16 de octubre de 2008

Una vida y pico

Amanezco tumbao en el suelo del baño. La cabeza en la parte trasera del bidé. Los pies descalzos… Siento las baldosas en los huesos; se abrigan conmigo. Les privo de tal comodidad: me levanto con gran esfuerzo, tengo el cuerpo molido, y la cabeza batida. Miro en derredor: el baño del terror. Limpio la bañera, llena de potas nauseabundas; los azulejos, llenos de gapos y restos de sangrías; mi cara, llena de “laca” –no me importa mojar la ropa y alrededores–.

Me sitúo en el exterior; el resto del piso está igual, incluso peor: hay restos humanos desperdigados por distintas habitaciones. Me asomo a la cocina, busco a Miqui… Bah, ya no me acordaba, se le acabo ayer el material. Me vuelvo a casa.

Espero tumbado en la cama a que el sueño me libere, pero no lo hace. Estoy ansioso, no puedo soportar la sensación de que me falta algo. Es como si no existiera… Como si todo mi ser fuera opio en una vida vegetativa. Un autómata dirigido por ella (la droga); sin embargo esto no lo pienso cuando estoy picao o preso del síndrome de abstinencia. Cuando siento que me invade y me domina, me eleva y me sustenta en un mar de salmuera, y finalmente me deposita con cariño en la cama, colocao y feliz, no pienso en la mierda que hay que comer para disfrutar de un simple picotazo. Lo que conocemos por vida no me llena, la heroína sí…

Me cago de más…

Cuando levanto el culo del váter compruebo mi obra… Un cerote magnífico. “Qué sano estoy”.

Ya no lo aguanto más, necesito respirar… Me voy en busca del camello, ese administrador del servicio público clave en nuestro equilibrio físico y espiritual. Al principio no encuentro a nadie que tenga algo de lo que necesito, lo más que me ofrecen son pastillas de mierda, inútiles. Es como si le das un caramelo a un muerto de hambre. Pringaos… De repente veo a Yoni –nunca he visto a un cuervo que se pique tanto y mantenga a raya su negocio; de ahí le viene el mote–. Le abordo con ardor pero manteniendo la calma, no quiero parecer un lameculos. Pasa las cápsulas de heroína a mil y las papelinas a mil doscientas. Es mucho, teniendo en cuenta que esos 50 o 60 miligramos respectivamente sólo me dan para un chute. Pero esta vez no tiene más que morfina en polvo, dice que la cosa esta chunga… Me extraña. Le pillo dos a mitad de precio con insistencia. Vuelvo expectante a casa.

Saco las herramientas: algodón, cuchara, aguja hipodérmica y cinturón. Me siento en el borde de la cama, junto a la cómoda. Deposito cuidadosamente el polvo en la cuchara, le doy lumbre. Poco a poco los cristalitos se van disolviendo… Filtro la solución con el algodón –prefiero ser precavido, no me fío de las sustancias que hayan podido utilizar para cortarlo o del alcanfor; soy un finolis–. Finalmente lleno la jeringa. Prendo fuerte el cinturón al brazo para hacer salir de su escondrijo a las venas; cada vez son más listas. Encajo mis mandíbulas en el cuero… Inyecto y salgo…

Oh…, Nirvana…, has vuelto…

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