30 de septiembre de 2008

Capítulo II: Argentada embriaguez

Al día siguiente “Los Enanos” tuvieron que pensar qué hacer con sus vidas y para decidirlo se reunieron en círculo, en cuyo centro se colocó Sabio para dirigir la discusión.

- Yo creo ¡achus! que tenemos que pe-¡aaaaachus!-dir disculpas a la reina, así nos dejará volver -dijo Alérgico, el cual estaba sufriendo mucho por culpa del polen y los animales del campo.
- ¡No fastidies! Nosotros no somos unos cobardes, además ahora podremos empezar una nueva vida, libres de las garras del opresor y… –decía Romántico cuando Sabio le interrumpió.
- A ver chicos, yo creo que debemos subsistir por nosotros mismos. Para ello debemos buscar un medio de producción que nos dé para henchir el buche todos los días, ¿alguna idea?
- Es es ¡hip!-osible, estbosque es de as driadas e os es-¡hip!-ritus animaes, no poderemos romper su equlibio –dijo Dormilón totalmente beodo.
- ¡Calla borracho, no sabes lo que dices! –le repuso Gruñón-. ¿Y tú qué piensas Feliz?
- A mi me da igual, ¡los pájaros son tan bonitos!
- Eres lo más cursi que existe, ¡que asco! –volvió a gruñir.

Durante todas las opiniones Tímido no paraba de moverse y contraer el rostro, parecía que algo le dolía pero no se atrevía a quejarse. Entonces Sabio le dijo:

- Oye, Tímido, ¿qué te pasa?, no paras quieto.
- Es que me duele mucho el…, eh, no sé como decirlo, em…
- El esternón –dijo Alérgico.
- No, el…
- El corazón –dijo Romántico.
- El… ¡jobar!, lo que hay abajo.
- ¡Dilo ya! –refunfuño Gruñón.
- Lo que sirve para sentarse, ¡leches!
- La ¡sip!-lla –dijo Dormilón medio dormido.
- ¡El culo, joder! –concluyó Sabio después de dejar que continuara el improvisado juego hasta que su paciencia colmó. Su carácter brotó furibundo como lo que estaba a punto de…
- ¿Y por qué te duele? –preguntó Feliz.
- Es que creo que hay algo puntiagudo aquí, no sé lo que es.
- Veámoslo –resolvió Sabio.

Todos se levantaron menos Dormilón, que estaba grogui, y rodearon a Tímido. Éste, al darse cuenta de que no iban a ver que tal estaba, se levantó también. Sabio recogió del suelo una roca argentada, se colocó su monóculo para observarla minuciosamente y con mucha calma comentó:

- Chicos, muy probablemente hayamos encontrado una mina de plata. Somos ricos.
- ¡Hurra! –gritaron todos.- Y comenzaron a danzar al son de la música de Feliz.

Durante los siguientes meses se dedicaron a organizar la explotación del yacimiento. Pidieron permiso para proyectar una mina al aire libre. Se lo concedieron, eso sí, gracias a una serie de carambolas burocráticas, efectuadas por su buen amigo funcionario Taimado, que nada tenían que envidiar a las famosas piruetas enanas. Se compraron una lujosa casa y, así, comenzaron una nueva vida.

Adonis y Afrodita

Camino a casa, tranquilo y rápido. Es de noche. Calles conocidas, bancos vacíos; coches, pocas gentes. En el umbral de la acera se recorta una figura. Femenina. El corazón no late. Ahora sí. Pasa como una exhalación. O no, más bien soy yo el exhalado. Un segundo y parecen horas. Se ralentiza el tiempo. Clava su mirada posesa de poder. Le arde el cuerpo, el cabello, la ropa; el aura incandescente. Ojos de sierpe en los míos. Luceros de placer. La lujuria me invade un instante eterno. ¡Por que hace eso! Bamboleándose escotada; pecaminosa y procaz. ¿Intenta seducir?, no, intenta matar… ¿Será “asesina” de día?, no creo; es cazadora nocturna. La luna observa... Connivencia divina. A hurtadillas entre las sombras para materializarse mortalmente se desliza, tentando al mismísimo diablo. Debería reprocharle mi excitación. “Cárguemelo a su cuenta, por favor”. “Cheque al portador del corazón; o, mejor dicho, del miocardió”... Mandíbulas fijas, ígneos ojos, pechos turgentes… Te comería costillas, malar y tarso; tus huesos percuten mi razón. Muerto en la parálisis temporal, detengo los pasos, giro el cuerpo y me encaro aceptando el duelo. Le espeto:

- ¿Qué crees que estas haciendo?
- ¿Cuál?
- Por qué matas; o una visión o muy cruel eres.
- No sé…-Su fingido candor me arrastra…
- ¿Me deseas? Yo a ti sí. Ven, acércate.

