29 de septiembre de 2010

El fin del camino III

Domingo, 9 de abril de 1995: Me he levantado destemplado: es la peor cama que he visto nunca. Natalia, ya despierta, miraba a la calle totalmente erguida frente a la ventana; estaba desnuda. Le di los buenos días, pero no contestó. Se dio la vuelta y me dijo que se iba a dar una ducha. La luz de la mañana entraba con fuerza y no he podido ver su precioso cuerpo. He oído caer el agua durante una hora aproximadamente, mientras me desperezaba, así que he decidido dar una vuelta por el puerto mientras acababa. Nada interesante, salvo los recuerdos de Nicolás: dos tortugas hechas con conchas y fósiles marinos. He regresado al hotel y no la he encontrado, conque estoy frente a ti, Diario, cambiando la rutina y contándote esto por anticipado… Han pasado muchas horas, estoy empezando a preocuparme de verdad… Son las once de la noche, llevo todo el día buscándola y sigue sin aparecer. Es muy raro, por qué iba a irse ella sola, sin mí y sin ninguna de sus cosas –la cámara fotográfica está sobre la cama–. Después de esperar toda la mañana en el hostal, decidí mirar por el pueblo; hasta pregunté a varias personas que no tenían pinta de moverse mucho: ninguna ha sabido decirme nada. He recorrido todos los lugares donde hemos estado, donde pensábamos ir y donde no iríamos; he llamado a sus padres y a los míos, sin decirles nada, claro, para ver si eran ellos los que me lo decían a mí; he cogido el coche y he conducido hasta Santiago, donde tampoco he encontrado ninguna pista…; por último, he preguntado al tipo raro del hostal. ¿A que no sabes que me ha dicho? Que no había visto a ninguna mujer conmigo, que yo estaba solo hospedado. Le he dicho que para qué quería una habitación de matrimonio para mí solo y me ha replicado que así lo pedí yo anoche. No entiendo nada, ¿cómo es posible que no la viera ayer cuando entramos al hostal? ¿Por qué se fija tan poco ese cabrón?... No quiero ir a la policía, ¿qué puedo hacer?, esperar sin más me es imposible, es un tormento... No quería leer más. Aquello era terrible. Estaba leyendo cómo desaparecieron aquellos dos jóvenes. Encima, nada tenía sentido… Después de un buen rato de divagaciones estúpidas, miré el reloj: marcaba las seis y media pasadas. Llevaba toda la noche leyendo y comiéndome el tarro. Lo único que estaba claro era que tenía que llevar aquel diario a la policía. Pero… leído, o sin leer, del todo al menos… Pasan las horas y la cabeza me va a estallar. Son las seis de la mañana. Sólo me tranquiliza escribir. Contar lo que siento… es imposible. Ayer era el hombre más feliz del mundo, y hoy… soy un cadáver; nunca me he sentido tan vacío, un agujero tan hondo ocupa mi interior que casi no puedo ni espirar. He vomitado varias veces; no he comido, ya no me queda nada por echar y el vacío sigue dentro, con sus garras aprisiona mis entrañas… Tengo que tranquilizarme, tengo que pensar… Ayer no paso nada fuera de lo común, salvo el polvo descomunal… Puede que ese fuera el detonante. Algo ocurrió que la hizo escapar. Quizá unas ansias de libertad… o…, qué se yo, una huída hacia ninguna parte… No, eso no… Y… es imposible que la hayan secuestrado, en este lugar no. También es bastante improbable que se haya caído por un acantilado… He ido al baño a mear y me he golpeado la cabeza con la pared… Hasta ahora no había llorado, pero creo que éste era el momento idóneo. No desahoga, pero dignifica. Sin embargo, he vuelto a caer en la desesperanza, y, como no soy tan digno, he rezado un padrenuestro para, egoístamente, pedir que vuelva, que todo quede en una estúpida anécdota que contar a nuestros amigos entre risas malévolas. Qué más puedo decir, hacía más de quince años que no pensaba en la existencia de Dios; supongo que nunca había necesitado tanto algo… ¿Qué fue lo último que me dijo?... Ah, sí. “Me voy a dar una ducha”… Me he acercado al baño, pero está cerrado. La llave ya no está puesta en el pomo de la puerta. Esta mañana estaba, pero… Giré la cabeza maquinalmente en aquella dirección. La puerta cerrada, como ya sabía perfectamente. Seguí leyendo… Están llamando a la puerta… Son ya las siete de la mañana. Dejé de leer, pasé la hoja: ¡el diario no podía acabar así!... Pasé todas las hojas hasta el final. Empezaron a sonar las campanas de la Iglesia. Y, entonces, ¡llamaron a la puerta!

