22 de noviembre de 2008

Noviembre

- El 5 de noviembre de 1941 nace el cantante estadounidense Art Garfunkel, miembro del mítico dúo Simon and Garfunkel.
- El 9 de noviembre de 1989 cae finalmente el Muro de Berlín.
- El 11 de noviembre de 1918 concluye la Primera Guerra Mundial con la rendición de Alemania frente a los Aliados.
- El 12 de noviembre de 1035 fallece Canuto el Grande, Rey de Dinamarca, Noruega e Inglaterra.
- El 18 de noviembre de 1962 nace Kirk Hammett, guitarrista de Metallica.
- El 19 de noviembre de 2002 se hunde el petrolero Prestige frente a la costa gallega.
- El 20 de noviembre de 1975 muere el dictador Francisco Franco.
- El 24 de noviembre de 1991 fallece Freddie Mercury, líder del grupo Queen, víctima de una neumonía asociada al virus del SIDA.
- El 29 de noviembre de 2001 muere George Harrison, componente de The Beatles.


BURGOS

1 de noviembre de 1506 La reina Juana La Loca, ante los rumores de que los restos de Felipe El Hermoso habían sido llevados a Flandes, manda abrir el ataúd de su marido instalado en la Cartuja.

1 de noviembre de 1755 Un terremoto sorprendió a los habitantes de Burgos, que a primera hora de la mañana hizo estremecer la tierra y bambolear los edificios.

2 de noviembre de 1281 Habiendo Alfonso X el Sabio alterado el valor del dinero, envió a Burgos varios monederos encargados de labrar las nuevas monedas, los que posteriormente fundarían la Casa de la Moneda de Burgos.

10 de noviembre de 1808 Este día tuvo lugar la Batalla de Gamonal, en la que los habitantes de este pueblo se enfrentaron a toda una partida del gran ejército napoleónico por defender su tierra y su independencia, aún con la certeza de la derrota.




Silvia Castrillo

Damasco

Aquellas palabras aladas que estaba catalogando en mi cuaderno de ornitología empezaron a atacarme ferozmente; sentía como sus picotazos percutían mis huesos con la fuerza y decisión de un pájaro carpintero. Huí y huí… Una gran sala de baldosado cárdeno se abría ante mí…, miré mi cuerpo y no había lastre de atavío alguno: mis costillas se marcaban fijas por encima de una tripa henchida y deforme, mis manos se convertían en ceniza… Mis ojos, único despojo tras la degeneración, vagaron libres por los alrededores, mundo inmundo de breñas, cizañas y grandes charcas. Como Barbarroja sentía que de la nada había creado y conquistado un mar de sangre, cubierto por algún claro que otro: allí a lo lejos, en lontananza, se recortaba un querubín en las inarticuladas masas viscerales del mañana. Seguí observando, sin perder ripio, hasta que la falta de párpados me cegó por completo. No sabía ya dónde estaba, si me movía o estaba muerto, asustado en un principio ante la falta de estímulo; sin embargo, poco a poco, aquella nueva realidad me excitaba y cohíbia a tenor de las imágenes que, como en un lienzo, iba dibujando. Era subyugante creerme con ese poder: creaba mil formas voluptuosas, objetuales y femeninas, que jugueteaban alegremente, con ardor y con el único objetivo de agradarme. El arrobo causante hormigueaba mi cuerpo, sintiéndome preso de un inicio orgásmico… Final y aviesamente recorrí la vía láctea en un sinfín de excentricidades. Qué placer, qué paz sentí por un momento, sólo por un instante, ya que mis párpados se abrieron y me encontré arrostrando al espectro del sex appeal. El horror se apoderó de lo poco que me quedaba con vida. Fui retrocediendo poco a poco, sin darme cuenta, hasta haberlo sobrepasado, de que había pisado al chaval del fémur –menos mal, podía haberlo usado contra mí–… De repente, un fuerte viento con un metífico y dulzón olor a coliflor cocida me arrebato del suelo y me elevo indeciblemente. Qué era esto… Lo único raro era que no me había hecho cruces hasta ahora, cuando sentí que algo se rompía dentro de mí. Así, impulsado por mi propia voluntad, descendí hasta una zona pantanosa y fui hundiéndome bajo el peso de la corcova que cargaba mi espalda…

