Un día, un barrendero de Alejandría encontró, mientras limpiaba una acera, una magnífica piedra preciosa. Pensó maravillado:
- ¿Será un diamante? Iré a ver al joyero para que lo examine.
Se dirigió al punto a ver al experto. Éste le dijo:
- Es, efectivamente, un diamante. El problema es que aquí nadie podrá decirte su valor. Para saberlo, tendrías que ir a Inglaterra.
- ¡A Inglaterra! –respondió el barrendero atónito–. Pero ¿cómo puedo ir yo allí?
- ¡Espabílate!
El hombre vendió todo cuanto tenía, fue a ver a un pirata que poseía una nave y le dijo:
- No tengo más que este diamante… Y es preciso que vaya a Inglaterra para que me lo valores. Te pagaré una vez allí, cuando lo haya vendido.
El pirata aceptó. Ordeno a la tripulación que le dieran el mejor camarote y rodeó de respeto a su nuevo viajero, pues se trataba de un hombre rico.
El viaje se desarrolló tranquilamente. Pero, un buen día, tras haber comido, el barrendero se durmió en la mesa, con el diamante puesto cerca de él.
Durante su sueño, vino un miembro de la tripulación a limpiar el camarote. Cogió el mantel sin prestar atención y lo sacudió por encima de la borda… y el diamante desapareció junto con las migajas en el océano…
Al despertar, el árabe se sintió morir. Se dio cuenta de que se hallaba en una situación extremadamente precaria, ya que no tenía nada con que apagar su viaje. Sabía lo que le esperaba. Se dijo:
- ¡Si me dejo vencer por el desánimo, mi muerte es segura!... Trataré de poner buena cara al mal tiempo y esperaré a ver qué pasa.
Y esto es lo que hizo. Abandonó el camarote como si nada ocurriera y fingió una serenidad absoluta. El viaje prosiguió sin más problemas. Aunque no le llegaba la camisa al cuerpo, nuestro hombre no dejó traslucir nada y el pirata se siguió mostrando tan respetuoso como antes con él. Un buen día, este último le dijo:
- Tengo una cosa importante que preguntarle. Es usted un hombre poderoso. Siento por usted una gran admiración. Sabe que la nave va cargada de trigo. El problema es que, al llegar a Inglaterra, las autoridades no querrán confiar en mí. Puede que me pidan que pague unas tasas exorbitantes… O tal vez me digan que esta carga la he robado… No sé qué problemas me van a crear, pero, a fin de evitarlos, ¿me permitiría usted poner este cargamento a su nombre?
El barrendero aceptó sin discusión. El pirata añadió:
- En Inglaterra, ya lo arreglaremos. Le daré una comisión.
El pirata le hizo firmar distintos papeles que hicieron al árabe propietario de toda la carga.
Una vez en Inglaterra, el pirata vendió su cargamento a muy buen precio. Se vio en posesión de una gran fortuna, pero fulminado por un repentino ataque cardiaco murió justo después. El producto de la venta fue a parar entonces a nuestro barrendero que finalmente se salió con la suya y se hizo rico.
NOTA: Bajo estos cuentos subyace una moraleja o enseñanza básica que hay que desentrañar cautelosamente, no debe uno precipitarse ni tergiversar la información en él presente.
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