20 de enero de 2009

El botón del gran poder

Estaba leyendo El gran cambiazo de Roald Dahl cuando entró ella. Venía de la calle, y decía que hacía frío. Se quitó el sujetador, para estar más cómoda, de esa manera tan femenina, es decir, “complicada”, de quitarlo: primero soltó el enganche, luego sacó uno de los tirantes por una manga y, finalmente, el otro, con todo él, por la otra. Me apercibí de que se trataba del negro que tanto me gusta. Es curioso como influyen los colores: con ropa interior blanca da sensación de candorosa, y sin embargo, con ropa interior negra desprende fuego, misterio, peligrosidad… e incluso pasión –aunque el rojo tenga mayor relación, a mí no me agrada–; dentro de este maniqueísmo dilecto existe un amplio espectro de colores y composiciones de diversa expresión. Tras dejarlo allí tirado sin intención, fallada, de provocar, se dirigió a prepararse un té a la cocina; cómo si no la conociera. Dejé la libido arrumbada, curiosamente sin mucho esfuerzo, quizá porque el instinto me inducía a seguir enfrascado en la historia consignada. Al rato empecé a declinar en mi interés literario y levante la cabeza. Parecía como si hubiera notado la presencia de mi intropía, de aquella alma sin la cual no existiría; ya que allí estaba ella, apoyada en el radiador, con un pocillo entre las manos, con los labios de pez soplando y ahuyentando el vaho. “Qué bonita es”, me dije, sin disimular mi admiración hipnótica. Ella se dio cuenta y me sondeó. La dije que era el ser más bonito de la Creación. Sonrió con ingenuidad y los violines de mi mente empezaron a sonar a la par en una majestuosa obertura. Es pura inspiración, muy por encima de una musa; es etérea, trascendental, y a la vez vital. Mi compañera de vida… y de muerte.

No dejábamos de mirarnos –sus ojos hablan mejor que cualquier boca–. Estaba perdiendo la cabeza cuando me salvó sin esperarlo; no quería que nos quemásemos a lo bonzo por separado. Dejó la taza en el suelo y se acercó lentamente, sin dejar de lado mis cristalinos, quitándose la camiseta de un subyugante movimiento (parecido a un estiramiento mañanero pero sin sueño y con ropa por medio); mis constantes vitales o no respondían o no las sentía. Se inclinó levemente y unimos nuestros labios y lenguas en una amalgama de ambrosías. Deslicé mis manos dibujando su figura, su ser, con la minuciosidad de un escultor, aunque la obra, la mayor obra de arte de la historia, la componíamos los dos... [...]

La cogí del suelo, como si acabara de desmayarse, y en brazos la llevé a la habitación. La acosté en la cama y me tumbé a su lado lateralmente, con la cabeza apoyada en la mano, mirando aquel milagro, aquel ángel que había bajado de los cielos porque allí arriba se aburría… Dea ex machina

Al cabo de un rato, arrobado por su belleza, me di cuenta, como por ensalmo, de que el botón del gran poder no estaba donde yo creía…


Anónimo

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