
3 de octubre de 2008
Capítulo IV: Dieciseisavo cumpleaños
Al día siguiente llegó el cumpleaños de la princesa Blancanieves. Todos en palacio estaban preparando una gran fiesta; el rey había contratado a una compañía circense que haría las delicias de todos, tan faltos de espectáculos. Las doncellas iban y venían con todo tipo de paramentos para la princesa, los músicos afinaban sus instrumentos, las sirvientas preparaban el ágape con todo su esmero, los cazadores traían suculentas piezas capturadas esa misma tarde, los cocineros calentaban ollas y sartenes,… todo era movimiento y fragor. Sólo había una persona a la que no le hacía gracia esa celebración: la reina Damne, que estaba totalmente desecha, tirada en un sitial de su alcoba. Se levantó y se aproximó a su espejo mágico, del cual no se sabía ni su nombre, ya que nadie había insistido tanto en saberlo como en saber otras cosas, y le preguntó:
- Espejito, espejito, ¿que pasará si no me deshago de ella, dará al traste con mi voluntad de ser amada?
El espejo ni se inmutó y ella no podía con la rabia que le producía su desidia.
- Habla o te juro que mañana no seguirás malgastando tu poder. Te condenaré para siempre al ostracismo en el mundo de las reflexiones y refracciones.
- Vale, vale. Sólo te diré que hagas lo que hagas estás perdida.
- No sabes lo que dices, pagarás tus insolencias.
Al mismo tiempo, la batahola de gente dispuesta a hacer de aquel día un día especial estaba recogiendo las mesas del jardín ya que estaba comenzando a llover con una gran fuerza. Todos los invitados entraban a tropel en el salón principal, donde improvisadamente se habían instalado todos los enseres. En este contexto el rey era llamado a presencia de su consorte. En la biblioteca ella le estaba esperando para comunicarle que Blancanieves tendría que abandonar el palacio si no quería que muriera en sus propias manos. Él no supo que decir, estaba claro que la reina tenía más carácter que él.
La reina llamó a uno de sus más leales vasallos, desertor de los Hoscos y criado en palacio, su nombre era Algo y quería a Blancanieves como a una hija. Se le encomendó la misión de escoltar a la princesa hasta los límites del territorio perteneciente al palacio, darla una manta y un “hasta nunca”. Él, fiel a su destino, lo hizo con una gran pena. Blancanieves no cambio ni por un momento su rictus altanero.
Estaba lloviendo y las condiciones del suelo eran propias de una ciénaga, pero ella ando y ando hasta encontrar una “señal” de humo que la hizo pensar que estaría cerca de una calurosa casa. Al llegar llamó a la puerta golpeando tres veces la aldaba con las pocas fuerzas que la quedaban. Dentro se oyó:
- ¿Quién va? –pronunció Gruñón, quien estaba haciendo guardia esa noche.
- Soy la princesa Blancanieves, he sido despojada de mi vida y busco un nuevo comienzo.
- ¿Y por qué deberíamos abrirte?
- Por que tengo algo que quizás deseéis tanto como yo.
- Bueno pasa, pero no te prometemos nada.
- Espejito, espejito, ¿que pasará si no me deshago de ella, dará al traste con mi voluntad de ser amada?
El espejo ni se inmutó y ella no podía con la rabia que le producía su desidia.
- Habla o te juro que mañana no seguirás malgastando tu poder. Te condenaré para siempre al ostracismo en el mundo de las reflexiones y refracciones.
- Vale, vale. Sólo te diré que hagas lo que hagas estás perdida.
- No sabes lo que dices, pagarás tus insolencias.
Al mismo tiempo, la batahola de gente dispuesta a hacer de aquel día un día especial estaba recogiendo las mesas del jardín ya que estaba comenzando a llover con una gran fuerza. Todos los invitados entraban a tropel en el salón principal, donde improvisadamente se habían instalado todos los enseres. En este contexto el rey era llamado a presencia de su consorte. En la biblioteca ella le estaba esperando para comunicarle que Blancanieves tendría que abandonar el palacio si no quería que muriera en sus propias manos. Él no supo que decir, estaba claro que la reina tenía más carácter que él.
La reina llamó a uno de sus más leales vasallos, desertor de los Hoscos y criado en palacio, su nombre era Algo y quería a Blancanieves como a una hija. Se le encomendó la misión de escoltar a la princesa hasta los límites del territorio perteneciente al palacio, darla una manta y un “hasta nunca”. Él, fiel a su destino, lo hizo con una gran pena. Blancanieves no cambio ni por un momento su rictus altanero.
Estaba lloviendo y las condiciones del suelo eran propias de una ciénaga, pero ella ando y ando hasta encontrar una “señal” de humo que la hizo pensar que estaría cerca de una calurosa casa. Al llegar llamó a la puerta golpeando tres veces la aldaba con las pocas fuerzas que la quedaban. Dentro se oyó:
- ¿Quién va? –pronunció Gruñón, quien estaba haciendo guardia esa noche.
- Soy la princesa Blancanieves, he sido despojada de mi vida y busco un nuevo comienzo.
- ¿Y por qué deberíamos abrirte?
- Por que tengo algo que quizás deseéis tanto como yo.
- Bueno pasa, pero no te prometemos nada.
2 de octubre de 2008
Capítulo III: Amores platónicos
Mientras tanto, en el palacio la vida parecía un poco más triste sin nadie con la capacidad de ser feliz con lo que tiene. Todos, menos Blancanieves, parecían diez años más viejos, hasta la reina estaba de capa caída, posiblemente se arrepintiera de la decisión de echar a la alegría de la corte, pero ya no había solución. Además, algo parecía haber cambiado, su marido ya no la amaba como antes, “¿síntoma de desenamoramiento?”, pensaba ella mientras en su corazón se producía una sístole tan profunda que no podía respirar.
Sin embargo, ajena a toda la languidez de palacio, Blancanieves parecía tranquila, feliz, envarada,… por que la valía consigo misma para sentirse bien. Su belleza era lo más admirado debido al contraste con su entorno, todos la miraban y la deseaban a pesar de su juventud. Ella seguía igual de pisaverde, lechuguina y presumida como una flor; la diferencia era que ella era carnívora y entonces arrancarla no sería tan fácil. Además tenía la virtud de encandilar hasta al más astuto y apuesto príncipe; ya lo había hecho muchas veces y siempre acababan comiendo de su mano.
Desde hacia un tiempo el rey no paraba de interesarse por todo lo que su hija hacía o dejaba de hacer; incluso, cuando salía sola a dar una vuelta en su palafrén, la hacía seguir por uno de sus lacayos para saber en todo momento lo que ocupaban sus ojos.
Un día Felón y Blancanieves se encontraron en el zaguán y él la preguntó:
- ¿Qué es lo que más deseas?
- ¿Y tú? –rebatió ella.
- Para mi cumpleaños queda mucho, el tuyo es dentro de poco y algo habrá que te haga feliz.
- Me encantaría tener el collar de zafiros de mi madre.
- Tuyo será –prometió el rey.
Todos estos encuentros y pesquisas eran seguidos muy de cerca por la reina, la cual, además de una arraigada perspicacia herencia de su padre el rey Sutil, poseía un espejo mágico que todo lo veía y sabía, pero era tan vago que rara vez accedía a los designios de su ama. Un día intento por todos los medios que el indolente espejo, malgasto de energía y poder, le dejará ver lo que el rey estaba haciendo en ese preciso momento. El espejo salió de su letargo y ofreció la imagen in ictu oculi, aunque supuso un gran esfuerzo para él: el rey estaba paseando por el jardín, tan altivo como siempre, con su mejor traje. De repente vio a Blancanieves que pasaba por uno de los recodos del claustro que rodeaba el jardín; él comenzó a seguirla cuidándose de no ser visto. Ella se dirigía a su alcoba. Subió las escaleras, y él también. Entro en sus aposentos dejando la puerta entornada. El se detuvo junto a ella y por el resquicio entre la puerta y la jamba comenzó a observar de reojo. Ella estaba mirándose en su espejo, cogió un peine y comenzó a peinarse sus largos cabellos. A continuación dejo el peine y se quitó lentamente el vestido.
- ¡No, basta! –gritó plañidera la reina-. ¡No quiero ver más, esto es horrible, no puedo soportarlo!- Se dejo caer en el tálamo y siguió llorando desconsoladamente.
