2 de octubre de 2008

Capítulo III: Amores platónicos

Mientras tanto, en el palacio la vida parecía un poco más triste sin nadie con la capacidad de ser feliz con lo que tiene. Todos, menos Blancanieves, parecían diez años más viejos, hasta la reina estaba de capa caída, posiblemente se arrepintiera de la decisión de echar a la alegría de la corte, pero ya no había solución. Además, algo parecía haber cambiado, su marido ya no la amaba como antes, “¿síntoma de desenamoramiento?”, pensaba ella mientras en su corazón se producía una sístole tan profunda que no podía respirar.

Sin embargo, ajena a toda la languidez de palacio, Blancanieves parecía tranquila, feliz, envarada,… por que la valía consigo misma para sentirse bien. Su belleza era lo más admirado debido al contraste con su entorno, todos la miraban y la deseaban a pesar de su juventud. Ella seguía igual de pisaverde, lechuguina y presumida como una flor; la diferencia era que ella era carnívora y entonces arrancarla no sería tan fácil. Además tenía la virtud de encandilar hasta al más astuto y apuesto príncipe; ya lo había hecho muchas veces y siempre acababan comiendo de su mano.

Desde hacia un tiempo el rey no paraba de interesarse por todo lo que su hija hacía o dejaba de hacer; incluso, cuando salía sola a dar una vuelta en su palafrén, la hacía seguir por uno de sus lacayos para saber en todo momento lo que ocupaban sus ojos.

Un día Felón y Blancanieves se encontraron en el zaguán y él la preguntó:
- ¿Qué es lo que más deseas?
- ¿Y tú? –rebatió ella.
- Para mi cumpleaños queda mucho, el tuyo es dentro de poco y algo habrá que te haga feliz.
- Me encantaría tener el collar de zafiros de mi madre.
- Tuyo será –prometió el rey.

Todos estos encuentros y pesquisas eran seguidos muy de cerca por la reina, la cual, además de una arraigada perspicacia herencia de su padre el rey Sutil, poseía un espejo mágico que todo lo veía y sabía, pero era tan vago que rara vez accedía a los designios de su ama. Un día intento por todos los medios que el indolente espejo, malgasto de energía y poder, le dejará ver lo que el rey estaba haciendo en ese preciso momento. El espejo salió de su letargo y ofreció la imagen in ictu oculi, aunque supuso un gran esfuerzo para él: el rey estaba paseando por el jardín, tan altivo como siempre, con su mejor traje. De repente vio a Blancanieves que pasaba por uno de los recodos del claustro que rodeaba el jardín; él comenzó a seguirla cuidándose de no ser visto. Ella se dirigía a su alcoba. Subió las escaleras, y él también. Entro en sus aposentos dejando la puerta entornada. El se detuvo junto a ella y por el resquicio entre la puerta y la jamba comenzó a observar de reojo. Ella estaba mirándose en su espejo, cogió un peine y comenzó a peinarse sus largos cabellos. A continuación dejo el peine y se quitó lentamente el vestido.

- ¡No, basta! –gritó plañidera la reina-. ¡No quiero ver más, esto es horrible, no puedo soportarlo!- Se dejo caer en el tálamo y siguió llorando desconsoladamente.

El espejo bostezó y se echo a dormir.

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