26 de septiembre de 2010

traumatismo craneal leve

la lluvia roza tu cara te pones la gorra y observas las lecheras

el policía intimida con su porra vacía de sentido mira con miedo

tiene delante a un grupo de jóvenes resabiados que piden algo más

que escupen al sistema que destrozan noches y pulmones por unos

sueños rotos antes de nacer

el momento no llega pocos somos la paciencia harta alguien lo grita

no se calla lo que todos piensan tienen miedo por eso golpean

el policía arremete sin pensar piel de torturador de mente deforme

usa la porra herramienta de trabajo es mi trabajo es tu desgracia

brota la sangre de tu cabeza

y caes al suelo

eres detenido identificado encerrado secuestrado finalmente señalado

cada huella cada parte de ti queda registrada en los preciados archivos

el jefe sin uniforme abofetea los adláteres oír ver y callar apestan igual

el joven ríe por no llorar

palabras de una madre no te van a dar la razón en ninguna parte

y menos en la calle yo la digo que no que se calle

y sigo comiendo sin ganas

burgos sábado veinticinco de septiembre del dos mil diez

Señor Rubim


Basado en hechos reales

Denuncian: que cuando se encontraban en colaboración con una patrulla realizando labores de cumplimiento del horario de cierre de los locales y parados en la calle indicada se ha acercado al vehículo policial un joven que ha comenzado a gritar “GILIPOLLAS ESTÁIS CONTAMINANDO”, momento en el que dicha persona abre la puerta del vehículo patrulla con distintivos policiales, que se encontraba arrancado y con los luminosos en contacto, para introducirse en el interior; que ante este hecho el agente procedió a agarrar a dicha persona sacándole del interior del vehículo, comenzando en ese momento a gritar “IMBÉCILES NO VALÉIS PARA NADA, PARA QUE ESTÁIS AQUÍ, SOIS UNOS HIJOS DE PUTA, NO HACÉIS MÁS QUE CONTAMINAR”; que ante estos hechos se le indica que deponga su actitud, si bien el joven intenta con sus gritos echar a la gente encima de los agentes, comenzando de nuevo a gritar “HIJOS DE PUTA, NO PODÉIS TOCARME, DADME VUESTRA PLACA QUE OS VÁIS A CAGAR”, todo en actitud irónica y desafiante; que se le indica de nuevo que deponga su actitud e indicándole que se identifique; que tras identificarle continúan su cometido anterior, y minutos más tarde la persona identificada anteriormente de nuevo aparece en el lugar e insulta a los comparecientes y esta vez junto con otro joven que igualmente insulta a los agentes con frases tales como “METEROS LA PORRA POR EL CULO HIJOS DE PUTA”; que los agentes se dirigen hacia dichas personas, para esta vez identificar a la segunda persona, la cual no porta documentación alguna, por lo que se procede a su traslado a dependencias del CNP, para su completa identificación, que antes se procede a un cacheo de seguridad, momento en el que esta segunda persona a comenzado a decir “SIGUE TOCANDOME ASÍ QUE ME LA ESTÁS PONIENDO DURA, LO QUE VAS A CONSEGUIR ES QUE OS DEN UN BUEN TIRÓN DE OREJAS”; que a ambos jóvenes se les informa que van a ser denunciados por los hechos acaecidos; que testigos de lo ocurrido se encontraba el indicativo de Policía Local DELTA O; que no tienen más que decir, firmando su declaración en prueba de conformidad, en unión del Instructor.
Sentencian: que los acusados deberan ser lavados la boca con jabón por sus sendas abuelas en repetidas ocasiones; en caso de defunción o discapacidad de alguna de ellas será de-signada la tía abuela más cercana a la antes citada; en todo caso, el abuelo, si lo hubiere, o tío abuelo más cercano debe estar presente. (2 de mayo del 2010)

15 de septiembre de 2010

El fin del camino II

La decoración en tonos beis de la estancia era espantosa en sumo grado. Como si hubiera retrocedido unos cuantos años y me hallara en la habitación de un matrimonio bisoño, con su gran cama, cómoda y lámpara de flecos. Estas circunstancias no eran extrañar; el hombre al que antes me he referido como mesonero ni siquiera me había pedido documentación –la inscripción quedaba por tanto en el aire–, y la habitación me había sido adjudicada como si supiera lo que hacía, con una actitud que ahora quedaba en entredicho; pese a todo, las ganas de descanso me impidieron réplica alguna, aceptando estoicamente todas aquellas sospechosas formas. Lo dicho, la habitación daba asco.