Despierto del ensueño. Llego al fin. ¡Por qué no le he dicho nada, ahora "sería mía"!…

Olvido, y vuelvo a mi vida llamada Perséfone.


Adonis

29 de septiembre de 2008

Capítulo I: Idílica vida en el palacio

Érase una vez un bucólico lugar, reino y estancia de innumerables seres que vivían en armonía y felicidad. Se trataba de Simonía, un país sencillo ubicado en un vasto bosque radiado por enésimos caminos que unían cada una de sus casas. En el centro, punto cero de la red de calzadas, sobre una gran colina, se erigía un suntuoso palacio propiedad de los reyes, absolutistas, aunque benévolos para con sus compatriotas, Felón y Damne. Poseían una gran belleza, como muertos embalsamados, perfectos, pero vacíos debido a su condición humana.

Éstos habían tenido tan sólo una hija, Blancanieves, de una belleza especial: piel de nácar, justificación de su nombre, cabellos de azabache, ojos de obsidiana y alma de diosa; todo ello, junto a su picardía e inteligencia, hacían de ella, a sus 15 años, una arpía capaz de superar a su análoga mitológica, secuestrando la razón de quien pretendiese. Su exagerado narcisismo evidenciaba el poder que era capaz de hacinar en sus entrañas y en las de su futuro reino, pero todavía le quedaban años y años para heredar el trono.

En palacio trabajaban un gran número de criados: sirvientas, doncellas, cocineros, músicos, mancebos, guardia real, cazadores, recolectores, floricultores, ayos y bufones. Éstos últimos eran los que más animaban las fiestas y los ratos libres de toda la corte, se pasaban el día danzando y riendo, conseguían arrancar una sonrisa hasta el más hosco de los Hoscos, pueblo que buscaba la secesión debido a su talante huraño. Los bufones eran siete: Sabio, Dormilón, Tímido, Feliz, Gruñón, Alérgico y Romántico, designados así por Augura, la bruja que profesaba en el registro civil como nombradora, ya que poseía la virtud de leer el espíritu de la gente y captar la característica más singular de cada uno.

Un día se estaba celebrando en el palacio un gran festín; estaban invitados todos los representantes de cada casa. Había todo tipo de manjares y divertimentos; todo lo que se pudiera desear, ya que el mago Taumaturgo sacaba de su sombrero hasta lo más inimaginable.
De repente, el heraldo anunció el espectáculo bufón y comenzaron a salir “Los Enanos” ataviados con vestimentas de otras culturas; la estentórea risa dio paso a una salva de aplausos que avivó los improvisados movimientos de los artistas: piruetas por aquí, cabriolas por allá; disparatados golpes, extrañas muecas y mucho más... En la creación de una pirámide humana, acompañada por la harmónica de Feliz, el pináculo lo ocuparía Dormilón, pero la melopea que llevaba hizo que su equilibrio se esfumara, provocando su caída desde lo más alto. El golpe que sufrió fue terrible y, al no estar previsto, no le hizo ninguna gracia; pero la reina no paraba de desternillarse. Este hecho hizo que se enfureciera y su vehemencia, unido a su etilismo, provocó que escupiese un satírico discurso contra ella. Según iba aumentando su ardor, sus palabras se iban convirtiendo en una cruel diatriba propia de su lengua viperina; todo señalaba que estaba harto de hacer de payaso y esclavo.

Su desinhibición hizo que los “agraciados” hermanos acabaran esa noche durmiendo en la calle. Mientras los demás se lamentaban, Dormilón no paraba de cantar, satisfecho de no tener que seguir con aquella vida de cómico:

- ¡Los bogachos en el cemente…-¡hip!-…guió, jue-gan al mus! ¡Ay Mari Lus apaga lus, que yo no puedo vivig con tanta lus!…


D.C.O.

