21 de diciembre de 2009

80

(Mujeres, Charles Bukowski)

Continuamos bebiendo. Cecilia tomó sólo una más y paró.

- Quiero salir a contemplar la luna y las estrellas –dijo–. ¡Es todo tan hermoso ahí fuera!

- Está bien, Cecilia.

Salió junto a la piscina y se sentó en una silla de mimbre.

- Ahora sé por qué murió Bill –dije–. Murió desamparado, hambriento. Esta tipa no se enrolla para nada.

- Ella dijo algo parecido de ti durante la cena, cuando estabas en el lavabo –dijo Valerie–. Dijo: “Oh, los poemas de Hank están tan llenos de pasión, pero como persona no llega a tanto”.

- Dios y yo no siempre elegimos el mismo caballo.

- ¿Ya te la has jodido? –me preguntó Bobby.

- No.

- ¿Cómo era Keesing?

- Estupendo. Pero me pregunto cómo pudo aguantar con ella. Quizás la codeína y las píldoras ayudasen. Tal vez era como una especie de superenfermera para él.

- Qué se joda –dijo Bobby–, vamos a beber.

- Sí. Si tuviese que elegir entre beber y joder, creo que dejaría de joder.

- El joder causa problemas –dijo Valerie.

- Cuando mi mujer está fuera jodiéndose a algún otro, yo me pongo mi pijama, me echo las colchas encima y me pongo a dormir –dijo Bobby.

- Es un tío frío –dijo Valerie.

- Ninguno de nosotros sabe bien cómo usar del sexo, qué hacer con él –dije yo–. Para la mayoría de la gente el sexo es sólo un juguete, para echarlo a correr.

- ¿Qué hay del amor?

- El amor está bien para aquellos que pueden soportar una sobrecarga psíquica. Es como tratar de llevar sobre tus espaldas un cubo lleno de basura a través de una enorme riada de orina.

- ¡Oh, no es tan malo!

- El amor es una forma de prejuicio. Tengo muchos otros prejuicios.

Valerie se acercó a la ventana.

- La gente está de juerga, tirándose en pelotas a la piscina, y ella está ahí sentada contemplando la luna.

- Su hombre acaba de morir –dijo Bobby–, dale un respiro.

Cogí mi botella y me fui al dormitorio. Me quité los calzones y me eché en la cama. Nada estaba en armonía. La gente sólo abrazaba a ciegas lo que se le pusiese delante: comunismo, comida natural, zen, surfing, ballet, hipnotismo, terapia de grupo, orgías, paseos en bicicleta, hierbas, catolicismo, adelgazamiento, viajes, psicodelia, vegetarianismo, la India, pintar, escribir, esculpir, componer, conducir, yoga, copular, apostar, beber, andar por ahí, yogurt helado, Beethoven, Bach, Buda, Cristo, jugo de zanahorias, suicidio, trajes hechos a mano, viajes en jet, Nueva York, y de repente todo ello se evaporaba y se perdía. La gente tenía que encontrar cosas que hacer mientras esperaba la muerte. Supongo que estaba bien poder elegir.

Yo hice mi elección. Cogí la botella de vodka y me pegué un buen trago. Los rusos conocían el tema.

Se abrió la puerta y entró Cecilia. Tenía buena pinta con su cuerpo compacto. La mayoría de las mujeres americanas eran o bien muy delgadas o elefantiásicas. Si les dabas fuerte, algo se les rompía y se convertían en neuróticas y sus hombres en deportistas o alcohólicos y obsesos por los coches. Los noruegos, los islandeses, los finlandeses sabían cómo debía estar construida una mujer: amplia y sólida, con un gran trasero, grandes caderas, grandes flancos blancos, grandes cabezas, grandes bocas, grandes tetas, mucho pelo, grandes ojos, grandes agujeros de nariz, y abajo en el centro, lo bastante grande y lo bastante pequeño.

- Hola, Cecilia, ven a la cama.