Llevaba un rato recostado sobre la cabecera de la cama, con la almohada a la espalda, fumando un cigarro y discurriendo sobre mi estancia. No podía entender todo aquello y el aburrimiento se regocijaba en aquella nimiedad. Entonces, con el manar de imágenes (río que sigue a la tormenta) me fui quedando poco a poco dormido… Desperté del sopor y sentí el calor reconfortante de una imaginada manta eléctrica; sin embargo ¡se trataba de una llama que salía de la colcha y que amenazaba con quemarme el pantalón! Debió ser el cigarro que había trabado mecha y se extendía irremediablemente, pensé. Mi pesado cuerpo se levantó solo y fue al baño en busca de auxilio, pero la puerta de éste se encontraba cerrada a cal y canto. Maldije y regresé a la cama con valor redoblado. Cogí el colchón con ambas manos, y lo volqué con tanta fuerza, que el canapé –ni siquiera somier– voló con todo el conjunto. Descargué alguna que otra patada sin mucha determinación; ya no salía humo, di la vuelta a todo para comprobar su estado y descubrí que había un boquete que atravesaba colcha, sábana y bajera, dejando una huella espantosa. Volví a colocar casi todo en su sitio, pensando en la cara que me iba a poner el amable señor de la casa, abrí la ventana; y en ese momento, al darme la vuelta, ocurrió: encontré un extraño cuadernillo en el suelo. Tras observar detenidamente su apariencia e inscripción: Diario, resolví descubrir de dónde había salido, sin detenerme en lo que aquello significaba. El canapé me dio la primera y única pista, ya que tenía un roto considerable que daba apertura a su interior; dentro podía palparse la unión de fibras salvo en una franja correspondiente al tamaño de un libro, coincidiendo, además, reveladoramente con la sima. Comencé a darme cuenta de lo insólito del hecho en sí. No sólo noté el cosquilleo característico de la curiosidad ante esa palabra íntima (Diario), sino que algo misterioso fue apoderándose de mi voluntad; parecía que todo estuviera predestinado, yo era una ficha más de la confabulación del tiempo y el diario estaba allí guardado para que yo lo encontrara ¿y lo leyera?