18 de noviembre de 2008

Piel de durazno

Llevaba días, no consecutivos, sin apartar la vista de su piel; ya fuese de la cara, de los hombros, de la espalda, del escote o de los brazos. Tenía el pelo rizado, claro y largo, pero siempre se lo recogía; la cara redonda pero delgada, con encantadores mofletes; la nariz era menuda, del tipo exponencial, como yo digo, haciendo referencia a la curva algebraica; los ojos grandes y dorados al betún de Judea; figura esbelta; buenas formas; y una maravillosa sonrisa. Me había hecho varias pilladas, allí en el The Wall, donde pasábamos las horas. Pero no me importaba, estaba resuelto a entrarla. Me lo había planteado durante un tiempo, pensando que el ideal –las sensaciones inducidas por ella habían tomado forma en mi mente– podía desvanecerse al conocerla, como tantas veces ocurre, prueba de que a veces es mejor no descubrir el rayo de luna, y vivir en un feliz romanticismo. Pero ahí estaba yo, frente a ella, pidiéndola una cita; cosa que me rejuvenecía, ya que no había hecho esto desde los catorce años; y sin embargo estuve bastante bien: aceptó… Quedamos en el Teatro Principal y dimos una vuelta por el centro. Hoy tenía el pelo suelto: buena señal. Hablamos de cosas triviales como de transcendentales, de mí como de ella, del tiempo como del amor… La verdad es que era mejor de lo que había imaginado. Estábamos muy a gusto, y decidimos ir al CAB. Allí, visitamos las exposiciones de las plantas superiores primero, y luego bajamos a la subplanta, mi favorita. Había una enorme “tela de araña” mezclada con columnas y muros, como un complicado laberinto bañado de serpentinas blancas. El autor, japonés; cómo no. Dimos una vuelta alrededor; la luz estaba muy tenue. En un punto se detuvo, me miró con magnetismo y se adentró en la maraña artística. Yo la seguí, claro. Esperaba que los vigilantes no nos pillaran, estropeando así nuestro juego amoroso. La veía, como una ráfaga, tomar los recodos con rapidez. Perseguía la estela aromática de una ninfa en mitad de un infierno… La perdí durante unos instantes, pero, finalmente, la encontré: estaba parada en mitad del pasillo, entre los cortinajes raídos o lo que fueran. Me acerqué sigilosamente… Puse mi cuerpo detrás del de ella y aspiré su olor con fruición; coloqué mis manos sobre sus brazos, sintiendo esa piel con que tanto había soñado: era aterciopelada, como la piel de un melocotón, suave y encendida… Ella no decía nada, estaba expectante. Comencé, entonces, a acariciar su cuerpo y besar sus hombros… Me estaba poniendo caliente: con una mano le agarré el trasero, y con la otra fui poco a poco palpando sus pechos… De repente, la di la vuelta con fuerza, para besarla apasionadamente: tenía la cara desencajada, los ojos, inexpresivos, me miraban, y su cuerpo se tambaleaba. Entonces, me di cuenta, tenía algo alrededor del cuello… ¡Era una liana!... ¡No! ¡No podía ser cierto!... Salí de allí tras dar la voz de alarma, y desaparecí para siempre.