- Se está muy bien ahí fuera por la noche.

- Supongo que sí. Ven a decirme hola.

Entró en el baño. Apagué la luz del dormitorio.

Salió pasado un rato. Sentí subir a la cama. Estaba oscuro, pero algo de luz pasaba a través de las cortinas. Cogí la botella, se la pasé. Tomó un pequeño sorbo, luego me la devolvió. Estábamos sentados, apoyados con las almohadas en la cabecera. Nuestros muslos estaban pegados.

- Hank, la luz era como una tenue pincelada. Pero las estrellas eran brillantes y hermosas. Te hace pensar, ¿no crees?

- Sí.

- Algunas de esas estrellas llevan muertas millones de años luz y todavía podemos verlas.

Me acerqué a ella y atraje su cabeza. Su boca se abrió. Estaba húmeda y fresca.

- Cecilia, vamos a joder.

- No quiero.

En cierto modo yo tampoco quería. Creo que lo había dicho por eso.

- ¿No quieres? ¿Entonces por qué besas así?

- Creo que la gente debe esperar a conocerse.

- Algunas veces no hace falta mucho tiempo.

- No quiero hacerlo.

Salté de la cama, me puse mis calzones y llamé a la puerta de Bobby y Valerie.

- ¿Qué pasa? –preguntó Bobby.

- No quiere joder conmigo.

- ¿Y qué?

- Vamos a nadar un poco.

- Es tarde. La piscina está cerrada.

- ¿Cerrada? Hay agua, ¿no?

- Me refiero a que están apagadas las luces.

- Me parece bien, ella no quiere joder conmigo.

- No tienes traje de baño.

- Tengo mis calzones.

- Muy bien, espera un momento…

Bobby y Valerie salieron con unos bonitos trajes de baño perfectamente ajustados. Bobby me pasó un porro de colombiana y yo le di una calada.

- ¿Qué pasa con Cecilia?

- Química cristiana.

Fuimos a la piscina. Era verdad, las luces estaban apagadas. Bobby y Valerie se tiraron juntos a la piscina. Yo me senté al borde, con las piernas metidas, bebiendo a morro de la botella de vodka.

Bobby y Valerie salieron juntos a la superficie. Bobby se vino nadando hasta el borde de la piscina. Tiró de uno de mis tobillos.

- ¡Vamos, so mierda! ¡Muestra tus cojones! ¡ÉCHATE!

Tomé otro trago de vodka, luego dejé la botella. No me tiré. Entré con cuidado poco a poco. Luego me solté. Era extraña la sensación del agua a oscuras. Me sumergí lentamente hacia el fondo. Medía uno noventa y pesaba más de cien kilos. Esperé a tocar el fondo y entonces subir dándome impulso. ¿Dónde estaba el fondo? Allí estaba, y a mí apenas me quedaba oxígeno. Me impulsé. Subí lentamente. Finalmente rompí la superficie.

- ¡Qué se mueran todas las putas que me han tenido entre sus piernas! –grité.

Se abrió una puerta y un hombre salió corriendo de un apartamento de la planta baja. Era el administrador.

- ¡Hey, no se permite nadar a estas horas de la noche! ¡Las luces de la piscina están apagadas!

Nadé hasta donde él estaba, llegué al borde de la piscina y le miré.

- Oye, mamón, me bebo dos barriles de cerveza diarios y soy luchador profesional. Soy por naturaleza un ser amable, ¡pero pienso nadar a estas horas y quiero esas luces ENCENDIDAS! ¡AHORA! ¡Sólo te lo voy a decir una vez!

Me alejé nadando.

Las luces se encendieron. La piscina se iluminó brillantemente. Era mágico. Me acerqué hasta donde estaba el vodka, lo agarré y tomé un buen trago. La botella estaba ya casi vacía. Miré hacia abajo y vi a Valerie y Bobby nadando en círculos entre sí bajo el agua. Eran buenos haciendo esas cosas, ligeros y ágiles. Qué raro que todo el mundo fuera más joven que yo.

