16 de enero de 2009

La mentirijilla

El sábado pasado fui con mi chica a cenar a un elegante restaurante; ya sabéis, una cena romántica. Después de que tomaran nota, ella se fue al baño, y yo aproveché para echarme un cigarrillo en la calle. Entonces unos chavales demasiado inteligentes, diría yo, me tiraron un globo de agua que fue a parar a la zona del paquete. Tiré el cigarro cabreado y busque con los ojos como una lechuza a esos “bien nacidos”; no los encontré, claro, a pesar de escuchar sus risas alejándose. Entré resignado al restaurante, esperando que la gente estuviera enfrascada en sus cosas, y el que no, que al menos hubiera promocionado segundo de infantil. Sin embargo la gente empezó a cuchichear y reírse entre dientes. Ante esto noté cómo el rubor subía hasta mis mejillas. No podía evitar sentirme avergonzado, así que para liberarme dije en voz alta: “Sí, me he meado, señores”. Las personas allí reunidas se quedaron congeladas; yo me reuní con mi alma complementaria –mucho mejor que una gemela– y comenzamos a desternillarnos de risa.

Anónimo

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