17 de noviembre de 2008

Corruptela

Las personas se corrompen fácilmente. Muy fácilmente. Es difícil mantenerse íntegro, corruptiófugo, imperturbable ante esos “agentes externos” que te pudren poco a poco. Por tanto, tuve que tomar una decisión. Yo sufro una gran indolencia, a escala superior, la definiría como el mayor lastre con que puede cargar un hombre, tanto que mis miras son limitadas, me explico: hago lo mínimo (y no me gusta que me llamen minimalista, pero sí misántropo), incluso en el terreno mental, con lo cual los pasos a seguir en una tarea, en mí, se reducen a uno, aunque suponga un conato de actividad. No puedo, no da mi condición de haragán para más. Mis silogismos funcionan así: si quiero un helado y tengo que ir a comprarlo, ya no quiero helado. Si estoy cansado y una ducha me iría de puta madre, pero tengo que ducharme yo, ya no estoy cansado. Si A es B, B es C, y D es C: D es… es…* me quedo in alvis antes de empezar a reflexionar. Mis sentimientos y emociones se solapan de este modo como estrategia de autodefensa, quedando como única cognición sincera mi desesperada inactividad. Por tanto, soy feliz con muy poco; incluso la apatía me hace cosquillas de vez en cuando, pero no sonrío exteriormente, ya que supone un desgaste físico… Bueno, a lo que iba. Como cuesta mucho pensar por sí mismo he decidido imitar, basar mi comportamiento en conductas observables, a primera vista, claro; lo que comporta que no sea yo mismo nunca. Y, llegados a este punto, os preguntaréis: ¿qué? Pues eso, he conseguido no existir, o lo que es lo mismo, la sublimación de mi ser, de mi idiosincrasia, de mi orgullo antiobrero. Ahora soy un extraño, un honrado ciudadano, consecuente consigo mismo, que ha salvado las dificultades que le imponían los constantes esfuerzos; mi mente: una tabula rasa continua, como una pizarra en que se escribe y se borra, se escribe y se borra…, lo único que queda al final es caliginoso e indefinido –como todo proceso, tiene desperdicios– . Sin embargo he observado ciertos efectos secundarios que no me han gustado un pelo. Un día y otro día, ante mis “sinceros” comentarios reaccionarios, oía risas. Al principio las despreciaba, pero poco a poco fui encariñándome con ellas, hasta convertirme en un socarrón descerebrado y autocrítico. Soy como “se dice” un pobre esnob vagabundo, pútrido –en vez de mordaz–, y tremendamente extravagante.

*Descodificación del silogismo: Si Dios (A) es amor (B), el amor (B) es ciego (C), y Steve Wonder (D) es ciego (C): Steve Wonder es Dios.

13 de noviembre de 2008

Qué muerte

Qué coño es la muerte. La muerte es una llamada de teléfono. Otra. Es un grito, un rugido. Es un mueble que cae durante una mudanza. Un pilar, un tropiezo, un gorjeo. La muerte es un vómito interrumpido. Es un jaguar. Es un alce o un reno. Una cura mal hecha, un infarto, qué se yo, una borrachera. Tengo tiempo de respirar, no he muerto. La muere es un ciclón, o una marejada ciclónica. Es un trueque, un juego de azar, una ruleta rusa. Un llanto y muchos más. Un “deja que los muertos entierren a los muertos”. Un mea culpa, un suicidio. Un pésame, una misa de réquiem, un enterrador, una viuda y unos críos núbiles o impúberes. La muerte te deja helado. La muerte te arrastra. La muerte te libera. La muerte te aterra. La muerte es un todo -y es nada- en el que caben tantas cosas que sólo nombrarlas te recuerdan a muerte…

12 de noviembre de 2008

Sin rostro, sin forma; y, al cabo, sin sombra

Los rostros de mis conciudadanos parecen crueles, inhumanos, absortos en un mar de oscuridad, de “difusa oscuridad”. Me siento extraño, como si no perteneciese a este banco de peces… Otro día más, y veo lo mismo. Ojalá un día despierte lejos de mi hogar, en un lugar extraño, donde nada tenga explicación y la felicidad, no, mejor dicho, la tranquilidad, sobre; que sea algo desposeído de significación, que exista en todas partes, como aquí el aire o el suelo. Pero no, eso no es posible; sería sólo un sueño, algo etéreo que como viene se va… Da igual…, ya me estoy acostumbrando y, la verdad, me acerco bastante a la tranquilidad…

9 de noviembre de 2008

Sentimiento de culpabilidad

Hoy me he levantado con un sentimiento intruso, advenedizo e inconsciente, que va tomando forma en la realidad, como si la idea oculta fuese el origen del objeto –sin atender al espacio-tiempo, además–, el constructor y destructor de un mundo externo y caprichoso manejado por mentes impúberes. Este hecho ha alterado mi “paz interior”, trastocando mi escasa e inconstante lucidez. Me miro las manos y están manchadas de sangre. De un color purpúreo que daña la vista, incapacitándola para cualquier admiración. Todo es rojo oscuro, camino del negro; y terror, de color azul. Es un sentimiento pasajero, lo sé, pero intenso. Caras que me miran escrutadoras y amenazantes reprochan mi existencia con espumarajos de rechazo. La mentira se me antoja dichosa; bálsamo de rapiña, catarsis de responsabilidad que hará las delicias de lo perverso. Antojo del asesino altivo; mi cara sin rostro, derretida, desparramada gracias a ese ácido sulfúrico que estúpidamente parece asidero de liberación. Claro horror a lo conocido, y suculento plato del diablo. Extraño del tren, tú me entiendes… Cara de niña, perdóname…