Acabamos con la piscina. Me dirigí a la puerta del administrador con mis calzones mojados y llamé. Abrió la puerta. Me gustaba.

- Eh, colega, ya puedes quitar las luces. He acabado de nadar. Eres un buen tipo, hombre, un buen tipo.

Regresamos al apartamento.

- Tómate una copa con nosotros –dijo Bobby–, sé que estás algo jodido.

Entré y me tomé dos.

Valerie dijo:

- ¡Mira, Hank, tú y tus mujeres! No puedes jodértelas a todas, ¿lo sabes?

- ¡Victoria o muerte!

- Duérmela, Hank.

- Buenas noches, chicos, y gracias…

Volví al dormitorio. Cecilia estaba tumbada boca arriba y estaba roncando, “Gzzz, gzzz, ggzzz”…

Me pareció gorda. Me quité los calzones húmedos, subí a la cama y le sacudí el hombro.

- Cecilia, ¡estás RONCANDO!

- Oooh, oooh… lo siento.

- Está bien, Cecilia. Es igual que si estuviésemos casados. Ya te cogeré por la mañana cuando esté más fresco.

81

Un ruido me despertó. Todavía no había mucha luz. Cecilia estaba de pie, vistiéndose.

Miré mi reloj.

- Son las cinco de la mañana. ¿Qué estás haciendo?

- Quiero ver salir el sol. ¡Adoro las salidas de sol!

- Se nota que no bebes.

- Volveré. Desayunaremos juntos.

- No he sido capaz de tomar un desayuno durante cuarenta años.

- Voy a ver el amanecer, Hank.

Encontré una botella de cerveza sin abrir. Estaba caliente. La abrí y me la bebí. Luego me dormí.

A las 10:30 de la mañana, alguien llamó a la puerta.

- Adelante.

Eran Bobby, Valerie y Cecilia.

- Acabamos de desayunar –dijo Bobby.

- Ahora Cecilia quiere ir a dar un paseo por la playa con los pies descalzos –dijo Valerie.

- Nunca había visto el Océano Pacífico, Hank. ¡Es tan bonito!

- Me vestiré…

Caminamos por la playa. Cecilia parecía feliz. Cuando las olas llegaban hasta sus pies gritaba.

- Seguid vosotros –les dije–, yo voy a buscar un bar.

- Voy contigo –dijo Bobby.

- Yo vigilaré a Cecilia –dijo Valerie…

Encontramos un bar cercano. Había sólo dos sitios vacíos. Nos sentamos. Bobby tenía a su lado un hombre. Yo, una mujer. Pedimos nuestras bebidas.

La mujer que estaba junto a mí tendría unos 26 o 27 años. Algo la había desgastado, sus ojos y boca perecían cansados, pero a pesar de ello mantenía una expresión firme. Su pelo era oscuro y bien peinado. Llevaba una falda y tenía buenas piernas. Su alma era puro topacio y podías verlo en sus ojos. Pegué mi pierna a la suya. Ella no la apartó. Acabé mi bebida.

- Invítame a una copa –le dije.

Ella llamó al camarero.

- Un vodka-7 para el caballero –le dijo.

- Gracias…

- Babette.

- Gracias, Babette. Me llamo Henry Chinaski, escritor alcohólico.

- Nunca he oído hablar de ti.

- Lo mismo da.

- Tengo una tienda junto a la playa. Joyas y baratijas. Sobre todo baratijas y porquerías.

- En eso nos parecemos. Yo escribo muchas porquerías.

- ¿Si eres tan mal escritor, por qué no lo dejas?

- Necesito comida, refugio y ropa. Invítame a otra copa.

Babette hizo un gesto al camarero y recibí una nueva copa. Apretamos juntas nuestras piernas.

- Soy una rata –le dije–, estoy estreñido y no se me levanta.