27 de septiembre de 2008

El gusano de seda y la araña

Trabajando un gusano su capullo,
la araña, que tejía a toda prisa,
de esta suerte le habló con falsa risa,
muy propia de su orgullo:
“¿Qué dice de mi tela el señor gusano?,
esta mañana la empecé temprano,
y ya estará acabada al mediodía”.
“Mire qué sutil es, mire que bella…”
El gusano con sorna respondía:
“Usted tiene razón: así sale ella”.

El corazón delator ("Narraciones Extraordinarias", Edgar Allan Poe)

¡Créanlo! Yo soy muy nervioso, excesivamente nervioso: siempre lo he sido. Pero, ¿por qué se empeñan ustedes en que estoy loco? La enfermedad ha dado mayor agudeza a mis sentidos: no los ha destruido ni embotado. Entre todos sobresale, sin embargo, el oído como superior en firmeza: yo he oído todas las cosas del cielo y de la tierra y no pocas del infierno: ¿Cómo, pues, he de estar loco? ¡Escúchenme y vean con cuánta alma y cordura relato a ustedes toda mi historia!

No puedo explicar cómo cruzó por mi mente la idea por primera vez; pero desde que la concebí, no cesó de perseguirme noche y día. Puedo asegurar que era independiente de mi voluntad. Yo quería al pobre viejo que no me había hecho mal alguno; jamás me había ofendido: yo no codiciaba su oro… ¡Ah! ¡Esto sí! Uno de sus ojos parecía de buitre; un ojo de color azul apagado y con una catarata. Cada vez que aquel ojo se fijaba en mí, la sangre se me helaba; así fue como gradualmente se me metió en la cabeza matar a aquel viejo, y de este modo librarme para siempre de aquella insoportable mirada.

He aquí, pues, la dificultad. ¿Me creen ustedes loco? Pues bien: los locos no saben dar razón de nada; ¡pero si me hubieran visto ustedes! ¡Si hubieran observado con qué sagacidad me conduje! ¡Con qué precaución y qué previsora y disimuladamente ejecuté todas las noches mi empresa! Nunca estuve tan amable con el viejo como durante la semana que precedió al asesinato. Todas las noches, hacia las doce, descorría el pestillo de su puerta y abría, ¡oh, tan suavemente! Y cuando había entrabierto lo necesario para que cupiese mi cabeza, introducía una linterna sorda, herméticamente cerrada, sin dejar que asomase un solo rayo de luz; después metía la cabeza, ¡cómo se hubieran reído ustedes al ver cuán diestramente metía la cabeza! La movía lentamente, muy lentamente, para no interrumpir el sueño del viejo. Una hora solía emplear, por lo menos, en introducir la cabeza por la abertura, hasta ver al viejo acostado en su cama. ¿Un loco podría haber sido, acaso, tan prudente? Y cuando había metido toda la cabeza, abría ya la linterna con precaución, ¡oh, con qué precaución, porque rechinaba el gozne! Abría estrictamente lo necesario para que un rayo imperceptible de luz cayese sobre el ojo de buitre. Hice esto durante siete interminables noches, a las doce en punto; mas como siempre encontrase el ojo cerrado, no pude realizar mi propósito; porque no era el viejo mi constante pesadilla, sino su maldito ojo. Cada mañana, no bien amanecía, entraba yo resueltamente en su cuarto y le hablaba con desparpajo, llamándolo cariñosamente por su nombre. Muy sagaz había de ser el viejo para que pudiera presumir que cada noche, a medianoche, lo espiaba durante el sueño.

A la octava noche extremé las precauciones para abrir la puerta. El horario de un reloj marcha con mayor velocidad que la de mi mano al moverse. Hasta aquella noche no había yo experimentado todo el alcance de mis facultades y de mi sagacidad. Apenas podía contener sin exteriorizarlo el gozo que me causa el triunfo. ¡Pensar que estaba abriendo paco a poco la puerta, y que él no soñaba siquiera mis propósitos! Esta idea me arrancó una ligera exclamación de júbilo que él oyó sin duda, porque se revolvió de pronto en la cama, como si despertase. ¿Creerán ustedes, quizá, que me retiré? ¡Pues no! La habitación estaba tan negra como la pez, según eran de espesas las tinieblas, porque las ventanas estaban herméticamente cerradas por temor a los ladrones. Así, pues, en la seguridad de que él no podría ver la abertura de la puerta, continué abriéndola más y más.