Estaba sentado sobre el colchón quemado con el diario entre las manos, los ojos fijos en aquella palabra que había perdido todo significado, cuando me decidí a abrirlo. La primera página decía: “Antonio Gutiérrez”. Antonio Gutiérrez… Me sonaba, no sabía de qué, pero lo había oído recientemente, en algún momento, en algún lugar; y lo oiría en mi cabeza durante muchos años, como un eco ininterrumpido que reverbera en aquella primera página. Pasé la hoja y comencé a leer… Viernes, 7 de abril de 1995: Es nuestro primer día en Santiago de Compostela. El anterior diario no llegaba para cubrir todas las pequeñas historias que espero nos ocurran estos días, así que comienzo éste con igual o mayor entusiasmo, motivado por el viaje. Natalia está preciosa, como siempre, qué voy a decir de ella que no haya dicho ya en estas páginas. Sin embargo tiene un halo especial, destila sensualidad como nunca, eso que no hay mucha luz que de claridad a su belleza. Estoy enamorado… Hoy no hemos hecho nada especial, tan sólo hemos paseado por la ciudad, por sus calles y plazas antiguas, tras un viaje de varias horas en tren que hemos matado leyendo “Las bicicletas son para el verano” a dos voces. Nos hemos encontrado con un músico callejero, Santi Pintos, que tocaba el arpa muy abrigado. Sus notas se perdían entre las piedras de la misma rúa sobre la que caía una llovizna leve pero plomiza –él la llamaba garúa–. Ha estado hablando con nosotros, muy serio, y le hemos comprado un disco grabado junto con otros músicos gallegos. Al final de la noche, después de ver la basílica ennegrecida por fuera y empaparnos de emoción no con ella sino con el casco viejo en conjunto, hemos vuelto a la habitación. Allí hemos dado rienda suelta a nuestras pasiones –esta vez no me detendré en su relato–; y después hemos decidido alquilar un coche y visitar el pueblo de Fisterra. Ha surgido inesperadamente; es posible que ella lo estuviera mascando desde que cogiera un folleto en el hall del hostal… Me despido hasta mañana, querido Diario, bajo una lámpara de luz mortecina. Cerré por un momento el cuaderno. Qué me rondaba la cabeza… Natalia… Natalia y Antonio. ¡Esos nombres… juntos! Era como un tándem inconfundible. Me daba cuenta, pero ¡no podían ser ellos! Era imposible… Ahora la situación extraña se tornaba en siniestra. No podía ser yo la pieza que faltara a esta historia. No tenía intención de serlo. Pero la fatalidad estaba allí, empujando a abrir de nuevo sus páginas… Sábado, 8 de abril de 1995: Hoy ha sido un día increíble. Nos ha pasado de todo. Por la mañana bien pronto, nada más llegar, hemos visto a los barcos pesqueros llegar a puerto y descargar, cómo vendían la mercancía y el barullo que se formaba alrededor. Después hemos ido a conocer la zona. Con un plano de las rutas de alrededor, nos hemos dirigido a la Costa da Morte, llegando hasta la Praia da Arnela. Hemos hablado con un señor al que le faltaban casi todos los dientes, no se le entendía nada, aunque no por ello la charla ha sido menos amena. Y… lo mejor de todo: ya notábamos el viento soplando fuertemente cuando nos ha salido al paso una cala preciosa, justo en un conato de tormenta formidable; hemos bajado la pendiente para llegar a la playa, la lluvia caía cada vez con más fuerza y las olas rugían descomunales; una vez abajo me he puesto a correr como un loco por la orilla mientras Natalia hacía fotos. Cuando el temporal ha amainado hemos hecho el amor sobre los chubasqueros. Nos acariciaba el sol, olía a mar y se oían a lo lejos las olas; su cuerpo era dulce y tibio, y sus ojos, dos luceros del cielo… De regreso hemos comido y nos hemos echado la siesta en la Langosteira (una playa más cercana); hacía bueno y el viento era suave. Al despertar nos hemos encontrado con un tipo entrañable, se llamaba Nicolás, el Payaso Nicolás. Nos ha contado que trabajaba en el circo, que forma parte de la familia Aragón –supuestamente es primo de Miliki–, pero que se rompió la pierna y no llegó a recuperarse, por lo que está jubilado anticipadamente. Nos ha enseñado a distinguir entre vieiras y otras conchas y nos hemos pasado la tarde llenando una bolsa que nos ha dejado –para recuerdos y artesanía–; incluso hemos encontrado alguna ostra. Al despedirnos de nuestro amigo nos ha prometido un recuerdo de los que él hace para vender a los turistas en las fiestas… El día estaba ya expirando cuando hemos llegado al cabo. Me ha gustado conducir por esas carreteras tortuosas con el cielo y el mar violetas. El faro no es para tanto, pero la sensación de ver las olas golpeando contra el último ribete de tierra… es alucinante. Al regresar he visto un desvío hacia el Monte do Facho; no tenía intención, pero al ver el cartel he recordado que en el folleto del hostal ponía que muy cerca había un santuario vinculado con la fertilidad, donde se realizaban rituales sexuales desde la antigüedad; así que, sinuosamente, hasta allí nos he conducido. Natalia lo sabía, durante el corto trayecto su mirada tenía ese brillo inconfundible mezcla de pasión y condescendencia. Y al llegar allí me lo ha demostrado echándose sobre la cama de piedra totalmente desnuda. No he podido menos que desnudarme también y hacerla el amor sobre el lecho de estrellas caídas. Bueno, más bien ha sido ella la que me ha hecho el amor, unas cuantas veces además, y de todas las formas posibles; parecía no saciarse nunca, sus ojos centelleantes parecían lazos que se anudaban a mi cuerpo; más de una vez he intentado desatarme, pero su lengua se sumaba a la presa y el placer experimentado me impedía resistir. Nunca soñé una experiencia sexual como aquella, ha sido muy superior a todo lo imaginable. Durante la vuelta al pueblo no hemos intercambiado palabra alguna, nos ha sido imposible hablar después de aquella fantasía más que cumplida… Ahora escribo esto en el cuarto de un hostal donde nos hemos quedado a dormir. Ella está durmiendo. Yo sigo pensando en su mirada y en ese brillo fantasmal que ha consumado mi libido y ha acallado su voz esta noche. Era intenso cuando hacíamos el amor, pero después…; permanecía, aunque con signo contrario, como si algo se hubiera esfumado en su interior. Seguro que sólo es el cansancio; normal, después de esto ya nos podemos morir tranquilos… Bueno, Diario, esta vez he encontrado un escondrijo perfecto para ti. Había un roto en el extraño somier, a mi lado de la cama, que escarbado un poco te dará cobijo.

