30 de enero de 2009

Baobab (Adansonia digitata)

A casi todo el mundo le suena el nombre de Baobab, quizás porque sea poso de obligadas lecturas escolares, como El Principito, ese libro tan poco infantil, o quizás porque en alguna revista, programa de televisión o incluso folleto turístico de safaris románticos se le haya retratado o hecho mención. En cualquier caso su figura nos acerca a África. Pero hablar de África no resulta fácil. Primero porque el idioma juega con connotaciones negativas en torno al adjetivo “africano”: ola de calor africana, o con referencias indirectas: trabajar y sudar como un negro, sin olvidar nuestra riqueza expresiva para describir a nuestros vecinos del Magreb. Segundo porque asociamos África a pobreza, guerra, hambre…, imagen promovida desde los medios de comunicación con el fin de remover conciencias, pero que a la larga se está mostrando como favorecedora de la indiferencia. Y tercero, por la imagen bucólica que el mundo occidental (blancos) guarda de la época colonial y de los viajes de exploración y aventura, propagada especialmente por el cine, como en Memorias de África, o a través de eventos deportivos como el Paris-Dakar.

Esta vez nos acercaremos al África Subsahariana por otro camino, el de su naturaleza, y el baobab será nuestro guía a lo largo y ancho del continente. Sorpresa, ¿no? A menudo las fotos que vemos del baobab son de la isla de Madagascar, donde este género arbóreo disfruta de mayor diversidad, pero Saint-Exupery no conoció los baobab de Madagascar, y tampoco lo hicieron “los Livingstone”, aventureros del siglo XIX. Por tanto hemos de olvidar momentáneamente esta foto:


Para hacernos a la idea de que nuestro querido baobab es más parecido a esto:


El baobab ‘Adansonia digitata’ mucho más discreto en su apariencia, seguramente no genere la admiración de la ‘Adansonia grandidieri’ de la primera foto, pero nos acerca bastante más al carácter real de ese mundo subsahariano de Senegal, Mauritania, Mali, Chad, Sudán… tan presente en la conversación de patera y cayuco. Así que para conocer algo sobre el inmigrante que cruza el semáforo a nuestro lado y sobre la tierra que añoran sus ojos, echémosle un ojo al Baobab.

Baobab o Árbol del pan del mono es un árbol de la familia de las bombáceas, familia que incluye otros árboles archiconocidos como la ceiba y el madera de balsa, que sin embargo pocos sabrían ubicar en un mapamundi. El baobab africano tiene copa ancha y abierta, que a menudo servía de reunión para toda la aldea; hojas palmeadas muy ricas en proteínas y minerales, utilizadas con fines medicinales y nutritivos (en vez de sopas de ajo, sopas de hojas de baobab), y aprovechadas cuando caen en la estación seca para alimentar al ganado; tronco de madera esponjosa que absorbe el agua durante las lluvias para garantizar su supervivencia en la estación seca; almacén de 100.000 litros de agua que hincha esos troncos característicos de más 10 metros de diámetro, agujereado como granero, establo, cárcel, parada de autobús...; flores blancas, perfumadas y colgantes, que se abren durante la noche para que las fecunden los murciélagos; fruto parecido a un melón pequeño y peludo, con muchas semillas (baobab en árabe es “bu hibab”: “fruto con muchas semillas”), de las que se extrae aceite o que tostadas sustituyen al café; corteza fibrosa, con la que se confeccionan cuerdas, que se regenera como la del alcornoque; savia con la que se fabrica papel; raíces que se comen como si fueran espárragos; polen mojado como pegamento… Se obtiene tanto de él que es lógico que se considere árbol sagrado, contribuyendo a ello su longevidad de varios milenios. Su apariencia extraña lo ha hecho acreedor de numerosas leyendas africanas, y los exploradores lo consideraban un árbol al revés debido a que las ramas superiores, durante la estación de verano, se asemejan a raíces. Es emblema en Senegal y Madagascar, y en Sudáfrica el premio equivalente a nuestros Príncipe de Asturias es la Orden del Baobab. También resulta fetiche literario como ha quedado reflejado anteriormente, pero esta vez no haré eco de esta obra, sino de la de otro francés: Rene Ferriot, cuya descripción de estos árboles abarca también la de la tierra en que habita:

Los baobabs son árboles vagamente extraños, obscenos, llenos de una enfermedad de espesor, elefantitis fálica. Tormentosos, fijados en sus gestos cortos, sus ramas de fuegos artificiales no iluminan nada más que el abismo de sus troncos cavernosos, donde la fibra se anuda sobre una sequedad terrible, una prodigiosa dureza que fabrica la savia con nada, con una gota de vapor sin existencia. Los baobabs son en la sabana un pretexto, una presencia insólita en un paisaje austero.

Describiendo la presencia del baobab, define sin querer su tierra y su gente. Un África recorrida a lo largo del trópico de cáncer por un sol obsceno, que refleja esa sequedad en los ojos de sus paisanos. Gente atormentada por un futuro corto mientras sueñan con fuegos artificiales europeos. Extraños fuera de su aldea, arrojados primero a una sabana de prodigiosa dureza y luego al abismo del Atlántico, mar con elefantitis, fijado en su capacidad de hacer naufragar las siluetas austeras que se anudan al cayuco. La savia de África se evapora en el Sáhara y se diluye camino de las Canarias, el Estrecho… mientras los países del norte, y no precisamente los mediterráneos (España, Portugal e Italia), siendo los principales responsables de los desmadres derivados del colonialismo, se lavan las manos y adoctrinan sobre las políticas de inmigración, vetan o indultan a dictadores en la ONU, encubren sus intereses promoviendo guerras civiles…

Quizás el baobab que los ingleses veían enfermo, con sus raíces en el aire y sus ramas en el suelo, resulte el reflejo de la enfermedad de los de arriba. El Norte, raíz aérea de todos los conflictos, que chupa los minerales en la estación propicia, y que en tiempos duros, en los que las hojas caen por su propio peso, sigue gastando la savia del continente negro, de su gente, hasta que el tronco inagotable del baobab… se agote.




Jaime Gaona

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