comenzó a peinarse sus largos cabellos. A continuación dejo el peine y se quitó lentamente el vestido.

- ¡No, basta! –gritó plañidera la reina-. ¡No quiero ver más, esto es horrible, no puedo soportarlo!- Se dejo caer en el tálamo y siguió llorando desconsoladamente.

El espejo bostezó y se echo a dormir.