3 de octubre de 2008

Capítulo IV: Dieciseisavo cumpleaños

Al día siguiente llegó el cumpleaños de la princesa Blancanieves. Todos en palacio estaban preparando una gran fiesta; el rey había contratado a una compañía circense que haría las delicias de todos, tan faltos de espectáculos. Las doncellas iban y venían con todo tipo de paramentos para la princesa, los músicos afinaban sus instrumentos, las sirvientas preparaban el ágape con todo su esmero, los cazadores traían suculentas piezas capturadas esa misma tarde, los cocineros calentaban ollas y sartenes,… todo era movimiento y fragor. Sólo había una persona a la que no le hacía gracia esa celebración: la reina Damne, que estaba totalmente desecha, tirada en un sitial de su alcoba. Se levantó y se aproximó a su espejo mágico, del cual no se sabía ni su nombre, ya que nadie había insistido tanto en saberlo como en saber otras cosas, y le preguntó:

- Espejito, espejito, ¿que pasará si no me deshago de ella, dará al traste con mi voluntad de ser amada?

El espejo ni se inmutó y ella no podía con la rabia que le producía su desidia.

- Habla o te juro que mañana no seguirás malgastando tu poder. Te condenaré para siempre al ostracismo en el mundo de las reflexiones y refracciones.
- Vale, vale. Sólo te diré que hagas lo que hagas estás perdida.
- No sabes lo que dices, pagarás tus insolencias.

Al mismo tiempo, la batahola de gente dispuesta a hacer de aquel día un día especial estaba recogiendo las mesas del jardín ya que estaba comenzando a llover con una gran fuerza. Todos los invitados entraban a tropel en el salón principal, donde improvisadamente se habían instalado todos los enseres. En este contexto el rey era llamado a presencia de su consorte. En la biblioteca ella le estaba esperando para comunicarle que Blancanieves tendría que abandonar el palacio si no quería que muriera en sus propias manos. Él no supo que decir, estaba claro que la reina tenía más carácter que él.

La reina llamó a uno de sus más leales vasallos, desertor de los Hoscos y criado en palacio, su nombre era Algo y quería a Blancanieves como a una hija. Se le encomendó la misión de escoltar a la princesa hasta los límites del territorio perteneciente al palacio, darla una manta y un “hasta nunca”. Él, fiel a su destino, lo hizo con una gran pena. Blancanieves no cambio ni por un momento su rictus altanero.

Estaba lloviendo y las condiciones del suelo eran propias de una ciénaga, pero ella ando y ando hasta encontrar una “señal” de humo que la hizo pensar que estaría cerca de una calurosa casa. Al llegar llamó a la puerta golpeando tres veces la aldaba con las pocas fuerzas que la quedaban. Dentro se oyó:

- ¿Quién va? –pronunció Gruñón, quien estaba haciendo guardia esa noche.
- Soy la princesa Blancanieves, he sido despojada de mi vida y busco un nuevo comienzo.
- ¿Y por qué deberíamos abrirte?
- Por que tengo algo que quizás deseéis tanto como yo.
- Bueno pasa, pero no te prometemos nada.

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