29 de diciembre de 2008

El imán

Hablábamos de libre albedrío; Oscar Wilde improvisó esta parábola:

Había una vez un imán y en el vecindario vivían unas limaduras de acero. Un día, a dos limaduras se les ocurrió bruscamente visitar al imán y empezaron a hablar de lo agradable que sería esta visita. Otras limaduras cercanas sorprendieron la conversación y las embargó el mismo deseo. Se agregaron otras y al fin todas las limaduras empezaron a discutir el asunto y gradualmente el vago deseo se transformó en impulso. ¿Por qué no ir hoy?, dijeron algunas, pero otras opinaron que sería mejor esperar hasta el día siguiente. Mientras tanto, sin advertirlo, habían ido acercándose al imán, que estaba muy tranquilo, como si no se diera cuenta de nada. Así prosiguieron discutiendo, siempre acercándose al imán, y cuanto más hablaban, más fuerte era el impulso, hasta que las más impacientes declararon que irían ese mismo día, hicieran lo que hicieran las otras. Se oyó decir a algunas que su deber era visitar al imán y que hacía ya tiempo que le debían esa visita. Mientras hablaban, seguían inconcientemente acercándose.

Al fin, prevalecieron las impacientes, y, en un impulso irresistible, la comunidad entera gritó:

- Inútil esperar. Iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.

La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos lados. El imán sonrió, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que su visita era voluntaria.


Hesketh Pearson, The Life of Oscar Wilde, capítulo XIII, 1946

Propter vitam, vivendi perdere causas (“para seguir viviendo, perder las razones que justifican vivir”)

Abandonada a su propia inclinación, la masa, sea la que sea, plebeya o “aristocrática”, tiende siempre, por afán de vivir, a destruir las causas de la vida. Siempre me ha parecido una graciosa caricatura de esta tendencia a propter vitam, vivendi perdere causas, lo que aconteció en Níjar, pueblo cerca de Almería, cuando el 13 de septiembre de 1759 se proclamó rey a Carlos III. Hízose la proclamación en la plaza de la villa. “Después mandaron traer de beber a todo aquel gran concurso, el que consumió 77 arrobas de Vino y cuatro pellejos de Aguardiente, cuyos espíritus los calentó de tal forma, que con repetidos vítores de encaminaron al pósito, desde cuyas ventanas arrojaron el trigo que en él había, y 900 reales de sus Arcas. De allí pasaron al Estanco del Tabaco y mandaron tirar el dinero de la Mesada y el tabaco. En las tiendas practicaron lo propio, mandando derramar, para más authorizar la función quantos géneros líquidos y comestibles havía en ellas. El Estado eclesiástico concurrió con igual eficacia, pues a voces indujeron a las Mugeres tiraran quanto havía en sus casas, lo que ejecutaron con el mayor desinterés, pues no quedó en ellas pan, trigo, harina, zebada, platos, cazuelas, almireces, morteros, ni sillas, quedando dicha villa destruida.” Según un papel del tiempo en poder del señor Sánchez de Toca, citado en Reinado de Carlos III por don Manuel Danvila, tomo II, pág. 10, nota 2. Este pueblo, para vivir su alegría monárquica, se aniquila a sí mismo. ¡Admirable Najar! ¡Tuyo es el porvenir!


José Ortega y Gasset

Teología

Como ustedes no lo ignoran, yo he viajado mucho. Esto me ha permitido corroborar la afirmación de que siempre el viaje es más o menos ilusorio, de que nada nuevo hay bajo el sol, de que todo es uno y lo mismo, etcétera, pero también, paradójicamente, de que es infundada cualquier desesperanzada de encontrar sorpresas y cosas nuevas: en verdad el mundo es inagotable. Como prueba de lo que digo bastará recordar la peregrina creencia que hallé en el Asia Menor, entre un pueblo de pastores, que se cubren con pieles de ovejas y que son los herederos del antiguo reino de los Magos. Esta gente cree en el sueño. “En el instante de dormirte –me explicaron–, según hayan sido tus actos durante el día, te vas al cielo o al infierno”. Si alguien argumentara: “Nunca he visto partir a un hombre dormido; de acuerdo con mi experiencia, quedan echados hasta que uno los despierta”, contestarían: “El afán de no creer en nada te lleva a olvidar tus propias noches –¿quién no ha conocido sueños agradables y sueños espantosos?– y a confundir el sueño con la muerte. Cada uno es testigo de que hay otra vida para el soñador; para los muertos es diferente el testimonio: ahí quedan, convirtiéndose en polvo”.


