3 de febrero de 2009

Energía psíquica subconsciente

Había salido a la calle pensando en lo bien que el cielo envuelve a la Tierra, sin dejar ningún aspecto sin colorear en el horizonte, introducidos todos nosotros en esta cápsula de éter en la que vivimos rodeados de colores, de olores, de sensaciones.

Caminaba por la vereda a la par del río, días de aislamiento me habían dejado un poco aturdido y desconcertado. Mis oídos habían dejado de estar inmiscuidos en ruidos abstrayentes procedentes del tocadiscos-tarta para escuchar el ruido de la naturaleza, la música del fluir del río, constante y en paz.

Extraños espectros, tal vez personas, se cruzaban en mi camino; “lo sé, debería afeitarme más a menudo”, me disculpaba bajando la mirada. La irrealidad estaba metida en mí sin saber distinguir ficción y verdad. Vagaba por la hierba, miraba a mi alrededor con extrañeza, toda la realidad era un lienzo perfectamente trazado y combinado: el verde de los jardines, los edificios perfectamente perfilados, las personas estratégicamente colocadas, los rayos de luz golpeando mi introspectiva palidez, y para completarlo, el azul celeste envolviéndonos y ocultándonos lo que había detrás.

Seguí merodeando sin rumbo fijo, pero andar y andar cada vez tenía menos sentido, así que me agaché, fui a gatas unos metros, y finalmente me tumbé. Rodeado de musgo sería un caracol más, que llevaría una vida tranquila, babeando, arrastrándome y fornicando con otros caracoles. Así que me relajé y me dormí. Y en mi letargo pude llegar a una gran verdad: en realidad somos el sueño de un gigantesco animal.


Islandés en el caos

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