19 de octubre de 2010

El fin del camino IV

Las campanas seguían con su cadencia mientras el latido de mi corazón se descontrolaba. ¿Qué estaba ocurriendo? Sentía una fuerza muy superior a mí. Era como si flotara sobre un denso pavor que atenazaba mi mente… Las siete campanadas cesaron; dejaron un zumbido retumbante y mis pasos se pusieron solos camino de la puerta… Estaba frente a ella, temblando, cuando detuve mis impulsos. Pero éstos fueron más fuertes y agarré con una fuerza inusitada el pomo, para después girarlo muy lentamente… Fue como si la puerta se abriera sola. Frente a mí se recortaba una figura amorfa pero reconociblemente humana. La intensa luz de la mañana no dejaba estudiar sus facciones o formas; pero no hizo falta, se identificó como el recepcionista, y con su voz se descubrió: era el mesonero. “Se me olvidó darle la llave del baño. Tome, y disculpe las molestias”. Aquello no tenía sentido: eran las siete de la mañana y su comportamiento distaba mucho del de ayer… Cerré la puerta sin pedir explicaciones. Una sensación indescifrable me embargaba, no sabía qué pensar… Todo quedó en suspenso durante un instante. Súbitamente una idea chisporroteó en mi cabeza: había que abrir el baño. No me daba cuenta, ¡esto fue lo que le ocurrió a Antonio! Exactamente lo mismo. Y después…, la redacción concluía. Giré mi cuerpo sobre sí mismo y acerté a encajar la llave en la cerradura del baño. Las cartas estaban sobre la mesa y me echaba un farol de valor… Entonces abrí la última puerta… Imaginé sangre sobre los blancos azulejos. Imaginé un cuerpo descuartizado en la bañera. Imaginé algo escrito en el espejo… Pero no vi nada, a parte de un baño igual de cutre que la habitación… Y así acabó todo. Sigo solo dentro de este relato de terror.

Recogí mis cosas, guardé el diario en el canapé y me fui lo más rápido que pude, evitando ser visto por nadie, especialmente por aquel tipo al que adeudaba una noche de espanto en su alojamiento. Había decidido olvidarlo todo, y por tanto, no tenía intención de revivirlo en ninguna recepción o comisaría. Debía irme y no volver jamás.

Antes de irme, y sin saber por qué, subí al promontorio de Finisterra. Encontré una valla abierta, y un sendero que conducía a una pequeña instalación eléctrica; preferí atravesar la maleza hasta unas grandes rocas. Me senté en lo más alto. Observé la mañana. Respiré profundamente. Y cambié mi nombre por el de él.

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