El espejo bostezó y se echo a dormir.
Sin embargo, ajena a toda la languidez de palacio, Blancanieves parecía tranquila, feliz, envarada,… por que la valía consigo misma para sentirse bien. Su belleza era lo más admirado debido al contraste con su entorno, todos la miraban y la deseaban a pesar de su juventud. Ella seguía igual de pisaverde, lechuguina y presumida como una flor; la diferencia era que ella era carnívora y entonces arrancarla no sería tan fácil. Además tenía la virtud de encandilar hasta al más astuto y apuesto príncipe; ya lo había hecho muchas veces y siempre acababan comiendo de su mano.
Desde hacia un tiempo el rey no paraba de interesarse por todo lo que su hija hacía o dejaba de hacer; incluso, cuando salía sola a dar una vuelta en su palafrén, la hacía seguir por uno de sus lacayos para saber en todo momento lo que ocupaban sus ojos.
Un día Felón y Blancanieves se encontraron en el zaguán y él la preguntó:
- ¿Qué es lo que más deseas?
- ¿Y tú? –rebatió ella.
- Para mi cumpleaños queda mucho, el tuyo es dentro de poco y algo habrá que te haga feliz.
- Me encantaría tener el collar de zafiros de mi madre.
- Tuyo será –prometió el rey.
Todos estos encuentros y pesquisas eran seguidos muy de cerca por la reina, la cual, además de una arraigada perspicacia herencia de su padre el rey Sutil, poseía un espejo mágico que todo lo veía y sabía, pero era tan vago que rara vez accedía a los designios de su ama. Un día intento por todos los medios que el indolente espejo, malgasto de energía y poder, le dejará ver lo que el rey estaba haciendo en ese preciso momento. El espejo salió de su letargo y ofreció la imagen in ictu oculi, aunque supuso un gran esfuerzo para él: el rey estaba paseando por el jardín, tan altivo como siempre, con su mejor traje. De repente vio a Blancanieves que pasaba por uno de los recodos del claustro que rodeaba el jardín; él comenzó a seguirla cuidándose de no ser visto. Ella se dirigía a su alcoba. Subió las escaleras, y él también. Entro en sus aposentos dejando la puerta entornada. El se detuvo junto a ella y por el resquicio entre la puerta y la jamba comenzó a observar de reojo. Ella estaba mirándose en su espejo, cogió un peine y comenzó a peinarse sus largos cabellos. A continuación dejo el peine y se quitó lentamente el vestido.
- ¡No, basta! –gritó plañidera la reina-. ¡No quiero ver más, esto es horrible, no puedo soportarlo!- Se dejo caer en el tálamo y siguió llorando desconsoladamente.
El espejo bostezó y se echo a dormir.
30 de septiembre de 2008
Capítulo II: Argentada embriaguez
Al día siguiente “Los Enanos” tuvieron que pensar qué hacer con sus vidas y para decidirlo se reunieron en círculo, en cuyo centro se colocó Sabio para dirigir la discusión.
- Yo creo ¡achus! que tenemos que pe-¡aaaaachus!-dir disculpas a la reina, así nos dejará volver -dijo Alérgico, el cual estaba sufriendo mucho por culpa del polen y los animales del campo.
- ¡No fastidies! Nosotros no somos unos cobardes, además ahora podremos empezar una nueva vida, libres de las garras del opresor y… –decía Romántico cuando Sabio le interrumpió.
- A ver chicos, yo creo que debemos subsistir por nosotros mismos. Para ello debemos buscar un medio de producción que nos dé para henchir el buche todos los días, ¿alguna idea?
- Es es ¡hip!-osible, estbosque es de as driadas e os es-¡hip!-ritus animaes, no poderemos romper su equlibio –dijo Dormilón totalmente beodo.
- ¡Calla borracho, no sabes lo que dices! –le repuso Gruñón-. ¿Y tú qué piensas Feliz?
- A mi me da igual, ¡los pájaros son tan bonitos!
- Eres lo más cursi que existe, ¡que asco! –volvió a gruñir.
Durante todas las opiniones Tímido no paraba de moverse y contraer el rostro, parecía que algo le dolía pero no se atrevía a quejarse. Entonces Sabio le dijo:
- Oye, Tímido, ¿qué te pasa?, no paras quieto.
- Es que me duele mucho el…, eh, no sé como decirlo, em…
- El esternón –dijo Alérgico.
- No, el…
- El corazón –dijo Romántico.
- El… ¡jobar!, lo que hay abajo.
- ¡Dilo ya! –refunfuño Gruñón.
- Lo que sirve para sentarse, ¡leches!
- La ¡sip!-lla –dijo Dormilón medio dormido.
- ¡El culo, joder! –concluyó Sabio después de dejar que continuara el improvisado juego hasta que su paciencia colmó. Su carácter brotó furibundo como lo que estaba a punto de…
- ¿Y por qué te duele? –preguntó Feliz.
- Es que creo que hay algo puntiagudo aquí, no sé lo que es.
- Veámoslo –resolvió Sabio.
Todos se levantaron menos Dormilón, que estaba grogui, y rodearon a Tímido. Éste, al darse cuenta de que no iban a ver que tal estaba, se levantó también. Sabio recogió del suelo una roca argentada, se colocó su monóculo para observarla minuciosamente y con mucha calma comentó:
- Chicos, muy probablemente hayamos encontrado una mina de plata. Somos ricos.
- ¡Hurra! –gritaron todos.- Y comenzaron a danzar al son de la música de Feliz.
Durante los siguientes meses se dedicaron a organizar la explotación del yacimiento. Pidieron permiso para proyectar una mina al aire libre. Se lo concedieron, eso sí, gracias a una serie de carambolas burocráticas, efectuadas por su buen amigo funcionario Taimado, que nada tenían que envidiar a las famosas piruetas enanas. Se compraron una lujosa casa y, así, comenzaron una nueva vida.
- Yo creo ¡achus! que tenemos que pe-¡aaaaachus!-dir disculpas a la reina, así nos dejará volver -dijo Alérgico, el cual estaba sufriendo mucho por culpa del polen y los animales del campo.
- ¡No fastidies! Nosotros no somos unos cobardes, además ahora podremos empezar una nueva vida, libres de las garras del opresor y… –decía Romántico cuando Sabio le interrumpió.
- A ver chicos, yo creo que debemos subsistir por nosotros mismos. Para ello debemos buscar un medio de producción que nos dé para henchir el buche todos los días, ¿alguna idea?
- Es es ¡hip!-osible, estbosque es de as driadas e os es-¡hip!-ritus animaes, no poderemos romper su equlibio –dijo Dormilón totalmente beodo.
- ¡Calla borracho, no sabes lo que dices! –le repuso Gruñón-. ¿Y tú qué piensas Feliz?
- A mi me da igual, ¡los pájaros son tan bonitos!
- Eres lo más cursi que existe, ¡que asco! –volvió a gruñir.
Durante todas las opiniones Tímido no paraba de moverse y contraer el rostro, parecía que algo le dolía pero no se atrevía a quejarse. Entonces Sabio le dijo:
- Oye, Tímido, ¿qué te pasa?, no paras quieto.
- Es que me duele mucho el…, eh, no sé como decirlo, em…
- El esternón –dijo Alérgico.
- No, el…
- El corazón –dijo Romántico.
- El… ¡jobar!, lo que hay abajo.
- ¡Dilo ya! –refunfuño Gruñón.
- Lo que sirve para sentarse, ¡leches!
- La ¡sip!-lla –dijo Dormilón medio dormido.
- ¡El culo, joder! –concluyó Sabio después de dejar que continuara el improvisado juego hasta que su paciencia colmó. Su carácter brotó furibundo como lo que estaba a punto de…
- ¿Y por qué te duele? –preguntó Feliz.
- Es que creo que hay algo puntiagudo aquí, no sé lo que es.
- Veámoslo –resolvió Sabio.
Todos se levantaron menos Dormilón, que estaba grogui, y rodearon a Tímido. Éste, al darse cuenta de que no iban a ver que tal estaba, se levantó también. Sabio recogió del suelo una roca argentada, se colocó su monóculo para observarla minuciosamente y con mucha calma comentó:
- Chicos, muy probablemente hayamos encontrado una mina de plata. Somos ricos.
