29 de diciembre de 2008

Teología

Como ustedes no lo ignoran, yo he viajado mucho. Esto me ha permitido corroborar la afirmación de que siempre el viaje es más o menos ilusorio, de que nada nuevo hay bajo el sol, de que todo es uno y lo mismo, etcétera, pero también, paradójicamente, de que es infundada cualquier desesperanzada de encontrar sorpresas y cosas nuevas: en verdad el mundo es inagotable. Como prueba de lo que digo bastará recordar la peregrina creencia que hallé en el Asia Menor, entre un pueblo de pastores, que se cubren con pieles de ovejas y que son los herederos del antiguo reino de los Magos. Esta gente cree en el sueño. “En el instante de dormirte –me explicaron–, según hayan sido tus actos durante el día, te vas al cielo o al infierno”. Si alguien argumentara: “Nunca he visto partir a un hombre dormido; de acuerdo con mi experiencia, quedan echados hasta que uno los despierta”, contestarían: “El afán de no creer en nada te lleva a olvidar tus propias noches –¿quién no ha conocido sueños agradables y sueños espantosos?– y a confundir el sueño con la muerte. Cada uno es testigo de que hay otra vida para el soñador; para los muertos es diferente el testimonio: ahí quedan, convirtiéndose en polvo”.


H. Garro, Tout lou Mond, Oloron-Saint-Marie, 1918

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