H. Garro, Tout lou Mond, Oloron-Saint-Marie, 1918

El milagro

Un yogi quería atravesar un río, y no tenía el penique para pagar la balsa y cruzó el río caminando sobre las aguas. Otro yogi, a quien le contaron el caso, dijo que el milagro no valía más que el penique de la balsa.


W. Somerset Maugham, A Writer’s Notebook, 1949

18 de diciembre de 2008

Los brahmanes y el león

En cierto pueblo había cuatro brahmanes que eran amigos. Tres habían alcanzado el confín de cuanto los hombres pueden saber, pero les faltaba cordura. El otro desdeñaba el saber; sólo tenía cordura. Un día se reunieron. ¿De qué sirven las prendas, dijeron, si no viajamos, si no logramos el favor de los reyes, si no ganamos dinero? Ante todo, viajaremos.

Pero cuando habían recorrido un trecho, dijo el mayor:

- Uno de nosotros, el cuarto, es un simple, que no tiene más que cordura. Sin el saber, con mera cordura, nadie obtiene el favor de los reyes. Por consiguiente, no compartiremos con él nuestras ganancias. Qué se vuelva a su casa.

El segundo dijo:

- Mi inteligente amigo, careces de sabiduría. Vuelve a tu casa.

El tercero dijo:

- Ésta no es manera de proceder. Desde chicos hemos jugado juntos. Ven, mi noble amigo. Tú tendrás tu parte en nuestras ganancias.

Siguieron su camino y en un bosque hallaron los huesos de un león. Uno de ellos dijo:

- Buena ocasión para ejercitar nuestros conocimientos. Aquí hay un animal muerto; resucitémoslo.

El primero dijo:

- Sé componer el esqueleto.

El segundo dijo:

- Puedo suministrar la piel, la carne y la sangre.

El tercero dijo:

- Sé darle vida.

El primero compuso el esqueleto, el segundo suministró la piel, la carne y la sangre. El tercero se disponía a infundir la vida, cuando el hombre cuerdo observó:

- Es un león. Si lo resucitan, nos va a matar a todos.
- Eres muy simple –dijo el otro–. No seré yo el que frustre la labor de la sabiduría.
- En tal caso –respondió el hombre cuerdo– aguarda que me suba a este árbol.

Cuando lo hubo hecho, resucitaron al león; éste se levantó y mató a los tres. El hombre cuerdo esperó que se alejara el león, para bajar del árbol y volver a su casa.


Panchatantra, siglo II a.C.

17 de diciembre de 2008

El sueño de Chuang Tzu

Chuang Tzu soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre.


Herbert Allen Giles, Chuang Tzu (1889)

Der traum ein leben (El sueño es vida)

El diálogo ocurrió en Adrogué. Mi sobrino Miguel, que tendría cinco o seis años, estaba sentado en el suelo, jugando con la gata. Como todas las mañanas, le pregunté:
- ¿Qué soñaste anoche?
Me contestó:
- Soñé que me había perdido en un bosque y que al fin encontré una casita de madera. Se abrió la puerta y saliste vos.-Con súbita curiosidad me preguntó: -Decime, ¿qué estabas haciendo en esa casita?


Francisco Acevedo, Memorias de un bibliotecario (Burzaco, 1955)

Difícil de contentar

Kardan cayó enfermo. Su tío le dijo:
- ¿Qué deseas comer?
- La cabeza de dos corderos.
- No hay.
- Entonces, las dos cabezas de un cordero.
- No hay.
- Entonces no quiero nada.


Ibn Abd Rabbih, Kitabal idq el farid, tomo III.