Ya había introducido la cabeza y comenzaba a abrir la linterna, cuando ocurrió que mi pulgar resbaló sobre el cierre de hojalata, y el viejo se incorporó en la cama, gritando.
- ¿Quién está ahí?
Permanecí completamente inmóvil y sin articular una sílaba. Por espacio de una hora no moví ni un músculo, y aunque presté oído, no pude oír que se volviera a acostar. Permanecía incorporado y en acecho lo mismo que yo había hecho noches enteras escuchando las pisadas de las arañas en la pared.

De pronto oí un débil gemido y supe que su origen era un terror mortal: no era un gemido de dolor o de disgusto, ¡oh, no! Era el ruido sordo y ahogado de un alma sobrecogida de espanto. Este ruido me era familiar; bastantes noches, a la medianoche en punto, mientras el mundo entero dormía, se había escapado de mi propio pecho, aumentando con su terrible eco los terrores que me asaltaban. Digo, pues, que me era bien conocido aquel ruido. Yo sabía lo que el viejo estaba sufriendo, y tenía compasión de él, aunque mi corazón estaba alegre. Sabía que estaba despierto desde que, al oír el primer ruido, se había incorporado en su lecho, y que había tratado de convencerme de que su terror no tenía fundamento, pero no lo había logrado. Se había dicho a sí mismo: “¡Es el viento que suena en la chimenea, o un ratón que corre por el entarimado!” Sí, había querido recobrar el valor con semejante suposición, pero en vano; en vano, porque la muerte que se aproximaba había pasado por delante de él, envolviendo a su víctima con su fatídica sombra. La influencia de aquella sombra fúnebre era la que le hacía adivinar, aunque nada había visto ni oído, la presencia de mi cabeza en su habitación.

Esperé bastante tiempo, y con gran paciencia, sin oír que volviera a acostarse, y me decidí entonces a entreabrir un poco la linterna, pero tan poco, tan poco, que no podía ser menos. La abrí, pues, tan suavemente, con tanta precaución que sería imposible imaginarlo, hasta que al fin un rayo de luz, pálido y tenue como un hilo de araña, penetró por la abertura y fue a dar en el ojo de buitre.

Estaba abierto, completamente abierto; yo apenas lo miré; la cólera me cegó. Lo vi clara y distintamente por entero, de un azul desvanecido, y velado por una tela horrible que me helo hasta la médula de los huesos; mas no me fue posible ver ni la cara ni el cuerpo del viejo, pues había dirigido la luz, como por instinto, precisamente al lugar aborrecido.

Empero, ¿no dije a ustedes que lo que toman por locura no es sino un refinamiento de los sentidos? Pues bien, he aquí que oí un ruido sordo, apagado y frecuente, parecido al que haría un reloj envuelto en algodón, y lo reconocí sin dificultad: era el latido del corazón del viejo. Al escucharlo creció mi furor, como el valor del soldado se aumenta con el redoblé de los tambores.

Me contuve, sin embargo, y permanecí inmóvil y respirando apenas. Procuré sostener fija la linterna y el rayo de luz en dirección al ojo. Al mismo tiempo, el latir infernal del corazón era cada vez más fuerte y más precipitado y, sobre todo, más sonoro. El terror del viejo debía de ser inmenso: “Estos latidos –dije yo para mí– son cada momento más fuertes.” ¿Me entienden bien? Ya les he dicho que soy nervioso: por lo tanto, aquel ruido tan extraño, en mitad de la noche y del medroso silencio que reinaba en aquella vieja casa, me producía un temor irresistible. Aún pude, sin embargo, contenerme durante algunos minutos; pero los latidos iban siendo cada vez más fuertes. Pensaba que el corazón iba a estallar, y he aquí que una nueva angustia se apoderó de mí: aquel ruido podía ser oído por algún vecino. La hora suprema del viejo había llegado. Di un alarido, abrí de pronto la linterna y me arrojé sobre él. El viejo no profirió un solo grito. En un instante, lo eché sobre el entarimado y cargué sobre su cuerpo todo el peso aplastador de la cama. Entonces sonreí satisfecho al ver tan adelantada mi obra. Durante algunos minutos siguió aún latiendo el corazón con un sonido apagado; pero esto ya no me atormentó como antes, porque el ruido no podía oírse a través del muro. Por fin, cesó el ruido: el viejo había expirado. Levanté la cama y examiné el cuerpo: estaba rígido e inerte. Le puse la mano sobre el corazón y la mantuve así durante muchos minutos: ningún latido: estaba rígido e inerte. El ojo maldito no podía atormentarme más.

