8 de octubre de 2008

Capítulo VII: Los espíritus de la naturaleza

Felón llegó como un tifón al palacio, dejo su caballo y entró desbocado, sacudiendo golpes a todo lo que encontraba a su paso. En el suelo del salón se encontraba Damne, tendida sobre jirones de telas y muebles destrozados, él la miró torvamente, la trabó de un brazo y levantándola con virulencia la amenazó:

- ¡Dime ahora mismo como se usa el poder de este collar o verás de lo que soy capaz!
- Tú no eres capaz de nada, sólo de hacer daño.
- ¡Qué me lo digas, te digo!
- Ese collar no tiene ningún poder, no te servirá de nada.
- Entonces devuelve la vida a nuestra hija, tú se la quitaste y tú se la vas a devolver, aunque sea lo último que hagas.
- De acuerdo, será lo último que haga; te revelaré la forma de revivirla y me iré para siempre. Y lo haré por que te amo como tú nunca amarás –dijo melancólica la reina-. La única magia que puede existir es el milagro de la vida y éste viene de la naturaleza, de su esencia, de aquello que es necesario para nacer, crecer, procrear y morir. Por eso te daré una gota de mi sangre, que, en contacto con la suya, la vida le devolverá.

Él, sin entender el verdadero significado de sus palabras, acepto su sangre y salió igual que había entrado, aunque sin decir nada a su desposada.

Damne salió de las estancias de palacio y se perdió entre la fronda del bosque.

El rey regresó a la casa donde se encontraba Blancanieves lo más rápido que pudo. Se abrió paso entre la caterva de gente y mezcló la sagrada sangre con la de su amada. Al momento su cuerpo comenzó a moverse. Él sujetaba su mano cuando ella abrió los ojos; y mirándole dijo:

- ¿Qué ha ocurrido?
- Que has tenido un efímero viaje al más allá, pero ya has regresado.
- ¿Dónde esta el collar?
- El collar no tiene ningún poder, tu madre es la verdadera divinidad.
- ¡No puede ser, no! –gritó la princesa.


En palacio todos estaban confundidos, no sabían lo que estaba pasando y tenían miedo del futuro. Unos comentaban que la reina había dejado a su suerte al pueblo, otros que la había matado su pérfida familia para hacerse con el cetro; el caos era lo único que reinaba.

Algo no podía esperar a que esto se resolviese por si solo y decidió ir al bosque a buscar a su reina en la dirección que algunos decían que había tomado. Todo estaba oscuro, el denso dosel no dejaba pasar apenas los rayos del sol, los sonidos de los animales y del viento hacían del inhóspito lugar todo un misterio. De repente, un extraño ser unido a un árbol comenzó a hablarle:

- ¿Qué haces aquí?
- Busco a mi reina –dijo asustado el hosco-. ¿Quién eres tú?
- Yo soy Eurídice, driada de este árbol –declamó-. Tu reina ha vuelto al lugar al que pertenece como náyade que es, divinidad de ríos y fuentes, hecha de agua dulce como su madre, Aretusa, que se enamoró de un rey y abandonó este manantial.

Algo avanzó unos pasos y se apoyó en una fuente cercana para observar sus límpidas aguas.

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