- ¡Hurra! –gritaron todos.- Y comenzaron a danzar al son de la música de Feliz.
Durante los siguientes meses se dedicaron a organizar la explotación del yacimiento. Pidieron permiso para proyectar una mina al aire libre. Se lo concedieron, eso sí, gracias a una serie de carambolas burocráticas, efectuadas por su buen amigo funcionario Taimado, que nada tenían que envidiar a las famosas piruetas enanas. Se compraron una lujosa casa y, así, comenzaron una nueva vida.
Adonis y Afrodita
Camino a casa, tranquilo y rápido. Es de noche. Calles conocidas, bancos vacíos; coches, pocas gentes. En el umbral de la acera se recorta una figura. Femenina. El corazón no late. Ahora sí. Pasa como una exhalación. O no, más bien soy yo el exhalado. Un segundo y parecen horas. Se ralentiza el tiempo. Clava su mirada posesa de poder. Le arde el cuerpo, el cabello, la ropa; el aura incandescente. Ojos de sierpe en los míos. Luceros de placer. La lujuria me invade un instante eterno. ¡Por que hace eso! Bamboleándose escotada; pecaminosa y procaz. ¿Intenta seducir?, no, intenta matar… ¿Será “asesina” de día?, no creo; es cazadora nocturna. La luna observa... Connivencia divina. A hurtadillas entre las sombras para materializarse mortalmente se desliza, tentando al mismísimo diablo. Debería reprocharle mi excitación. “Cárguemelo a su cuenta, por favor”. “Cheque al portador del corazón; o, mejor dicho, del miocardió”... Mandíbulas fijas, ígneos ojos, pechos turgentes… Te comería costillas, malar y tarso; tus huesos percuten mi razón. Muerto en la parálisis temporal, detengo los pasos, giro el cuerpo y me encaro aceptando el duelo. Le espeto:
- ¿Qué crees que estas haciendo?
- ¿Cuál?
- Por qué matas; o una visión o muy cruel eres.
- No sé…-Su fingido candor me arrastra…
- ¿Me deseas? Yo a ti sí. Ven, acércate.
Despierto del ensueño. Llego al fin. ¡Por qué no le he dicho nada, ahora "sería mía"!…
Olvido, y vuelvo a mi vida llamada Perséfone.
Adonis
- ¿Qué crees que estas haciendo?
- ¿Cuál?
- Por qué matas; o una visión o muy cruel eres.
- No sé…-Su fingido candor me arrastra…
- ¿Me deseas? Yo a ti sí. Ven, acércate.
Despierto del ensueño. Llego al fin. ¡Por qué no le he dicho nada, ahora "sería mía"!…
Olvido, y vuelvo a mi vida llamada Perséfone.
Adonis
29 de septiembre de 2008
Capítulo I: Idílica vida en el palacio
Érase una vez un bucólico lugar, reino y estancia de innumerables seres que vivían en armonía y felicidad. Se trataba de Simonía, un país sencillo ubicado en un vasto bosque radiado por enésimos caminos que unían cada una de sus casas. En el centro, punto cero de la red de calzadas, sobre una gran colina, se erigía un suntuoso palacio propiedad de los reyes, absolutistas, aunque benévolos para con sus compatriotas, Felón y Damne. Poseían una gran belleza, como muertos embalsamados, perfectos, pero vacíos debido a su condición humana.
Éstos habían tenido tan sólo una hija, Blancanieves, de una belleza especial: piel de nácar, justificación de su nombre, cabellos de azabache, ojos de obsidiana y alma de diosa; todo ello, junto a su picardía e inteligencia, hacían de ella, a sus 15 años, una arpía capaz de superar a su análoga mitológica, secuestrando la razón de quien pretendiese. Su exagerado narcisismo evidenciaba el poder que era capaz de hacinar en sus entrañas y en las de su futuro reino, pero todavía le quedaban años y años para heredar el trono.
En palacio trabajaban un gran número de criados: sirvientas, doncellas, cocineros, músicos, mancebos, guardia real, cazadores, recolectores, floricultores, ayos y bufones. Éstos últimos eran los que más animaban las fiestas y los ratos libres de toda la corte, se pasaban el día danzando y riendo, conseguían arrancar una sonrisa hasta el más hosco de los Hoscos, pueblo que buscaba la secesión debido a su talante huraño. Los bufones eran siete: Sabio, Dormilón, Tímido, Feliz, Gruñón, Alérgico y Romántico, designados así por Augura, la bruja que profesaba en el registro civil como nombradora, ya que poseía la virtud de leer el espíritu de la gente y captar la característica más singular de cada uno.
Un día se estaba celebrando en el palacio un gran festín; estaban invitados todos los representantes de cada casa. Había todo tipo de manjares y divertimentos; todo lo que se pudiera desear, ya que el mago Taumaturgo sacaba de su sombrero hasta lo más inimaginable.
De repente, el heraldo anunció el espectáculo bufón y comenzaron a salir “Los Enanos” ataviados con vestimentas de otras culturas; la estentórea risa dio paso a una salva de aplausos que avivó los improvisados movimientos de los artistas: piruetas por aquí, cabriolas por allá; disparatados golpes, extrañas muecas y mucho más... En la creación de una pirámide humana, acompañada por la harmónica de Feliz, el pináculo lo ocuparía Dormilón, pero la melopea que llevaba hizo que su equilibrio se esfumara, provocando su caída desde lo más alto. El golpe que sufrió fue terrible y, al no estar previsto, no le hizo ninguna gracia; pero la reina no paraba de desternillarse. Este hecho hizo que se enfureciera y su vehemencia, unido a su etilismo, provocó que escupiese un satírico discurso contra ella. Según iba aumentando su ardor, sus palabras se iban convirtiendo en una cruel diatriba propia de su lengua viperina; todo señalaba que estaba harto de hacer de payaso y esclavo.
Su desinhibición hizo que los “agraciados” hermanos acabaran esa noche durmiendo en la calle. Mientras los demás se lamentaban, Dormilón no paraba de cantar, satisfecho de no tener que seguir con aquella vida de cómico:
- ¡Los bogachos en el cemente…-¡hip!-…guió, jue-gan al mus! ¡Ay Mari Lus apaga lus, que yo no puedo vivig con tanta lus!…
D.C.O.
Éstos habían tenido tan sólo una hija, Blancanieves, de una belleza especial: piel de nácar, justificación de su nombre, cabellos de azabache, ojos de obsidiana y alma de diosa; todo ello, junto a su picardía e inteligencia, hacían de ella, a sus 15 años, una arpía capaz de superar a su análoga mitológica, secuestrando la razón de quien pretendiese. Su exagerado narcisismo evidenciaba el poder que era capaz de hacinar en sus entrañas y en las de su futuro reino, pero todavía le quedaban años y años para heredar el trono.
En palacio trabajaban un gran número de criados: sirvientas, doncellas, cocineros, músicos, mancebos, guardia real, cazadores, recolectores, floricultores, ayos y bufones. Éstos últimos eran los que más animaban las fiestas y los ratos libres de toda la corte, se pasaban el día danzando y riendo, conseguían arrancar una sonrisa hasta el más hosco de los Hoscos, pueblo que buscaba la secesión debido a su talante huraño. Los bufones eran siete: Sabio, Dormilón, Tímido, Feliz, Gruñón, Alérgico y Romántico, designados así por Augura, la bruja que profesaba en el registro civil como nombradora, ya que poseía la virtud de leer el espíritu de la gente y captar la característica más singular de cada uno.
Un día se estaba celebrando en el palacio un gran festín; estaban invitados todos los representantes de cada casa. Había todo tipo de manjares y divertimentos; todo lo que se pudiera desear, ya que el mago Taumaturgo sacaba de su sombrero hasta lo más inimaginable.
De repente, el heraldo anunció el espectáculo bufón y comenzaron a salir “Los Enanos” ataviados con vestimentas de otras culturas; la estentórea risa dio paso a una salva de aplausos que avivó los improvisados movimientos de los artistas: piruetas por aquí, cabriolas por allá; disparatados golpes, extrañas muecas y mucho más... En la creación de una pirámide humana, acompañada por la harmónica de Feliz, el pináculo lo ocuparía Dormilón, pero la melopea que llevaba hizo que su equilibrio se esfumara, provocando su caída desde lo más alto. El golpe que sufrió fue terrible y, al no estar previsto, no le hizo ninguna gracia; pero la reina no paraba de desternillarse. Este hecho hizo que se enfureciera y su vehemencia, unido a su etilismo, provocó que escupiese un satírico discurso contra ella. Según iba aumentando su ardor, sus palabras se iban convirtiendo en una cruel diatriba propia de su lengua viperina; todo señalaba que estaba harto de hacer de payaso y esclavo.