- No sé nada de tus intestinos, pero eres una rata y sí se te levanta.

- ¿Cuál es tu número de teléfono?

Babette buscó una pluma dentro de su bolso.

Entonces entraron Cecilia y Valerie.

- Oh –dijo Valerie–, aquí están estos cabritos. Te lo dije. ¡En el bar más cercano!

Babette se deslizó de su asiento. Salió por la puerta. La vi a través de la luna. Se alejaba por la acera y tenía todo un cuerpo. Era elástico y esbelto. Resbalaba contra el viento. Luego desapareció.

1 de noviembre de 2009

-Muerto en vida- (15ª Entrega)

Viernes, 27 de octubre de 1995, Santiago de Compostela (1ªparte)

Hoy es el día –tiene que ser hoy-. Estoy harto ya de seguir una pista extraña, como si persiguiera a una sombra, o a un fantasma, mejor: sombra suena a alucinación y de momento loco no estoy, aunque podría; debo tener un espíritu fuerte.

Esta noche he vuelto a soñar, o más bien, he vuelto a acordarme de los sueños. No ha regresado el martirio onírico repetitivo de cuando estaba dentro de un ectoplasma expulsa fluidos, alegoría, creo yo, de toda la mierda que tengo dentro. No. Esta vez ha sido peor. He soñado conmigo mismo, por duplicado, y mi imposibilidad de destrucción –suena a superhéroe, pero no, más bien superjodido, diría yo-. Bueno, este es mi corto mental surrealista:

Entraba en un bar, era diferente, pero tenía la conciencia de que era el Tuto; me apoyaba en la barra, pedía algo y entablaba conversación con diversa gente. Me sentía joven y jovial, como si fuera otro, o quizá yo mismo, pero en otro tiempo. Al rato vislumbro a un tipo sombrío que está al final de la barra, tiene el abrigo y el sombrero puesto, me acerco a él, y le pregunto algo –no sé el que-, me contesta hoscamente, pero sigo insistiendo; él hace caso omiso a mi porfía y a mi presencia. De repente eleva el rostro y lo vuelve hacia mí: era yo mismo, aunque desvirtuado, desmejorado –cómo supongo seré ahora, cuando estoy borracho al menos-. Pero me quedo impertérrito –no sé por qué no me asusto-, y sigo sondeándole inútilmente. Entonces él –o yo, o cómo sea- comienza a despotricar contra mí, echándome en cara mil pestes, soltando injurias con cada espumarajo. Yo sigo impávido, sin mostrarme ofendido ni nada. Vuelvo a mi sitio y comienzo ha analizar a aquel tipo –sin percatarme de que somos iguales-. De súbito en mi cabeza empiezan a aflorar críticas encendidas como palomas echan a volar cuando cruzas una plaza mayor en época. En una rápida mutación, esas críticas, que parecen nacer de un conocimiento minucioso, e incluso real, del tipo sometido a estudio, es decir, yo, se convierten en insultos, calumnias y esputos lingüísticos, que cada vez se alzan en mí con mayor ira. Entro en cólera, el furor no me deja respirar; lo que ocasiona que todo comience a desmoronarse –la imagen es similar a una fotografía antigua quemándose lentamente-, las formas se contornean, todo se desfigura, los cuerpos comienzan a derretirse, todo desaparece poco a poco en una amalgama de formas imperfectas, abstractas, y colores difusos, desvaídos. La nada. Lo siguiente que se ve es el vacío –negro en este caso-. Pero, aparte de ello, hay algo más. Claro que hay algo más. Yo. Yo en un estado de privación sensorial en que sólo mi cerebro da señales de vida; o quizá solo ella, mi mente, mi psique, flotando; o… una voz que resuena con fuerza. No puedo precisar el qué, pero hay algo que recita: “no podrás morir, no podrás escapar”, y sigue: “no podrás huir de una vida cíclica y abominable”. Estas frases se repiten una y otra vez, una y otra vez… –no entiendo cómo no me han despertado; madrugando el día, me ha encontrado casi al revés en la cama, y las capas de fino blancor desperdigadas por la habitación-.

