Salté como un resorte de mi silla y me abalancé sobre él. Gracias a la torpeza que le conferían sus más de cien kilos de peso logré desequilibrarle, y una vez yació en el suelo lo inmovilicé boca abajo. Muchos de los presentes intentaban detenerme constantemente, pero yo me había crecido. Me zafé de todos aquellos seres diminutos sin bacilar y alcancé el cuchillo de la mantequilla, asiéndolo con decisión. Descubrí las pantorrillas de “mi problema” y comencé a hacer incisiones en su gemelo izquierdo. Mi víctima gritaba como un puerco, pero yo no sentía nada; su sangre, oscura y espesa, brotaba de los tejidos corroídos por mi mano, pero tampoco tenía ninguna importancia; únicamente gozaba de la sensación que me producía cortar aquella carne blanca y fofa, de la vibración que los numerosos dientecillos del cuchillo catapultaban hacia mi mano al separar su piel rugosa y áspera. En aquellos momentos me pregunté si sentiría el poeta lo mismo al desvirgar una hoja en blanco que yo al rajar aquel blanco gemelo.
Kóbol
16 de enero de 2009
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