Su desinhibición hizo que los “agraciados” hermanos acabaran esa noche durmiendo en la calle. Mientras los demás se lamentaban, Dormilón no paraba de cantar, satisfecho de no tener que seguir con aquella vida de cómico:
- ¡Los bogachos en el cemente…-¡hip!-…guió, jue-gan al mus! ¡Ay Mari Lus apaga lus, que yo no puedo vivig con tanta lus!…
D.C.O.
27 de septiembre de 2008
El gusano de seda y la araña
Trabajando un gusano su capullo,
la araña, que tejía a toda prisa,
de esta suerte le habló con falsa risa,
muy propia de su orgullo:
“¿Qué dice de mi tela el señor gusano?,
esta mañana la empecé temprano,
y ya estará acabada al mediodía”.
“Mire qué sutil es, mire que bella…”
El gusano con sorna respondía:
“Usted tiene razón: así sale ella”.
la araña, que tejía a toda prisa,
de esta suerte le habló con falsa risa,
muy propia de su orgullo:
“¿Qué dice de mi tela el señor gusano?,
esta mañana la empecé temprano,
y ya estará acabada al mediodía”.
“Mire qué sutil es, mire que bella…”
El gusano con sorna respondía:
“Usted tiene razón: así sale ella”.
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confabulado (fábulas): Tomás de Iriarte
El corazón delator ("Narraciones Extraordinarias", Edgar Allan Poe)
¡Créanlo! Yo soy muy nervioso, excesivamente nervioso: siempre lo he sido. Pero, ¿por qué se empeñan ustedes en que estoy loco? La enfermedad ha dado mayor agudeza a mis sentidos: no los ha destruido ni embotado. Entre todos sobresale, sin embargo, el oído como superior en firmeza: yo he oído todas las cosas del cielo y de la tierra y no pocas del infierno: ¿Cómo, pues, he de estar loco? ¡Escúchenme y vean con cuánta alma y cordura relato a ustedes toda mi historia!
No puedo explicar cómo cruzó por mi mente la idea por primera vez; pero desde que la concebí, no cesó de perseguirme noche y día. Puedo asegurar que era independiente de mi voluntad. Yo quería al pobre viejo que no me había hecho mal alguno; jamás me había ofendido: yo no codiciaba su oro… ¡Ah! ¡Esto sí! Uno de sus ojos parecía de buitre; un ojo de color azul apagado y con una catarata. Cada vez que aquel ojo se fijaba en mí, la sangre se me helaba; así fue como gradualmente se me metió en la cabeza matar a aquel viejo, y de este modo librarme para siempre de aquella insoportable mirada.
He aquí, pues, la dificultad. ¿Me creen ustedes loco? Pues bien: los locos no saben dar razón de nada; ¡pero si me hubieran visto ustedes! ¡Si hubieran observado con qué sagacidad me conduje! ¡Con qué precaución y qué previsora y disimuladamente ejecuté todas las noches mi empresa! Nunca estuve tan amable con el viejo como durante la semana que precedió al asesinato. Todas las noches, hacia las doce, descorría el pestillo de su puerta y abría, ¡oh, tan suavemente! Y cuando había entrabierto lo necesario para que cupiese mi cabeza, introducía una linterna sorda, herméticamente cerrada, sin dejar que asomase un solo rayo de luz; después metía la cabeza, ¡cómo se hubieran reído ustedes al ver cuán diestramente metía la cabeza! La movía lentamente, muy lentamente, para no interrumpir el sueño del viejo. Una hora solía emplear, por lo menos, en introducir la cabeza por la abertura, hasta ver al viejo acostado en su cama. ¿Un loco podría haber sido, acaso, tan prudente? Y cuando había metido toda la cabeza, abría ya la linterna con precaución, ¡oh, con qué precaución, porque rechinaba el gozne! Abría estrictamente lo necesario para que un rayo imperceptible de luz cayese sobre el ojo de buitre. Hice esto durante siete interminables noches, a las doce en punto; mas como siempre encontrase el ojo cerrado, no pude realizar mi propósito; porque no era el viejo mi constante pesadilla, sino su maldito ojo. Cada mañana, no bien amanecía, entraba yo resueltamente en su cuarto y le hablaba con desparpajo, llamándolo cariñosamente por su nombre. Muy sagaz había de ser el viejo para que pudiera presumir que cada noche, a medianoche, lo espiaba durante el sueño.
A la octava noche extremé las precauciones para abrir la puerta. El horario de un reloj marcha con mayor velocidad que la de mi mano al moverse. Hasta aquella noche no había yo experimentado todo el alcance de mis facultades y de mi sagacidad. Apenas podía contener sin exteriorizarlo el gozo que me causa el triunfo. ¡Pensar que estaba abriendo paco a poco la puerta, y que él no soñaba siquiera mis propósitos! Esta idea me arrancó una ligera exclamación de júbilo que él oyó sin duda, porque se revolvió de pronto en la cama, como si despertase. ¿Creerán ustedes, quizá, que me retiré? ¡Pues no! La habitación estaba tan negra como la pez, según eran de espesas las tinieblas, porque las ventanas estaban herméticamente cerradas por temor a los ladrones. Así, pues, en la seguridad de que él no podría ver la abertura de la puerta, continué abriéndola más y más.
Ya había introducido la cabeza y comenzaba a abrir la linterna, cuando ocurrió que mi pulgar resbaló sobre el cierre de hojalata, y el viejo se incorporó en la cama, gritando.
- ¿Quién está ahí?
Permanecí completamente inmóvil y sin articular una sílaba. Por espacio de una hora no moví ni un músculo, y aunque presté oído, no pude oír que se volviera a acostar. Permanecía incorporado y en acecho lo mismo que yo había hecho noches enteras escuchando las pisadas de las arañas en la pared.
De pronto oí un débil gemido y supe que su origen era un terror mortal: no era un gemido de dolor o de disgusto, ¡oh, no! Era el ruido sordo y ahogado de un alma sobrecogida de espanto. Este ruido me era familiar; bastantes noches, a la medianoche en punto, mientras el mundo entero dormía, se había escapado de mi propio pecho, aumentando con su terrible eco los terrores que me asaltaban. Digo, pues, que me era bien conocido aquel ruido. Yo sabía lo que el viejo estaba sufriendo, y tenía compasión de él, aunque mi corazón estaba alegre. Sabía que estaba despierto desde que, al oír el primer ruido, se había incorporado en su lecho, y que había tratado de convencerme de que su terror no tenía fundamento, pero no lo había logrado. Se había dicho a sí mismo: “¡Es el viento que suena en la chimenea, o un ratón que corre por el entarimado!” Sí, había querido recobrar el valor con semejante suposición, pero en vano; en vano, porque la muerte que se aproximaba había pasado por delante de él, envolviendo a su víctima con su fatídica sombra. La influencia de aquella sombra fúnebre era la que le hacía adivinar, aunque nada había visto ni oído, la presencia de mi cabeza en su habitación.
Esperé bastante tiempo, y con gran paciencia, sin oír que volviera a acostarse, y me decidí entonces a entreabrir un poco la linterna, pero tan poco, tan poco, que no podía ser menos. La abrí, pues, tan suavemente, con tanta precaución que sería imposible imaginarlo, hasta que al fin un rayo de luz, pálido y tenue como un hilo de araña, penetró por la abertura y fue a dar en el ojo de buitre.
Estaba abierto, completamente abierto; yo apenas lo miré; la cólera me cegó. Lo vi clara y distintamente por entero, de un azul desvanecido, y velado por una tela horrible que me helo hasta la médula de los huesos; mas no me fue posible ver ni la cara ni el cuerpo del viejo, pues había dirigido la luz, como por instinto, precisamente al lugar aborrecido.