Una vez despierto, las recuerdo, las susodichas frases, y no puedo olvidarme.

Suelo interpretar mis sueños, y, aunque éste es sencillo, no lo destriparé ni descifraré; a nadie le gusta mirarse por dentro y descubrir un estercolero.

Salgo de la cama, me introduzco en el baño -estoy totalmente desnudo; no sé por qué-, me miro en el espejo. Ahí estás, ¿eh? Sombra de mi mismo, miasma encarnada, astuta suplantación. ¿Cómo te atreves a robarme la vida?

Vuelvo en mí. Siento miedo al observar objetivamente. No quiero perder la cabeza. Me doy cuenta de que sólo es mi propia imagen reflejada en un espejo –suerte que la raja que luce me ha arrancado de la fantasía, si no hubieran sido mis nudillos los que también la lucirían-. Me lavo la cara, mi cara. Me vuelvo a mirar. Observo detenidamente. Hay que ver lo dejado que soy, debería afeitarme un día de éstos.

No sé si ha sido mi “maravilloso” sueño, pero ni pizca de resaca: hoy no saco mis pastillas a pasear, espero que me perdonen.

He de coger ánimo, aguzar mis sentidos y matar el caso de una vez: una copita me vendrá bien –pa´calmar los rescoldos del sueño-.

Camino al mueblebar, descubro una carta junto a la puerta, parece certificada -grave negligencia de quien la haya traído-: llamaría sin obtener respuesta hasta optar por lo más fácil. Veamos… Joder, de la comisaría. ¿Qué querrán? Me lo puedo suponer… Me citan a la 13.30. Ya veré si voy, lo primero es lo primero.

Asomo mi mirada por la vieja ventana del despacho, con mi “copita”. La calle refleja la amargura de no saber qué se supone que hacemos aquí, convictos de una vida prosaica, sin sueños ni memoria; sombras descarriadas, destinos perdidos por nosotros mismos: Casas Reales, vieja y olvidada, y sin embargo llena de vida. No debería dejar que los matices me engañen. Sólo es oscura, como un lienzo de William Turner en el que al fondo aparece la luz que llegará. Aun así, nunca un bourbon me supo tan amargo. De nuevo las palabras malditas vuelven a repiquetear en mi cabeza…

Desayuno metílico y no salgo de mi morada sin antes haber cogido todo lo necesario para esta jornada -incluidas las hermanas Christine y Léa Papin*1, así como mi querida y valiosa LOMO LC-A*2, la cual no suelo exponer a peligros, pero la necesidad de pruebas me obliga-, y apercibirme de la hora en la que me muevo: las 12.33.

Piso la calle, acaba de empezar a llover. Mejor dicho arrecia, pero no subo a por el paraguas; prefiero mojarme, no vendrá mal. La cabina más cercana me espera. Descuelgo, la doy de comer –no sé qué me ha dado “ahora” con el animismo- y marco…

- ¿Sí?

- ¿María?

- Sí, soy yo.

- Soy Charly, necesito hablar contigo urgentemente.

- Me acabo de levantar, no he ido a clase y no quiero salir de casa.

- ¿Quiere decir eso que me acerque?

- Sí, si quieres hablar en persona.

- De acuerdo, hasta ahora.

- Hasta ahora –se despide sordamente.

Tiene la voz y el carácter agrio, como si hubiera salido ayer y la noche se le indigestara.

Guío mis pasos inconscientemente. Mientras, pienso en ese tipo, mi principal pista, acerca del cual voy a sondear a María. Espero que tenga algo que ver, es el único “dato” que se relaciona con el resto del sociograma del caso. Él tiene o es la llave que abre la puerta del crimen. (…) Me traiciono a mí mismo y vuelve la jodida melopea, como cuando se te pega una canción que ni siquiera te gusta en contra de tu voluntad, pero aún peor.