10 de diciembre de 2008

"Red on maroon" ("Rojo sobre granate"), Mark Rothko


Mi extraño amigo

Mi extraño amigo tiene muy mal humor, en el sentido de pésimo o sombrío humor, según criterios; no hace gracia salvo que se asemeje al tuyo. Tiene una cara sin facciones claras, desfigurada, tumulto de excrecencias. Sus múltiples ojos, sin ser ojos, imperceptibles, se extienden por sendos lados de la cara; como desparramándose por ella secretan a intervalos un humor acuoso digno de toda repulsión. Su boca, como un casquete chato, parece formar tonsura en la cima de la gólgota. Qué guapo cuando sonríe… Es tierno e inofensivo, aunque su aspecto parezca decir lo contrario. Y además de esto, tiene cuerpo; si se le puede llamar así. Consiste en un ectoplasma aún más maloliente –se me había olvidado decirlo– y repulsivo que la cabeza: no tiene articulaciones y lo único que le permite moverse son unos movimientos peristálticos espasmódicos y dinamitantes. Es pura energía… Sólo tiene un sentido, y es el del instinto a priori, exista o no el término. Es decir, no un instinto a posteriori, resultado o residuo directo o indirecto de los sentidos básicos y ordinarios. Se trata, por tanto, de pura tentativa, ya que jamás podrá emplear nada para sus sibilinas intenciones. Lo más que puede hacer es pretender ser auxiliado algún día por un semejante, ya que no le entiendo y no creo que le entienda; y soy su único amigo…

6 de diciembre de 2008

"El barrendero y el diamante" (historia oriental)

Un día, un barrendero de Alejandría encontró, mientras limpiaba una acera, una magnífica piedra preciosa. Pensó maravillado:

- ¿Será un diamante? Iré a ver al joyero para que lo examine.

Se dirigió al punto a ver al experto. Éste le dijo:

- Es, efectivamente, un diamante. El problema es que aquí nadie podrá decirte su valor. Para saberlo, tendrías que ir a Inglaterra.
- ¡A Inglaterra! –respondió el barrendero atónito–. Pero ¿cómo puedo ir yo allí?
- ¡Espabílate!

El hombre vendió todo cuanto tenía, fue a ver a un pirata que poseía una nave y le dijo:

- No tengo más que este diamante… Y es preciso que vaya a Inglaterra para que me lo valores. Te pagaré una vez allí, cuando lo haya vendido.

El pirata aceptó. Ordeno a la tripulación que le dieran el mejor camarote y rodeó de respeto a su nuevo viajero, pues se trataba de un hombre rico.

El viaje se desarrolló tranquilamente. Pero, un buen día, tras haber comido, el barrendero se durmió en la mesa, con el diamante puesto cerca de él.

Durante su sueño, vino un miembro de la tripulación a limpiar el camarote. Cogió el mantel sin prestar atención y lo sacudió por encima de la borda… y el diamante desapareció junto con las migajas en el océano…

Al despertar, el árabe se sintió morir. Se dio cuenta de que se hallaba en una situación extremadamente precaria, ya que no tenía nada con que apagar su viaje. Sabía lo que le esperaba. Se dijo:

- ¡Si me dejo vencer por el desánimo, mi muerte es segura!... Trataré de poner buena cara al mal tiempo y esperaré a ver qué pasa.

Y esto es lo que hizo. Abandonó el camarote como si nada ocurriera y fingió una serenidad absoluta. El viaje prosiguió sin más problemas. Aunque no le llegaba la camisa al cuerpo, nuestro hombre no dejó traslucir nada y el pirata se siguió mostrando tan respetuoso como antes con él. Un buen día, este último le dijo:

- Tengo una cosa importante que preguntarle. Es usted un hombre poderoso. Siento por usted una gran admiración. Sabe que la nave va cargada de trigo. El problema es que, al llegar a Inglaterra, las autoridades no querrán confiar en mí. Puede que me pidan que pague unas tasas exorbitantes… O tal vez me digan que esta carga la he robado… No sé qué problemas me van a crear, pero, a fin de evitarlos, ¿me permitiría usted poner este cargamento a su nombre?

El barrendero aceptó sin discusión. El pirata añadió:

- En Inglaterra, ya lo arreglaremos. Le daré una comisión.

El pirata le hizo firmar distintos papeles que hicieron al árabe propietario de toda la carga.

Una vez en Inglaterra, el pirata vendió su cargamento a muy buen precio. Se vio en posesión de una gran fortuna, pero fulminado por un repentino ataque cardiaco murió justo después. El producto de la venta fue a parar entonces a nuestro barrendero que finalmente se salió con la suya y se hizo rico.



NOTA: Bajo estos cuentos subyace una moraleja o enseñanza básica que hay que desentrañar cautelosamente, no debe uno precipitarse ni tergiversar la información en él presente.

"La ajorca de oro" (leyenda toledana)

I

Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo, hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.

Él la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límites; la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios, amor que se asemeja a la felicidad y que, no obstante, diríase que lo infunde el cielo para la expiación de una culpa.

Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante, como todas las mujeres del mundo; él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época. Ella se llamaba María Antúnez; él, Pedro Alfonso de Orellana. Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.