Empero, ¿no dije a ustedes que lo que toman por locura no es sino un refinamiento de los sentidos? Pues bien, he aquí que oí un ruido sordo, apagado y frecuente, parecido al que haría un reloj envuelto en algodón, y lo reconocí sin dificultad: era el latido del corazón del viejo. Al escucharlo creció mi furor, como el valor del soldado se aumenta con el redoblé de los tambores.
Me contuve, sin embargo, y permanecí inmóvil y respirando apenas. Procuré sostener fija la linterna y el rayo de luz en dirección al ojo. Al mismo tiempo, el latir infernal del corazón era cada vez más fuerte y más precipitado y, sobre todo, más sonoro. El terror del viejo debía de ser inmenso: “Estos latidos –dije yo para mí– son cada momento más fuertes.” ¿Me entienden bien? Ya les he dicho que soy nervioso: por lo tanto, aquel ruido tan extraño, en mitad de la noche y del medroso silencio que reinaba en aquella vieja casa, me producía un temor irresistible. Aún pude, sin embargo, contenerme durante algunos minutos; pero los latidos iban siendo cada vez más fuertes. Pensaba que el corazón iba a estallar, y he aquí que una nueva angustia se apoderó de mí: aquel ruido podía ser oído por algún vecino. La hora suprema del viejo había llegado. Di un alarido, abrí de pronto la linterna y me arrojé sobre él. El viejo no profirió un solo grito. En un instante, lo eché sobre el entarimado y cargué sobre su cuerpo todo el peso aplastador de la cama. Entonces sonreí satisfecho al ver tan adelantada mi obra. Durante algunos minutos siguió aún latiendo el corazón con un sonido apagado; pero esto ya no me atormentó como antes, porque el ruido no podía oírse a través del muro. Por fin, cesó el ruido: el viejo había expirado. Levanté la cama y examiné el cuerpo: estaba rígido e inerte. Le puse la mano sobre el corazón y la mantuve así durante muchos minutos: ningún latido: estaba rígido e inerte. El ojo maldito no podía atormentarme más.
Si persisten en creerme loco, tal creencia se desvanecerá cuando diga los ingeniosos medios que empleé para esconder el cadáver. La noche avanzaba, y yo trabajaba de prisa y silenciosamente. Primero le corté la cabeza, después los brazos, y por último las piernas. Luego separé tres tablas del entarimado y oculté debajo aquellos restos, volviendo a colocar las tablas tan hábil y diestramente que ningún ojo humano –¡ni el suyo!– hubiera podido descubrir ningún indicio sospechoso. No había nada delatador: ni una mancha, ni un rastro de sangre: había tomado todo género de precauciones y había puesto una cubeta para que recibiera toda la sangre.
Terminaba esta tarea cuando sonaron las cuatro; todo estaba tan oscuro como a medianoche. No se había aún extinguido el eco de las campanadas cuando sentí que llamaban a la puerta de la calle. Bajé a abrir con el corazón tranquilo, porque, ¿qué tenía yo que temer? Entraron tres hombres que se me presentaron como agentes de policía. Un vecino había oído un grito durante la noche, y, en previsión de alguna desgracia, lo había puesto en conocimiento de la oficina de policía, la cual envió a aquellos señores para reconocer el lugar de donde había salido el grito.
Yo me sonreí, porque, ¿qué tenía que temer? Saludé a los agentes y les dije que el grito lo había dado yo en sueños. “El viejo –añadí– está de viaje.” Conduje a mis visitantes por toda la casa, y les invité a que lo registrasen minuciosamente todo. Por último, los llevé a su habitación y les enseñé sus tesoros en perfecto orden y seguridad. Era tan completa mi confianza que llevé sillas a la habitación y supliqué a los agentes que se sentaran, mientras que yo, con la audacia de mi triunfo, coloqué mi propio asiento sobre el lugar donde estaba escondido el cuerpo de la víctima.
Los policías estaban satisfechos: mi tranquilidad había desvanecido toda sospecha. Yo me sentía por completo sereno. Se sentaron, pues, y conversamos familiarmente. Mas, al cabo de un corto tiempo, me sentí palidecer y empecé a desear que se marcharan. Experimenté un fuerte dolor de cabeza y me parecía que me zumbaban los oídos; pero los agentes permanecían sentados y hablando. El zumbido comenzó a ser más perceptible, y poco después más claro aún; yo animé entonces la conversación y hablé cuanto pude para destruir aquella tenaz sensación; el ruido continuó, sin embargo, hasta ser tan claro y distinto que comprendía que no partía de mis oídos.
Sin duda, entonces debí de palidecer; pero seguí hablando con mayor rapidez, alzando más la voz. El ruido seguía, no obstante, en aumento, ¿y qué podía yo hacer? Era un ruido sordo, apagado, frecuente, parecido al que haría un reloj envuelto en algodón. Yo respiraba apenas; los agentes no oían nada todavía. Precipité aún más las conversaciones y hablé con mayor vehemencia; pero el ruido aumentaba sin cesar. Me levanté y disputé sobre futilezas en alta voz y gesticulando como un energúmeno; pero el ruido crecía, siendo cada vez mayor. ¿Por qué no se iba? Recorrí el entarimado con grandes y ruidosos pasos, como exasperado por las objeciones que los agentes me hacían; pero el ruido crecía, crecía por grados. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía yo hacer? Rabié, pateé y juré, arrastré mi silla y golpeé con ella el entarimado; pero el ruido lo dominaba todo y crecía indefinidamente. ¡Más fuerte, más fuerte aún! ¡Siempre más fuerte! Y los agentes continuaban hablando, y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Dios todo poderoso, no, no! ¡Seguramente lo oían! ¡Conocedores de todo, de burlaban de mi espanto! Así lo creí entonces y todavía lo cero. Cualquier cosa hubiera sido más soportable que esa burla. No podía tolerar por más tiempo aquellas hipócritas sonrisas, y, entre tanto, el ruido, ¿lo oyen?, escuchen, ¡más alto, más alto! ¡Siempre más alto, siempre más alto!
- ¡Miserables! –grité–. ¡No finjan ustedes más, yo lo confieso! ¡Arranquen esas tablas! ¡Ahí está, ahí está! ¡Es el latido de su horrible corazón!
No puedo explicar cómo cruzó por mi mente la idea por primera vez; pero desde que la concebí, no cesó de perseguirme noche y día. Puedo asegurar que era independiente de mi voluntad. Yo quería al pobre viejo que no me había hecho mal alguno; jamás me había ofendido: yo no codiciaba su oro… ¡Ah! ¡Esto sí! Uno de sus ojos parecía de buitre; un ojo de color azul apagado y con una catarata. Cada vez que aquel ojo se fijaba en mí, la sangre se me helaba; así fue como gradualmente se me metió en la cabeza matar a aquel viejo, y de este modo librarme para siempre de aquella insoportable mirada.
He aquí, pues, la dificultad. ¿Me creen ustedes loco? Pues bien: los locos no saben dar razón de nada; ¡pero si me hubieran visto ustedes! ¡Si hubieran observado con qué sagacidad me conduje! ¡Con qué precaución y qué previsora y disimuladamente ejecuté todas las noches mi empresa! Nunca estuve tan amable con el viejo como durante la semana que precedió al asesinato. Todas las noches, hacia las doce, descorría el pestillo de su puerta y abría, ¡oh, tan suavemente! Y cuando había entrabierto lo necesario para que cupiese mi cabeza, introducía una linterna sorda, herméticamente cerrada, sin dejar que asomase un solo rayo de luz; después metía la cabeza, ¡cómo se hubieran reído ustedes al ver cuán diestramente metía la cabeza! La movía lentamente, muy lentamente, para no interrumpir el sueño del viejo. Una hora solía emplear, por lo menos, en introducir la cabeza por la abertura, hasta ver al viejo acostado en su cama. ¿Un loco podría haber sido, acaso, tan prudente? Y cuando había metido toda la cabeza, abría ya la linterna con precaución, ¡oh, con qué precaución, porque rechinaba el gozne! Abría estrictamente lo necesario para que un rayo imperceptible de luz cayese sobre el ojo de buitre. Hice esto durante siete interminables noches, a las doce en punto; mas como siempre encontrase el ojo cerrado, no pude realizar mi propósito; porque no era el viejo mi constante pesadilla, sino su maldito ojo. Cada mañana, no bien amanecía, entraba yo resueltamente en su cuarto y le hablaba con desparpajo, llamándolo cariñosamente por su nombre. Muy sagaz había de ser el viejo para que pudiera presumir que cada noche, a medianoche, lo espiaba durante el sueño.