(…)




*1 La metáfora hace referencia a sus dos pistolas, comparándolas con dos criadas, y hermanas, que mataron a su patrona y a la hija de ésta por un simple comentario desaprobatorio (“¿Y bien?”). Fue un encarnizado doble asesinato que, marcado por el enigma del móvil, horrorizo a toda la opinión pública y a los poderes estatales por su extremada crueldad: les sacaron los ojos, y los instrumentos utilizados para descuartizar se los intercambiaban. El crimen fue comparado con la imagen de dos perras rabiosas que muerden la mano del amo que les da de comer.

Jean Genet, un delincuente con pasión de escritor, se inspiró en esta historia y elaboro una obra genuina del teatro contemporáneo: Las criadas.

Es curioso, en la vida de las asesinas, y significativo, en la metáfora, que ellas fuesen vírgenes, y, tras el doble homicidio, se les cortara el ciclo menstrual, como si esto fuese lo único que engendrarían.

*2 Cámara fotográfica compacta de la marca soviética LOMO.

12 de septiembre de 2009

Aferrado a mí

Estoy a cada paso más cubierto

más cansado y soñoliento, sin salud

allá donde la sangre brota

y el alma duerme

sin tener clara la andadura

con varias piedras en el zurrón.

3 de septiembre de 2009

Dieta de amor

Ayer de mañana tropecé en la calle con una muchacha delgada, de vestido un poco más largo que lo regular, y bastante mona, a lo que me pareció. Me volví a mirarla y la seguí con los ojos hasta que dobló la esquina, tan poco preocupada ella por mi plantón como pudiera haberlo estado mi propia madre. Esto es frecuente.

Tenía, sin embargo, aquella figurita delgada un tal aire de modesta prisa en pasar inadvertida, un tan franco desinterés respecto de un badulaque cualquiera que con la cara dada vuelta está esperando que ella se vuelva a su vez, tan cabal indiferencia, en suma, que me encantó, bien que yo fuera el badulaque que la seguía en aquel momento.

Aunque yo tenía que hacer, la seguí y me detuve en la misma esquina. A la mitad de la cuadra ella cruzó y entró en un zaguán de casa de altos.

La muchacha tenía un traje oscuro y muy tensas las medias. Ahora bien, deseo que me digan si hay una cosa en que se pierda mejor el tiempo que en seguir con la imaginación el cuerpo de una chica muy bien calzada que va trepando una escalera. No sé si ella contaba los escalones; pero juraría que no me equivoqué en un solo número y que llegamos juntos a un tiempo al vestíbulo.

Dejé de verla, pues. Pero yo quería deducir la condición de la chica del aspecto de la casa, y seguí adelante, por la vereda opuesta.

Pues bien, en la pared de la misma casa, y en una gran chapa de bronce, leí:

DOCTOR SWINDENBORG

FÍSICO DIETÉTICO

¡Físico dietético! Está bien. Era lo menos que me podía pasar esta mañana. Seguir a una mona chica de traje azul marino, efectuar a su lado una ideal ascensión de escalera, para concluir…

¡Físico dietético!... ¡Ah, no! ¡No era ése mi lugar, por cierto! ¡Dietético! ¿Qué diablos tenía yo que hacer con una muchacha anémica, hija o pensionista de un físico dietético? ¿A quién se le puede ocurrir hilvanar, como una sábana, estos dos términos disparatados: amor y dieta? No era todo eso una promesa de dicha, por cierto. ¡Dietético!... ¡No, por Dios! Si algo debe comer, y comer bien, es el amor. Amor y dieta… ¡No, con mil diablos!

Esto era ayer de mañana. Hoy las cosas han cambiado. La he vuelto a encontrar, en la misma calle, y sea por la belleza del día o por haber adivinado en mis ojos quién sabe qué religiosa vocación dietética, lo cierto es que me ha mirado.