La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.

Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para caracterizarlos mejor.


II

Él la encontró un día llorando, y le preguntó:
- ¿Por qué lloras?

Ella se enjugó los ojos, lo miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.

Pedro, entonces, acercándose a María le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río y tornó a decirle:
- ¿Por qué lloras?

El tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador, entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial. El sol transponía los montes vecinos; la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.

Maria exclamó:
- No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes, pues ni yo sabré contestarte ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio; fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni aun concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.

Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.

La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:
- Tú lo quieres; es una locura que te hará reír, pero no importa; te lo diré, puesto que lo deseas. Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen; su imagen, colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego; las notas del órgano temblaban, dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina. Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron, desde luego, en la imagen; digo mal; en la imagen no; se fijaron en un objeto que, hasta entonces, no había visto, un objeto que, sin que pudiese explicármelo, llamaba sobre sí toda la atención… No te rías…; aquel objeto era la ajorca de oro que tiene la madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su divino Hijo… Yo aparté la vista y torné a rezar… ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces de altar, reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de las llamas que fascinan con su brillo y su increíble inquietud… Salí del templo, vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para dormir; no pude… Pasó la noche, eterna, con aquel pensamiento… Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y pedrería; una mujer, sí, porque no era ya la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí. “¿La ves? –parecía decirme, mostrándome la joya–. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca… Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo fantástico, tan fascinador…, nunca…, nunca…” Desperté, pero con la misma idea fija aquí, entonces como ahora, semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás… ¿Y qué?... Callas, callas y doblas la frente… ¿No te hace reír mi locura?

Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza que, en efecto, había inclinado, y dijo con voz sorda:
- ¿Qué Virgen tiene esa presea?
- La del Sagrario –murmuró María.
- ¡La del Sagrario! –repitió el joven con acento de terror–. ¡La del Sagrario de la Catedral!...

Y en sus facciones se retraró un instante el estado de su alma, espantada de una idea.

- ¡Ah! ¿Por qué no la posee otra Virgen? –prosiguió con acento enérgico y apasionado–. ¿Por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona y el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación: Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo… yo, que he nacido en Toledo, imposible, imposible.

- ¡Nunca! –murmuró María con voz casi imperceptible–. ¡Nunca!

Y siguió llorando.

Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente de río; en la corriente, que pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador, entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial.


III

¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantescas palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.

Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas, donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.

Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de sus artes.

En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo y un santo horror que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra. La consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas; el ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe.

Pero si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquiera hora que se penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan profunda como en los días en que despliega todas las galas de su pompa religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas, de alfombras, y sus pilares, de tapices.

Entonces, cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio desde sus cimientos más profundos hasta las más altas agujas que le coronan, entonces en cuando se comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios, que vive en él, y lo anima con su soplo, y lo llena con el reflejo de su omnipotencia.

El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir se celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.

La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero ya ésta se había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que se apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero. Allí, la claridad de una lámpara permitía distinguir sus facciones.

Era Pedro.

¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestara, al fin, a poner por obra una idea que sólo al concebirla se habían erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.

La catedral estaba sola, completamente sola y sumergida en un silencio profundo. No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos: chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o, ¿quién sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.

Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y subió la primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan todos por toda una eternidad. “¡Adelante!”, murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos de erizaron de horror: el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.

Por un momento creyó que una mano fría y descarnada lo sujetaba en aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas, que brillaban en el fondo de las naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo, con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.

“¡Adelante!”, volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara; y trepando por ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas o luz dudosa, más imponente aun que la oscuridad. Sólo la reina de los cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de tanto horror.

Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizaba un instante concluyó por infundirle temor, un temor más extraño, más profundo que el que hasta entonces había sentido.

Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano, con un movimiento convulsivo, y le arrancó la ajorca; la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo arzobispo; la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una fortuna.

Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores temerosos y extraños.

Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se es capó de sus labios.

La catedral estaba llena de estatuas; estatuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia y le miraban con sus ojos sin pupila.

Santos, monjes, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que, arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los doseles, suspendidos en las bóvedas, pululaban, como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.

Ya no pudo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas, arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.

Cuando al otro día los dependientes de la iglesia lo encontraron al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse exclamó con una estridente carcajada:

- ¡Suya, suya!

El infeliz estaba loco.
Leyendas, Gustavo Adolfo Bécquer