A la octava noche extremé las precauciones para abrir la puerta. El horario de un reloj marcha con mayor velocidad que la de mi mano al moverse. Hasta aquella noche no había yo experimentado todo el alcance de mis facultades y de mi sagacidad. Apenas podía contener sin exteriorizarlo el gozo que me causa el triunfo. ¡Pensar que estaba abriendo paco a poco la puerta, y que él no soñaba siquiera mis propósitos! Esta idea me arrancó una ligera exclamación de júbilo que él oyó sin duda, porque se revolvió de pronto en la cama, como si despertase. ¿Creerán ustedes, quizá, que me retiré? ¡Pues no! La habitación estaba tan negra como la pez, según eran de espesas las tinieblas, porque las ventanas estaban herméticamente cerradas por temor a los ladrones. Así, pues, en la seguridad de que él no podría ver la abertura de la puerta, continué abriéndola más y más.
Ya había introducido la cabeza y comenzaba a abrir la linterna, cuando ocurrió que mi pulgar resbaló sobre el cierre de hojalata, y el viejo se incorporó en la cama, gritando.
- ¿Quién está ahí?
Permanecí completamente inmóvil y sin articular una sílaba. Por espacio de una hora no moví ni un músculo, y aunque presté oído, no pude oír que se volviera a acostar. Permanecía incorporado y en acecho lo mismo que yo había hecho noches enteras escuchando las pisadas de las arañas en la pared.
De pronto oí un débil gemido y supe que su origen era un terror mortal: no era un gemido de dolor o de disgusto, ¡oh, no! Era el ruido sordo y ahogado de un alma sobrecogida de espanto. Este ruido me era familiar; bastantes noches, a la medianoche en punto, mientras el mundo entero dormía, se había escapado de mi propio pecho, aumentando con su terrible eco los terrores que me asaltaban. Digo, pues, que me era bien conocido aquel ruido. Yo sabía lo que el viejo estaba sufriendo, y tenía compasión de él, aunque mi corazón estaba alegre. Sabía que estaba despierto desde que, al oír el primer ruido, se había incorporado en su lecho, y que había tratado de convencerme de que su terror no tenía fundamento, pero no lo había logrado. Se había dicho a sí mismo: “¡Es el viento que suena en la chimenea, o un ratón que corre por el entarimado!” Sí, había querido recobrar el valor con semejante suposición, pero en vano; en vano, porque la muerte que se aproximaba había pasado por delante de él, envolviendo a su víctima con su fatídica sombra. La influencia de aquella sombra fúnebre era la que le hacía adivinar, aunque nada había visto ni oído, la presencia de mi cabeza en su habitación.
Esperé bastante tiempo, y con gran paciencia, sin oír que volviera a acostarse, y me decidí entonces a entreabrir un poco la linterna, pero tan poco, tan poco, que no podía ser menos. La abrí, pues, tan suavemente, con tanta precaución que sería imposible imaginarlo, hasta que al fin un rayo de luz, pálido y tenue como un hilo de araña, penetró por la abertura y fue a dar en el ojo de buitre.
Estaba abierto, completamente abierto; yo apenas lo miré; la cólera me cegó. Lo vi clara y distintamente por entero, de un azul desvanecido, y velado por una tela horrible que me helo hasta la médula de los huesos; mas no me fue posible ver ni la cara ni el cuerpo del viejo, pues había dirigido la luz, como por instinto, precisamente al lugar aborrecido.
Empero, ¿no dije a ustedes que lo que toman por locura no es sino un refinamiento de los sentidos? Pues bien, he aquí que oí un ruido sordo, apagado y frecuente, parecido al que haría un reloj envuelto en algodón, y lo reconocí sin dificultad: era el latido del corazón del viejo. Al escucharlo creció mi furor, como el valor del soldado se aumenta con el redoblé de los tambores.
Me contuve, sin embargo, y permanecí inmóvil y respirando apenas. Procuré sostener fija la linterna y el rayo de luz en dirección al ojo. Al mismo tiempo, el latir infernal del corazón era cada vez más fuerte y más precipitado y, sobre todo, más sonoro. El terror del viejo debía de ser inmenso: “Estos latidos –dije yo para mí– son cada momento más fuertes.” ¿Me entienden bien? Ya les he dicho que soy nervioso: por lo tanto, aquel ruido tan extraño, en mitad de la noche y del medroso silencio que reinaba en aquella vieja casa, me producía un temor irresistible. Aún pude, sin embargo, contenerme durante algunos minutos; pero los latidos iban siendo cada vez más fuertes. Pensaba que el corazón iba a estallar, y he aquí que una nueva angustia se apoderó de mí: aquel ruido podía ser oído por algún vecino. La hora suprema del viejo había llegado. Di un alarido, abrí de pronto la linterna y me arrojé sobre él. El viejo no profirió un solo grito. En un instante, lo eché sobre el entarimado y cargué sobre su cuerpo todo el peso aplastador de la cama. Entonces sonreí satisfecho al ver tan adelantada mi obra. Durante algunos minutos siguió aún latiendo el corazón con un sonido apagado; pero esto ya no me atormentó como antes, porque el ruido no podía oírse a través del muro. Por fin, cesó el ruido: el viejo había expirado. Levanté la cama y examiné el cuerpo: estaba rígido e inerte. Le puse la mano sobre el corazón y la mantuve así durante muchos minutos: ningún latido: estaba rígido e inerte. El ojo maldito no podía atormentarme más.
Si persisten en creerme loco, tal creencia se desvanecerá cuando diga los ingeniosos medios que empleé para esconder el cadáver. La noche avanzaba, y yo trabajaba de prisa y silenciosamente. Primero le corté la cabeza, después los brazos, y por último las piernas. Luego separé tres tablas del entarimado y oculté debajo aquellos restos, volviendo a colocar las tablas tan hábil y diestramente que ningún ojo humano –¡ni el suyo!– hubiera podido descubrir ningún indicio sospechoso. No había nada delatador: ni una mancha, ni un rastro de sangre: había tomado todo género de precauciones y había puesto una cubeta para que recibiera toda la sangre.
Terminaba esta tarea cuando sonaron las cuatro; todo estaba tan oscuro como a medianoche. No se había aún extinguido el eco de las campanadas cuando sentí que llamaban a la puerta de la calle. Bajé a abrir con el corazón tranquilo, porque, ¿qué tenía yo que temer? Entraron tres hombres que se me presentaron como agentes de policía. Un vecino había oído un grito durante la noche, y, en previsión de alguna desgracia, lo había puesto en conocimiento de la oficina de policía, la cual envió a aquellos señores para reconocer el lugar de donde había salido el grito.
Yo me sonreí, porque, ¿qué tenía que temer? Saludé a los agentes y les dije que el grito lo había dado yo en sueños. “El viejo –añadí– está de viaje.” Conduje a mis visitantes por toda la casa, y les invité a que lo registrasen minuciosamente todo. Por último, los llevé a su habitación y les enseñé sus tesoros en perfecto orden y seguridad. Era tan completa mi confianza que llevé sillas a la habitación y supliqué a los agentes que se sentaran, mientras que yo, con la audacia de mi triunfo, coloqué mi propio asiento sobre el lugar donde estaba escondido el cuerpo de la víctima.
Los policías estaban satisfechos: mi tranquilidad había desvanecido toda sospecha. Yo me sentía por completo sereno. Se sentaron, pues, y conversamos familiarmente. Mas, al cabo de un corto tiempo, me sentí palidecer y empecé a desear que se marcharan. Experimenté un fuerte dolor de cabeza y me parecía que me zumbaban los oídos; pero los agentes permanecían sentados y hablando. El zumbido comenzó a ser más perceptible, y poco después más claro aún; yo animé entonces la conversación y hablé cuanto pude para destruir aquella tenaz sensación; el ruido continuó, sin embargo, hasta ser tan claro y distinto que comprendía que no partía de mis oídos.