Si persisten en creerme loco, tal creencia se desvanecerá cuando diga los ingeniosos medios que empleé para esconder el cadáver. La noche avanzaba, y yo trabajaba de prisa y silenciosamente. Primero le corté la cabeza, después los brazos, y por último las piernas. Luego separé tres tablas del entarimado y oculté debajo aquellos restos, volviendo a colocar las tablas tan hábil y diestramente que ningún ojo humano –¡ni el suyo!– hubiera podido descubrir ningún indicio sospechoso. No había nada delatador: ni una mancha, ni un rastro de sangre: había tomado todo género de precauciones y había puesto una cubeta para que recibiera toda la sangre.

Terminaba esta tarea cuando sonaron las cuatro; todo estaba tan oscuro como a medianoche. No se había aún extinguido el eco de las campanadas cuando sentí que llamaban a la puerta de la calle. Bajé a abrir con el corazón tranquilo, porque, ¿qué tenía yo que temer? Entraron tres hombres que se me presentaron como agentes de policía. Un vecino había oído un grito durante la noche, y, en previsión de alguna desgracia, lo había puesto en conocimiento de la oficina de policía, la cual envió a aquellos señores para reconocer el lugar de donde había salido el grito.

Yo me sonreí, porque, ¿qué tenía que temer? Saludé a los agentes y les dije que el grito lo había dado yo en sueños. “El viejo –añadí– está de viaje.” Conduje a mis visitantes por toda la casa, y les invité a que lo registrasen minuciosamente todo. Por último, los llevé a su habitación y les enseñé sus tesoros en perfecto orden y seguridad. Era tan completa mi confianza que llevé sillas a la habitación y supliqué a los agentes que se sentaran, mientras que yo, con la audacia de mi triunfo, coloqué mi propio asiento sobre el lugar donde estaba escondido el cuerpo de la víctima.

Los policías estaban satisfechos: mi tranquilidad había desvanecido toda sospecha. Yo me sentía por completo sereno. Se sentaron, pues, y conversamos familiarmente. Mas, al cabo de un corto tiempo, me sentí palidecer y empecé a desear que se marcharan. Experimenté un fuerte dolor de cabeza y me parecía que me zumbaban los oídos; pero los agentes permanecían sentados y hablando. El zumbido comenzó a ser más perceptible, y poco después más claro aún; yo animé entonces la conversación y hablé cuanto pude para destruir aquella tenaz sensación; el ruido continuó, sin embargo, hasta ser tan claro y distinto que comprendía que no partía de mis oídos.

Sin duda, entonces debí de palidecer; pero seguí hablando con mayor rapidez, alzando más la voz. El ruido seguía, no obstante, en aumento, ¿y qué podía yo hacer? Era un ruido sordo, apagado, frecuente, parecido al que haría un reloj envuelto en algodón. Yo respiraba apenas; los agentes no oían nada todavía. Precipité aún más las conversaciones y hablé con mayor vehemencia; pero el ruido aumentaba sin cesar. Me levanté y disputé sobre futilezas en alta voz y gesticulando como un energúmeno; pero el ruido crecía, siendo cada vez mayor. ¿Por qué no se iba? Recorrí el entarimado con grandes y ruidosos pasos, como exasperado por las objeciones que los agentes me hacían; pero el ruido crecía, crecía por grados. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía yo hacer? Rabié, pateé y juré, arrastré mi silla y golpeé con ella el entarimado; pero el ruido lo dominaba todo y crecía indefinidamente. ¡Más fuerte, más fuerte aún! ¡Siempre más fuerte! Y los agentes continuaban hablando, y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Dios todo poderoso, no, no! ¡Seguramente lo oían! ¡Conocedores de todo, de burlaban de mi espanto! Así lo creí entonces y todavía lo cero. Cualquier cosa hubiera sido más soportable que esa burla. No podía tolerar por más tiempo aquellas hipócritas sonrisas, y, entre tanto, el ruido, ¿lo oyen?, escuchen, ¡más alto, más alto! ¡Siempre más alto, siempre más alto!
- ¡Miserables! –grité–. ¡No finjan ustedes más, yo lo confieso! ¡Arranquen esas tablas! ¡Ahí está, ahí está! ¡Es el latido de su horrible corazón!