2 de febrero de 2009

Luceros de bondad

Cuando entró en el mismo ascensor tan sólo la saludé, sin poder trabar su mirada. Sabía que sus ojos eran increíbles, y con ellos, su alma –no hace falta que recuerde una de mis frases hechas favoritas–. No sabía que decirla ni que hacer para tomar contacto con esa magia desbordante, que, como un ignes fatui del más allá, notaba a su alrededor e invadía el aire que respirábamos. Sin más, reaccioné, muy elocuentemente, por cierto, y lo conseguí… Durante unos segundos –quizá llegó al minuto–, ya fuera del artefacto humano, pude zambullirme en sus luceros y flotar y flotar en su mar de probidad y sal. La ablución me sentó genial; lo que falló fue el declive posterior que me depositó en la realidad… Realmente es una chica especial. Apenas la conozco y sin embargo ya sé que tiene algo que casi nadie tiene. Puede que no tenga una exactitud total, aunque lo contemplo como certero, pero la fisionología aplicada –término quizá empleado con poco acierto en el presente “ensayo”, en razón de “ciencia” que practico asiduamente– es uno de mis canales de discernimiento social; y a tenor de ello debo decir que esta chica cumple todos los cánones de bondad establecidos en mi conciencia. Si fuera poeta escribiría un poema, y no esta mísera expresión escrita, que comparada con mi experiencia es una birria; qué pena no poder decirlo con palabras hermosas, de beldad proporcional… Tan sólo diré que su luz traía la mejor estación fría, aquella que no afecta emocionalmente al soñador, la de niña con bufanda de punto y ojos de hoja de arce otoñal.


Anónimo

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