Sin duda, entonces debí de palidecer; pero seguí hablando con mayor rapidez, alzando más la voz. El ruido seguía, no obstante, en aumento, ¿y qué podía yo hacer? Era un ruido sordo, apagado, frecuente, parecido al que haría un reloj envuelto en algodón. Yo respiraba apenas; los agentes no oían nada todavía. Precipité aún más las conversaciones y hablé con mayor vehemencia; pero el ruido aumentaba sin cesar. Me levanté y disputé sobre futilezas en alta voz y gesticulando como un energúmeno; pero el ruido crecía, siendo cada vez mayor. ¿Por qué no se iba? Recorrí el entarimado con grandes y ruidosos pasos, como exasperado por las objeciones que los agentes me hacían; pero el ruido crecía, crecía por grados. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía yo hacer? Rabié, pateé y juré, arrastré mi silla y golpeé con ella el entarimado; pero el ruido lo dominaba todo y crecía indefinidamente. ¡Más fuerte, más fuerte aún! ¡Siempre más fuerte! Y los agentes continuaban hablando, y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Dios todo poderoso, no, no! ¡Seguramente lo oían! ¡Conocedores de todo, de burlaban de mi espanto! Así lo creí entonces y todavía lo cero. Cualquier cosa hubiera sido más soportable que esa burla. No podía tolerar por más tiempo aquellas hipócritas sonrisas, y, entre tanto, el ruido, ¿lo oyen?, escuchen, ¡más alto, más alto! ¡Siempre más alto, siempre más alto!
- ¡Miserables! –grité–. ¡No finjan ustedes más, yo lo confieso! ¡Arranquen esas tablas! ¡Ahí está, ahí está! ¡Es el latido de su horrible corazón!
24 de agosto de 2008
14 de agosto de 2008
Efemérides de Agosto
- El 3 de agosto de 1492 zarpa del puerto de Palos la flota capitaneada por Cristóbal Colón, viaje que culminó en el descubrimiento de América. - El 5 de agosto de 1962 muere la actriz Marilyn Monroe.
- El 10 de agosto de 1792 fuerzas populares toman el Palacio de las Tullerías de París durante la Revolución Francesa.
- El 12 de agosto de 1888 Pablo Iglesias funda en Barcelona la Unión General de Trabajadores (UGT).
- El 23 de agosto de 1939 Alemania y la Unión Sovietica firman un pacto de no agresión ante la inminente Segunda Guerra Mundial.
- El 26 de agosto de 1890 tiene lugar la primera ejecución en la silla eléctrica en EEUU, en la prisión neoyorquina de Auburu.
- El 10 de agosto de 1792 fuerzas populares toman el Palacio de las Tullerías de París durante la Revolución Francesa.
- El 12 de agosto de 1888 Pablo Iglesias funda en Barcelona la Unión General de Trabajadores (UGT).
- El 23 de agosto de 1939 Alemania y la Unión Sovietica firman un pacto de no agresión ante la inminente Segunda Guerra Mundial.
- El 26 de agosto de 1890 tiene lugar la primera ejecución en la silla eléctrica en EEUU, en la prisión neoyorquina de Auburu.

Juan Martín "El Empecinado", por Goya
Burgos:
6 de agosto de 972: Mueren cruelmente degollados 200 monjes de San Pedro de Cardeña a manos de moros invasores, y es destruído el monasterio, que permaneció desierto durante años.
6 de agosto de 1221: Muere en Bolonia el burgalés, fundador de los dominicos, Santo Domingo de Guzmán.
16 de agosto de 1642: Nuestra catedral sufre el mayor desperfecto causado por la furia de los elementos de su historia. Un huracán desencadenado a media tarde arrancó de cuajo las 8 agujas que remataban el crucero, cuyas piedras destrozaron los tejados y perforaron la bóveda.
20 de agosto de 1825: Muere el guerrillero Juan Martín Díez “El Empecinado”. Fue ahorcado en Roa de Duero por mandato del corregidor, aunque Galdós cuenta en sus Episodios Nacionales que murió a bayonetazos, cuando, camino del patíbulo, consiguió arrancarla espada al oficial.
21 de agosto de 1479: Se funda el hospital de San Juan, construído sobre un primitivo hospital que Alfonso VI mandó construir para atender a los peregrinos que se dirigían a Santiago. El nuevo hospital mantuvo la asistencia a enfermos pobres y peregrinos.
Silvia Castrillo
4 de agosto de 2008
El retrato ovalado ("Narraciones extraordinarias", Edgar Allan Poe)
El castillo cuya entrada se había aventurado a forzar mi criado antes que permitirme pasar una noche al raso, estando yo gravemente herido, era una de esas moles, mezcla de lobreguez y grandeza, que durante tanto tiempo han mostrado su ceñudo aspecto entre los Apeninos, no menos en realidad que en la imaginación de la señora Radcliffe. Según todas las apariencias, había sido abandonado temporalmente y en fecha muy reciente. Nos instalamos en una de las estancias más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una apartada torrecilla del edificio. Sus ornamentos eran abundantes, pero estropeados y arcaicos. Las paredes estaban cubiertas de tapices y adornadas con varios y multiformes trofeos heráldicos, así como por un gran número de pinturas modernas llenas de vida, colocadas en marcos de ricos arabescos dorados. En aquellas pinturas, que colgaban de las paredes no sólo en sus superficies principales, sino también en muchísimos rincones que la bizarra arquitectura del castillo hacía necesarios, en aquellas pinturas, digo, y quizá a causa de mi incipiente delirio, se concentró mi interés; así que pedí a Pedro que cerrase los pesados postigos de la habitación, pues era ya de noche, encendiese las lengüetas de un alto candelabro que se hallaba junto a la cabecera de mi cama y que descorriese de par en par los orlados cortinones de terciopelo negro que rodeaban también mi cama. Deseaba que se hiciese todo eso para poder entregarme, si no al sueño, si al menos, alternativamente, a la contemplación de aquellas pinturas y a la lectura de un pequeño volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la crítica y descripción de ellas.
Durante largo rato, muy largo, estuve leyendo y devota, muy devotamente, contemplé los cuadros. Rápida y gloriosamente pasaron las horas y llegó la profunda media noche. La posición del candelabro me disgustaba y, alargando la mano con dificultad para no molestar a mi adormecido criado, lo situé de modo que arrojase su luz más plenamente sobre el libro.
Pero esta acción produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las numerosas candelas (pues había muchas) se proyectaron entonces sobre un nicho de la habitación que hasta entonces había quedado sumido en profunda sombra por efecto de una de las columnas de la cama. Así pude ver, a la intensa luz, un cuadro que me había pasado inadvertido. Era el retrato de una jovencita que empezaba a ser mujer. Miré rápidamente aquél cuadro y luego cerré los ojos. ¿Por qué hice esto? No pude explicármelo al principio. Pero mis párpados continuaban cerrados, busqué en mi mente la razón que tenía para mantenerlos así. Había sido un movimiento impulsivo para ganar tiempo para poder pensar, para asegurarme de que mis ojos no me habían engañado, para clamar y dominar mi imaginación con objeto de mirar con más serenidad y juicio. Al cabo de unos momentos volví a contemplar fijamente el cuadro.
Lo que entonces vi debidamente no pude ni quise ponerlo en duda, pues el primer resplandor de las candelas sobre el lienzo había parecido disipar el soñoliento estupor que había invadido insensiblemente mis sentidos y devolverme al instante a la vida.