“Hoy la he visto…, la he visto… y me ha mirado…”

¡Ah, no! Confieso que no pensaba precisamente en el final de la estrofa, lo que yo pensaba era esto: cuál debe ser la tortura de un grande y noble amor, constantemente sometido a los éxtasis de una inefable dieta…

Pero que me ha mirado, esto no tiene duda. La seguí, como el día anterior; y como el día anterior, mientras con una idiota sonrisa iba soñando tras los zapatos de charol, tropecé con la placa de bronce:

DOCTOR SWINDENBORG

FÍSICO DIETÉTICO

¡Ah! ¿Es decir, que nada de lo que yo iba soñando podría ser verdad? ¿Era posible que tras los aterciopelados ojos de mi muchacha no hubiera sino una celestial promesa de amor dietético?

Debo creerlo así, sin duda, porque hoy, hace apenas una hora, ella acaba de mirarme en la misma calle y en la misma cuadra; y he leído claro en sus ojos el alborozo de haber visto subir límpido a mis ojos un fraternal amor dietético…

Han pasado cuarenta días. No sé ya qué decir, a no ser que estoy muriendo de amor a los pies de mi chica de traje oscuro… Y si no a sus pies, por lo menos a su lado, porque soy su novio y voy a su casa todos los días.

Muriendo de amor… Y sí, muriendo de amor, porque no tiene otro nombre esta exhausta adoración sin sangre. La memoria me falta a veces: pero me acuerdo muy bien de la noche que llegué a pedirla.

Había tres personas en el comedor –porque me recibieron en el comedor–: el padre, una tía y ella. El comedor era muy grande, muy mal alumbrado y muy frío. El doctor Swindenborg me oyó de pie, mirándome sin decir una palabra. La tía me miraba también, pero desconfiada. Ella, mi Nora, estaba sentada al a mesa y no se levantó.

Yo dije todo lo que tenía que decir, y me quedé mirando también. En aquella casa podía haber de todo; pero lo que es apuro, no. Pasó un momento aún, y el padre me miraba siempre. Tenía un inmenso sobretodo peludo, y las manos en los bolsillos. Llevaba un grueso pañuelo al cuello y una barba muy grande.

- ¿Usted está bien seguro de amar a la muchacha? –me dijo, al fin.

- ¡Oh, lo que es esto! –le respondí.

No contestó nada, pero me siguió mirando.

- ¿Usted come mucho? –me preguntó.

- Regular –le respondí, tratando de sonreírme.

La tía abrió entonces la boca y me señaló con el dedo como quien señala un cuadro:

- El señor debe comer mucho… –dijo.

El padre volvió la cabeza a ella:

- No importa –objetó–. No podríamos poner trabas en su vía…

Y volviéndose esta vez a su hija, sin quitar las manos de los bolsillos:

- Este señor te quiere hacer el amor –le dijo–. ¿Tú quieres?

Ella levantó los ojos tranquila y sonrió:

- Yo, sí –repuso.

- Y bien –me dijo entonces el doctor, empujándome del hombro–. Usted es ya de la casa; siéntese y coma con nosotros.

Me senté enfrente de ella y cenamos. Lo que comí esa noche, no sé, porque estaba loco de contento con el amor de mi Nora. Pero sé muy bien lo que hemos comido después, mañana y noche, porque almuerzo y ceno con ellos todos los días.

Cualquiera sabe el gusto agradable que tiene el té, y esto no es un misterio para nadie. Las sopas claras son también tónicas y predisponen a la afabilidad.

Y bien: mañana a mañana, noche a noche, hemos tomado sopas ligeras y una liviana taza de té. El caldo es la comida, y el té es el postre; nada más.