Una ciudad maligna ("Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones", Charles Bukowski)

Frank bajó las escaleras. No le gustaban los ascensores.

Había muchas cosas que no le gustaban. Detestaba menos las escaleras de lo que detestaba los ascensores.

El empleado de recepción le llamó:
- ¡Señor Evans! ¿Quiere venir un momento, por favor?

Asociaba la cara del empleado de recepción con un plato de gachas de maíz. Era todo lo que Frank podía hacer para no pegarle. El empleado de recepción miró a ver si había alguien en el vestíbulo, luego se acercó a él, inclinándose.
- Hemos estado observándole, señor Evans.

El empleado volvió a mirar hacia el vestíbulo, vio que no había nadie cerca, luego se aproximó de nuevo.
- Señor Evans, hemos estado observándole y creemos que está usted perdiendo el juicio.

El empleado se echó entonces hacia atrás y miró a Frank cara a cara.
- Tengo ganas de ir al cine –dijo Frank–. ¿Sabe dónde ponen una buena película en esta ciudad?
- No nos desviemos del asunto, señor Evans.
- De acuerdo, estoy perdiendo el juicio. ¿Algo más?
- Queremos ayudarle, señor Evans. Creo que hemos encontrado un trozo de su juicio, ¿le gustaría recuperarlo?
- De acuerdo, devuélveme ese trozo de mi juicio.

El empleado buscó debajo del mostrador y sacó algo envuelto en celofán.
- Aquí tiene, señor Evans.
- Gracias.

Frank lo metió en el bolsillo de la chaqueta y salió. Era una noche fresca de otoño y bajó la calle, hacia el Este, Paró en la primera bocacalle. Entró. Buscó en el bolsillo de la chaqueta, sacó el paquete y quitó el celofán. Parecía queso. Olía a queso. Dio un mordisco. Sabía a queso. Se lo comió todo. Luego salió de la calleja y volvió a seguir bajando la calle.

Entró en el primer cine que vio, pagó la entrada y se adentró en la oscuridad. Se sentó en la parte de atrás. No había mucha gente. El local olía a orina. Las mujeres de la pantalla vestían como en los años veinte y los hombres llevaban fijador en el pelo, peinado hacia atrás, apretado y liso. Las narices parecían muy largas y los hombres parecían llevar también pintura alrededor de los ojos. Ni siquiera hablaban. Las palabras aparecían debajo de las imágenes: BLANCHE ACABABA DE LLEGAR A LA GRAN CIUDAD. Un tipo de pelo liso y grasiento estaba haciendo beber a Blanche una botella de ginebra. Blanche se emborrachaba, al parecer. BLANCHE SE SENTÍA MAREADA. DE PRONTO ÉL LA BESO.

Frank miró a su alrededor. Las cabezas parecían balancearse por todas partes. No había mujeres. Los tipos parecían estar chupándosela unos a otros. Chupaban y chupaban. Parecían no cansarse. Los que se sentaban solos estaban al parecer meneándosela. El queso le había gustado. Ojalá el del hotel le hubiese dado más.

Y AQUEL HOMBRE EMPEZÓ A DESNUDAR A BLANCHE.

Cada vez que miraba, aquel tipo estaba más cerca de él. Cuando Frank volvía a mirar a la pantalla, el tipo se acercaba dos o tres asientos.

Y AQUEL INDIVIDUO VIOLÓ A BLANCHE MIENTRAS ÉSTA ESTABA INDEFENSA.