7 de septiembre de 2010

El fin del camino I (Tercer premio del "II Certamen de Relatos Breves de Terror" de la Universidad de Burgos)

“La muerte es una quimera: porque

mientras yo existo, no existe la muerte;

y cuando existe la muerte,

ya no existo yo.”

Epicuro de Samos

Conocí esta historia por un periódico local. Era mi último año de carrera, estudiaba en Santiago y estaba dispuesto a regresar a mi ciudad natal; todos aquellos años en tierras gallegas me habían traído no pocos disgustos y, a pesar de estar embebido por sus calles, quería huir de allí, volver a Burgos y cambiar unas piedras por otras.

Aquella tarde, cuando leí la noticia, me di cuenta de lo cerca que estaba de Fisterra, y, alterando mi habitual rumbo de viaje, decidí visitarlo. En aquel momento no pensé ni por un instante en los jóvenes desaparecidos de la foto. Recogí un poco la habitación, me despedí con un simple “hasta luego” de mi compañera de piso y, maleta en mano –soy muy clásico–, me presenté en la estación.

Cuando llegué a mi destino estaba lloviendo, y la temperatura descendía a siete grados. Fui a tomar una cerveza, y entonces volví a cruzarme con ellos, estaban en un cartel junto a la puerta del bar, la misma foto; esta vez sí pensé en sus desgraciadas vidas y en los sucesos que dieron por volatilizarles. Recordé lo que decía la prensa en portada: “Pareja desaparecida en extrañas circunstancias”; pero lo que realmente me interesó del asunto, y posiblemente me hizo recalar en el Mar de Fóra, estaba en el interior; era una columna cuyo epígrafe decía: “¿Mouras gallegas?”. Hacía referencia a las extrañas circunstancias, explícitamente y de manera que no podías menos que sentir escalofríos por todo el cuerpo, despertando en ellos esa atracción humana por lo arcano que tantas generaciones han materializado en multitud de creencias.

El artículo presentaba principalmente a una anciana, la vieja Orcabella (metonimia de “Orca da Vella”, el dolmen de la Vieja), divinidad de la naturaleza relacionada con la fertilidad y la muerte, que con sus ciento setenta y pico años se cansó de vivir y se enterró a sí misma junto con un pastor que le servía, después de años robando y comiendo niños cuando se le antojaba. Tenía el poder de volverse invisible, y con sólo mirar a los ojos o tocar con su mano ya exterminaba al más bigardo. Según contaban, el pastor no paraba de gritar desde su enterramiento prematuro, y a la llegada de varios paisanos para auxiliarle la tumba se llenó de culebras y serpientes que los espantaron para siempre. Moraba en el promontorio de Finisterre, y las leyendas circulan en torno a aquel antiguo sepulcro megalítico, en el cual se practicaban ritos paganos de fecundidad. La Iglesia, con objeto de cristianizar dichos rituales, trasladó esas prácticas a una capilla medieval cercana, la Ermita de San Guillerme, donde poder hacerlo seguros bajo la protectora mirada del Santo. Y es ahí donde entabla relación con la historia de los jóvenes desaparecidos, ya que los testimonios hablan de numerosas parejas que o bien conciben o bien perecen tras su visita a San Guillerme.

Con estos pensamientos la pinta no me sentó del todo bien, sospechando al cabo en un posible asesino con coartada mística… Tras la malta, recogí mis pertenencias y pregunté por un alojamiento. El mesonero, sin mucho entusiasmo, me ofreció su propia fonda, a la que el piso de arriba daba continuación. Viendo como me miraba decidí no rehusar. Por otro lado, no tenía mejor sitio adonde ir a pesar de que aquello no tenía ni la acuarela marinera de hospedaje; pero no conocía el pueblo y llovía a cantaros. Subimos por las escaleras y me instaló en la primera habitación, con ostensible desgana. El cuarto daba a la calle principal, se podían ver los barcos, el puerto y la lonja como en un cuadro de Turner recién pintado al que se le echara agua encima; se escurría la imagen hasta no quedar nada, tan sólo los destellos de las farolas sobre el negro lienzo de lino… La noche despuntaba y la vida seguía sin aparecer en las calles encharcadas. El lugar era frío y húmedo, el mesonero se había ido y mi viaje no tenía mucho sentido. Corrí las desvencijadas cortinas y me dispuse a descansar sobre la cama.

Chester Gómez