Durante una semana entera no puedo decir que haya sido feliz. Hay en el fondo de todos nosotros un instinto de rebelión bestial que muy difícilmente es vencido. A las tres de la tarde comenzaba la lucha; y ese rencor del estómago digeriéndose a sí mismo de hambre; esa constante protesta de la sangre convertida a su vez en una sopa fría y clara, son cosas éstas que no se las deseo a ninguna persona, aunque esté enamorada.

Una semana entera la bestia originaria pugnó por clavar los dientes. Hoy estoy tranquilo. Mi corazón tiene cuarenta pulsaciones en vez de sesenta. No sé ya lo que es tumulto ni violencia, y me cuesta trabajo pensar que los bellos ojos de una muchacha evoquen otra cosa que una inefable y helada dicha sobre el humo de dos tazas de té.

De mañana no tomo nada, por paternal consejo del doctor. A mediodía tomamos caldo y té, y de noche caldo y té. Mi amor, purificado de este modo, adquiere día a día una transparencia que sólo las personas que vuelven en sí después de una honda hemorragia pueden comprender.

Nuevos días han pasado. Las filosofías tienen cosas regulares y a veces algunas cosas malas. Pero la del doctor Swindenborg –con su sobretodo peludo y el pañuelo al cuello– está impregnada de la más alta idealidad. De todo cuanto he sido en la calle, no queda rastro alguno. Lo único que vive en mí, fuera de mi inmensa debilidad, es mi amor. Y no puedo menos de admirar la elevación de alma del doctor, cuando sigue con ojos de orgullo mi vacilante paso para acercarme a su hija.

Alguna vez, al principio, traté de tomar la mano de mi Nora, y ella lo consintió por no disgustarme. El doctor lo vio y me miró con paternal ternura. Pero esa noche, en vez de hacerlo a las ocho, cenamos a las once. Tomamos solamente una taza de té.

No sé, sin embargo, qué primavera mortuoria había aspirado yo esa tarde en la calle. Después de cenar quise repetir la aventura, y sólo tuve fuerzas para levantar la mano y dejarla caer inerte sobre la mesa, sonriendo de debilidad como una criatura.

El doctor había dominado la última sacudida de la fiera.

Nada más desde entonces. En todo el día, en toda la casa, no somos sino dos sonámbulos de amor. No rengo fuerzas más que para sentarme a su lado, y así pasamos las horas, helados de extraterrestre felicidad, con la sonrisa fija en las paredes.

Uno de estos días me van a encontrar muerto, estoy seguro. No hago la menor recriminación al doctor Swindenborg, pues si mi cuerpo no ha podido resistir a esa fácil prueba, mi amor, en cambio, ha apreciado cuanto de desdeñable ilusión va ascendiendo con el cuerpo de una chica de oscuro que trepa una escalera. No se culpe, pues, a nadie de mi muerte. Pero a aquellos que por casualidad, me oyeran, quiero darles este consejo de un hombre que fue un día como ellos:

Nunca, jamás, en el más remoto de los jamases, pongan los ojos en una muchacha que tiene mucho o poco que ver con un físico dietético.

Y he aquí por qué:

La religión del doctor Swindeborg –la de más alta idealidad que yo haya conocido, y de ello me vanaglorio al morir por ella– no tiene sino una falla, y es ésta: haber unido en un abrazo de solidaridad al Amor y la Dieta. Conozco muchas religiones que rechazan el mundo, la carne y el amor. Y algunas de ellas son notables. Pero admitir el amor, y darle por único alimento la dieta, es cosa que no se le ha ocurrido a nadie. Esto es lo que yo considero una falla del sistema; y acaso por el comedor del doctor vaguen de noche cuatro o cinco desfallecidos fantasmas de amor, anteriores a mí.

Que los que lleguen a leerme huyan, pues, de toda muchacha mona cuya intención manifiesta sea entrar en una casa que ostenta una gran chapa de bronce. Puede hallarse allí un gran amor, pero puede haber también muchas tazas de té.

Y yo sé lo que es esto.

El simún y otros relatos, Horacio Quiroga