Volvió a mirar. El tipo estaba a tres butacas de distancia. Respiraba pesadamente. Luego, el tipo estaba ya ene. Asiento de al lado.
- Oh mierda –decía el tipo–, oh, mierda, oh, ooooh, ooooh, oooooh. ¡Ah, ah! ¡Uyyyyy! ¡Oh!

CUANDO BLANCHE DESPERTÓ A LA MAÑANA SIGUIENTE CONPRENCIÓ QUE HABÍA SIDO MANCILLADA.

Aquel tipo olía como si no se hubiese limpiado nunca el culo. Se inclinaba hacía él, le caían hilos de saliva por las comisuras de los labios.

Frank apretó el botón de la navaja automática.
- ¡Cuidado! –le dijo a aquel tipo–. ¡Si te acercas más a lo mejor te haces daño con esto!
- ¡Oh, Dios santo! –dijo el tipo. Se levantó y corrió por la fila hasta el pasillo. Luego bajó por el pasillo rápido hacia las filas delanteras. Había allí otros dos. Uno se la meneaba al otro y el otro se la chupaba. El que había estado molestando a Frank se sentó allí a mirar.

POCO DESPUÉS, BLANCHE ESTABA EN UNA CASA DE PROSTITUCIÓN.

Entonces a Frank le entraron ganas de mear. Se levantó y fue hacia el letrero: CABALLEROS. Entró. El lugar apestaba. Sintió náuseas, abrió la puesta del retrete, entró. Sacó el pijo y empezó a mear. Luego oyó un ruido.
- Oooooh mierda oooooh mierda ooooh ooooooh Dios mío es una serpiente una cobra oooh Dios mío oooh oooh!

En la partición que separaba los váteres había un agujero. Vio el ojo de un tipo. Desvió el pijo y meó por el agujero.
- ¡Ooooh ooooh, marrano! –dijo el tipo–. ¡Oooh eres un salvaje, un cacho mierda!

Oyó al tipo arrancar el papel higiénico y limpiarse la cara. Luego el tipo empezó a llorar. Frank salió del retrete y se lavó las manos. No le apetecía ya ver la película. Salió y volvió andando al hotel. Entró. El empleado de recepción le hizo una seña.
- ¿Sí? –preguntó Frank.
- Por favor, señor Evans, lo siento mucho. Sólo era una broma.
- ¿El qué?
- Ya sabe.
- No, no sé.
- Bueno, lo de que estaba perdiendo el juicio. Es que he estado bebiendo, sabe. No se lo diga a nadie, si no me echarán. Es que estuve bebiendo. Ya sé que no está usted perdiendo el juicio. No era más que una broma.
- Sí estoy perdiendo el juicio –dijo Frank–. Y gracias por el queso.

Luego se volvió y subió las escaleras. Cuando llegó a la habitación, se sentó a la mesa. Sacó la navaja automática, apretó el botón, miró la hoja. Sólo estaba afilada, muy bien, por un lado. Podía clavar y cortar. Apretó de nuevo el botón y guardó la navaja en el bolsillo. Luego cogió pluma y papel y empezó a escribir:

Querida madre:
Esta es una ciudad maligna. Controlada por el Diablo. Hay sexo por todas partes y no se utiliza como instrumento de Belleza según los deseos de Dios, sino como instrumento de Maldad. Sí, la ciudad ha caído sin duda en manos del demonio, en manos del Maligno. Obligan a las jóvenes a beber ginebra y luego las desfloran y las obligan a entrar en casas de prostitución. Es terrible. Es increíble. Tengo el corazón destrozado.
Ayer estuve paseando a la orilla del mar. No exactamente a la orilla sino por unos acantilados, y luego me detuve y me senté allí respirando toda aquella Belleza. El mar, el cielo, la arena. La vida se convirtió en Bendición Eterna. Luego sucedió algo aún más milagroso. Tres pequeñas ardillas me vieron desde abajo y empezaron a subir por el acantilado. Vi sus caritas atisbándome desde detrás de las rocas y desde las hendiduras de los acantilados mientras subían hacia mí. Por último llegaron a mis pies. Sus ojos me miraban. Nunca, madre, he visto ojos más bellos… tan libres de Pecado: todo el cielo, todo el mar. La Eternidad estaba en aquellos ojos. Por último, me moví y ellas…

Alguien llamaba a la puerta. Frank se levantó, se acercó a la puerta, la abrió. Era el empleado de recepción.
- Por favor, señor Evans, tengo que hablar con usted.
- Muy bien, pase.

