En 1930 vivía en Queens, cerca del East River; allí, en la ciudad de los rascacielos. Estaba bien aquel barrio, al menos como yo lo recuerdo. Tenía muchos amigos; nos pasábamos la vida jugando, peleando o escamoteando frutas y bebidas con alguna añagaza divertida. Disfrutaba mucho viendo bailar charleston y a veces me aventuraba con algún amigo bailón a echar unos pasos desacompasados, era genial… Soñábamos con ir a Brooklyn de frac y bastón soltando improperios y metiéndonos en mil líos, como Buster Keaton o Charlie Chaplin. Éramos la cuadrilla “of the edge”.
Un buen día estábamos jugando al escóndete que te ando en la zona vieja; había edificios enteros vacíos y otros muchos por vaciar, ya que la zona estaba siendo desalojada a pasos agigantados. Nosotros aprovechábamos para jugar. Teníamos nuestros límites, pero, aun así, abarcábamos varios bloques: éramos muchos y el juego se desarrollaba por equipos. Yo me zafé de todos, quería jugar mis propias cartas. Encontré una vivienda a medio embalar: todo estaba tirado por aquí y por allá, pocos muebles y alguna que otra caja de mudanza. Decidí que un pequeño aparador era el mejor sitio para cobijarme, así que me agazapé dentro. Al principio la oscuridad me impacientaba, pero poco a poco me fui acostumbrando; es relajante cuando estás solo con tus pensamientos. Tras breves conatos de ideas, empecé a pensar en el brillante futuro que me esperaba como croupier compinchado o como gentleman inglés. Después, los colores de las fichas y las faldas me transportaron a un bucólico lugar: todo verde y hermoso, con nervios de agua y árboles frutales… Entre el follaje me pareció ver unos ojos entornados, que al parpadear expresaron una leve risa; sin más dilación, fui en busca del misterio... Nunca la encontré. Salí del mueble despreocupado, reparado… El aire me daba en la cara, y mis pies se encontraban en la cumbre de un enorme alcor, en medio de lo que parecía un estercolero; olía muy mal, los rayos del último sol del día se filtraban entre las nubes. El arrebol desaparecería bajo el bruno enjambre de “tumbas”…
Un buen día estábamos jugando al escóndete que te ando en la zona vieja; había edificios enteros vacíos y otros muchos por vaciar, ya que la zona estaba siendo desalojada a pasos agigantados. Nosotros aprovechábamos para jugar. Teníamos nuestros límites, pero, aun así, abarcábamos varios bloques: éramos muchos y el juego se desarrollaba por equipos. Yo me zafé de todos, quería jugar mis propias cartas. Encontré una vivienda a medio embalar: todo estaba tirado por aquí y por allá, pocos muebles y alguna que otra caja de mudanza. Decidí que un pequeño aparador era el mejor sitio para cobijarme, así que me agazapé dentro. Al principio la oscuridad me impacientaba, pero poco a poco me fui acostumbrando; es relajante cuando estás solo con tus pensamientos. Tras breves conatos de ideas, empecé a pensar en el brillante futuro que me esperaba como croupier compinchado o como gentleman inglés. Después, los colores de las fichas y las faldas me transportaron a un bucólico lugar: todo verde y hermoso, con nervios de agua y árboles frutales… Entre el follaje me pareció ver unos ojos entornados, que al parpadear expresaron una leve risa; sin más dilación, fui en busca del misterio... Nunca la encontré. Salí del mueble despreocupado, reparado… El aire me daba en la cara, y mis pies se encontraban en la cumbre de un enorme alcor, en medio de lo que parecía un estercolero; olía muy mal, los rayos del último sol del día se filtraban entre las nubes. El arrebol desaparecería bajo el bruno enjambre de “tumbas”…
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