El recepcionista cerró la puerta y se quedó plantado frente a Frank. El empleado de recepción olía a vino.
- Por favor, señor Evans, no le hable al encargado de nuestro malentendido.
- No sé de qué me habla usted.
- Es usted un gran tipo, señor Evans. Es que, sabe, he estado bebiendo.
- Le perdono. Ahora váyase.
- Hay algo que tengo que decirle, señor Evans.
- Está bien. ¿De que se trata?
- Le quiero, señor Evans.
- ¿Cómo? ¿Querrá decir usted que aprecia mi carácter, verdad?
- No, su cuerpo, señor Evans.
- ¿Qué?
- Su cuerpo, señor Evans. ¡No se ofenda, por favor, pero quiero que usted me dé por el culo!
- ¿Qué?
- QUE ME DÉ POR EL CULO, señor Evans. ¡Me ha dado por el culo la mitad de la Marina de los Estados Unidos! Esos muchachos saben lo que es bueno, señor Evans. No hay nada como un buen ojete.
- ¡Salga usted inmediatamente de esta habitación!

El recepcionista le echó a Frank los brazos al cuello, luego posó su poca en la de Frank. La boca del empleado de recepción estaba muy húmeda y fría. Aprestaba. Frank le dio un empujón.
- ¡Sucio bastardo! ¡ME HAS BESADO!
- ¡Le amo, señor Evans!
- ¡Cerdo asqueroso!

Frank sacó la navaja, apretó el botón, surgió la hoja y Frank la hundió en el vientre del empleado de recepción. Luego la sacó.
- Señor Evans… Dios mío…

El empleado cayó al suelo. Se sujetaba la herida con ambas manos intentando contener la sangre.
- ¡Cabrón! ¡ME HAS BESADO!

Frank se agachó y bajó la cremallera de la bragueta del empleado de recepción. Luego le cogió el pijo, lo estiró y cortó unos tres cuartos de su longitud.
- Oh Dios mío Dios mío Dios mío… –dijo el empleado.

Frank fue al baño, y tiró el trozo de carne en el váter. Luego tiró de la cadena. Luego se lavó meticulosamente las manos con agua y jabón. Salió, se sentó otra vez a la mesa. Cogió la pluma.

…se fueron pero yo había visto la Eternidad.
Madre, debo irme de esta ciudad, de este hotel: el Diablo controla casi todos los cuerpos. Volveré a escribirte desde la próxima ciudad… quizá sea San Francisco o Pórtland, o Seattle. Tengo ganas de ir hacia el Norte. Pienso continuamente en ti y espero que seas feliz y te encuentres bien de salud, y que nuestro Señor te proteja siempre.
Recibe todo el cariño de tu hijo.
Frank.


Escribió la dirección en el sobre, lo cerró, puso el sello y luego metió la carta en el bolsillo interior de la chaqueta que estaba colgada en el armario. Luego, sacó una maleta del armario, la colocó en la cama, la abrió, y empezó a hacer el equipaje.

Sin nombre

Porque te echo en falta aunque estés aquí
Será porque estás sin estar
Aunque tu cuerpo permanezca a mi lado, tu mente vuela
Es imposible saber que piensas
Tus labios escapan a mis besos,
refugiándose en livianos recuerdos
Te atormentas con inalcanzables fantasías
la desazón ante preguntas no contestadas, jamás realizadas
amores sin preaviso que se colaron en tu vida
apostaste por ellos, sin atender al futuro, pensando en el momento
Ellos sólo vivían el instante
Pensaste que te querían, que de verdad te buscaban
Son amores que nacen muertos
apenas florecidos ya se marchitan
¡Lo corta que es su vida! ¡Lo que duelen las mentiras!
Quizás te adelantaste: no debiste enamorarle
¡Se precisa olvidar recuerdo inolvidable!
Recuerdos que atenazan las entrañas, tripas, vísceras
Recuerdos que fueron un engaño ¡Mi engaño, Mi mentira!
Pese a todo

Tomoe

2 de noviembre de 2008