El retrato, ya lo he dicho, era el de una jovencita. Se reducía a la cabeza y los hombros y estaba hecho en lo que se llama técnicamente estilo viñeta, muy semejante al de las cabezas predilectas de Sully. Los brazos, el seno e incluso el contorno de los radiantes cabellos se fundían imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del conjunto. El marco era ovalado, ricamente dorado y afiligranado al estilo árabe. Como objeto de arte, nada podía ser más admirable que la pintura misma. Pero no podían haber sido ni la ejecución de la obra ni la belleza inmortal del semblante lo que tan repentina y tan vehementemente me había conmovido. Y menos aun podía haber sido que mi imaginación, arrancada de su semiletargo, hubiese confundido aquella cabeza con la de un ser vivo. Vi en el acto que las peculiaridades del dibujo, de la viñeta y del marco tenían que haber rechazado instantáneamente semejante idea, tenían que haber impedido incluso una momentánea distracción. Pensado seriamente en estos puntos permanecí, quizá durante una hora, medio sentado, medio reclinado, con la mirada clavada en el retrato. Al fin, solucionado el verdadero secreto de su efecto me tendí sobre la cama. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta naturalidad de expresión que al principio me sobresaltó y finalmente me confundió, subyugó y me espantó. Con profundo y reverente temor restituí el candelabro a su posición primitiva. Habiendo quedado así fuera de mi vista la causa de mi intensa emoción, eché mano afanosamente al libro que trataba de las pinturas y de sus historias respectivas. Hojeándolo hasta encontrar el número que designaba al retrato ovalado, leí las vagas y singulares palabras que siguen:
“Era una joven de rarísima belleza y no menos adorable que llena de alegría. Pero malhadada fue la hora en que vio, amó y se unió al pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, se había desposado ya con su arte; ella, joven de rarísima belleza, y no menos adorable que llena de alegría, todo luz y sonrisas, juguetona como un cervatillo, amante y queriendo todas las cosas, odiando sólo al Arte, que era su rival; sólo temía a la paleta, los pinceles y otros adversos instrumentos que la privaban del rostro de su amado. Fue, pues, algo terrible para esta dama oír al pintor expresar su deseo de retratar también a su joven esposa. Pero ella era humilde y obediente y posó dócilmente sentada durante muchas semanas en la oscura y alta cámara de la torrecilla, donde la luz se escurría sobre el pálido lienzo sólo desde arriba. Pero él, el pintor, ponía el alma en su trabajo, que progresaba de hora en hora y de día en día. Él era un hombre apasionado, vehemente y caprichoso que se perdía en ensueños, de modo tal que no quiso ver que la luz que caía tan fantasmalmente en aquella solitaria torrecilla consumía el alma y el ánimo de su esposa, a quien todos veían languidecer menos él. Y no obstante ella no dejaba de sonreír, sin quejarse jamás, porque veía que el pintor (que disfrutaba de gran renombre) experimentaba un férvido y ardiente placer en su tarea y se afanaba día y noche por plasmar a la que tanto amaba, pero que a diario iba quedando más abatida y débil. Y en verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban de su parecido con palabras quedas, como de un prodigio y como de una maravillosa prueba, tanto de la habilidad del pintor, como de su profundo amor por la que retrataba de modo tan excelso. Pero hacia el final, cuando la obra acercábase a su conclusión no se permitió a nadie entrar en la torrecilla, pues el pintor había perdido el freno con el ardor de su trabajo y rara vez apartaba la vista del lienzo, ni siquiera para mirar el semblante de su mujer. Y él no quiso ver cómo los colores que esparcía sobre el lienzo los arrancaba de las mejillas de la que se sentaba frente a él. Y cuando hubieron transcurrido muchas semanas y quedaba muy poco por hacer, salvo una pincelada en los labios y un retoque en los ojos, el espíritu de la dama volvió a vacilar como la llama en el cuenco de la lámpara.
Y entonces se dio la última pincelada y se hizo el último retoque. Y durante un instante el pintor se extasió ante la obra que había realizado; pero al siguiente, cuando aún contemplaba su cuadro, quedóse trémulo, palideció y gritó horrorizado: ´¡Verdaderamente es la vida misma!`.
Volviese de repente hacia su amada: ¡Estaba muerta!”
Durante largo rato, muy largo, estuve leyendo y devota, muy devotamente, contemplé los cuadros. Rápida y gloriosamente pasaron las horas y llegó la profunda media noche. La posición del candelabro me disgustaba y, alargando la mano con dificultad para no molestar a mi adormecido criado, lo situé de modo que arrojase su luz más plenamente sobre el libro.
Pero esta acción produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las numerosas candelas (pues había muchas) se proyectaron entonces sobre un nicho de la habitación que hasta entonces había quedado sumido en profunda sombra por efecto de una de las columnas de la cama. Así pude ver, a la intensa luz, un cuadro que me había pasado inadvertido. Era el retrato de una jovencita que empezaba a ser mujer. Miré rápidamente aquél cuadro y luego cerré los ojos. ¿Por qué hice esto? No pude explicármelo al principio. Pero mis párpados continuaban cerrados, busqué en mi mente la razón que tenía para mantenerlos así. Había sido un movimiento impulsivo para ganar tiempo para poder pensar, para asegurarme de que mis ojos no me habían engañado, para clamar y dominar mi imaginación con objeto de mirar con más serenidad y juicio. Al cabo de unos momentos volví a contemplar fijamente el cuadro.
Lo que entonces vi debidamente no pude ni quise ponerlo en duda, pues el primer resplandor de las candelas sobre el lienzo había parecido disipar el soñoliento estupor que había invadido insensiblemente mis sentidos y devolverme al instante a la vida.
El retrato, ya lo he dicho, era el de una jovencita. Se reducía a la cabeza y los hombros y estaba hecho en lo que se llama técnicamente estilo viñeta, muy semejante al de las cabezas predilectas de Sully. Los brazos, el seno e incluso el contorno de los radiantes cabellos se fundían imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del conjunto. El marco era ovalado, ricamente dorado y afiligranado al estilo árabe. Como objeto de arte, nada podía ser más admirable que la pintura misma. Pero no podían haber sido ni la ejecución de la obra ni la belleza inmortal del semblante lo que tan repentina y tan vehementemente me había conmovido. Y menos aun podía haber sido que mi imaginación, arrancada de su semiletargo, hubiese confundido aquella cabeza con la de un ser vivo. Vi en el acto que las peculiaridades del dibujo, de la viñeta y del marco tenían que haber rechazado instantáneamente semejante idea, tenían que haber impedido incluso una momentánea distracción. Pensado seriamente en estos puntos permanecí, quizá durante una hora, medio sentado, medio reclinado, con la mirada clavada en el retrato. Al fin, solucionado el verdadero secreto de su efecto me tendí sobre la cama. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta naturalidad de expresión que al principio me sobresaltó y finalmente me confundió, subyugó y me espantó. Con profundo y reverente temor restituí el candelabro a su posición primitiva. Habiendo quedado así fuera de mi vista la causa de mi intensa emoción, eché mano afanosamente al libro que trataba de las pinturas y de sus historias respectivas. Hojeándolo hasta encontrar el número que designaba al retrato ovalado, leí las vagas y singulares palabras que siguen:
“Era una joven de rarísima belleza y no menos adorable que llena de alegría. Pero malhadada fue la hora en que vio, amó y se unió al pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, se había desposado ya con su arte; ella, joven de rarísima belleza, y no menos adorable que llena de alegría, todo luz y sonrisas, juguetona como un cervatillo, amante y queriendo todas las cosas, odiando sólo al Arte, que era su rival; sólo temía a la paleta, los pinceles y otros adversos instrumentos que la privaban del rostro de su amado. Fue, pues, algo terrible para esta dama oír al pintor expresar su deseo de retratar también a su joven esposa. Pero ella era humilde y obediente y posó dócilmente sentada durante muchas semanas en la oscura y alta cámara de la torrecilla, donde la luz se escurría sobre el pálido lienzo sólo desde arriba. Pero él, el pintor, ponía el alma en su trabajo, que progresaba de hora en hora y de día en día. Él era un hombre apasionado, vehemente y caprichoso que se perdía en ensueños, de modo tal que no quiso ver que la luz que caía tan fantasmalmente en aquella solitaria torrecilla consumía el alma y el ánimo de su esposa, a quien todos veían languidecer menos él. Y no obstante ella no dejaba de sonreír, sin quejarse jamás, porque veía que el pintor (que disfrutaba de gran renombre) experimentaba un férvido y ardiente placer en su tarea y se afanaba día y noche por plasmar a la que tanto amaba, pero que a diario iba quedando más abatida y débil. Y en verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban de su parecido con palabras quedas, como de un prodigio y como de una maravillosa prueba, tanto de la habilidad del pintor, como de su profundo amor por la que retrataba de modo tan excelso. Pero hacia el final, cuando la obra acercábase a su conclusión no se permitió a nadie entrar en la torrecilla, pues el pintor había perdido el freno con el ardor de su trabajo y rara vez apartaba la vista del lienzo, ni siquiera para mirar el semblante de su mujer. Y él no quiso ver cómo los colores que esparcía sobre el lienzo los arrancaba de las mejillas de la que se sentaba frente a él. Y cuando hubieron transcurrido muchas semanas y quedaba muy poco por hacer, salvo una pincelada en los labios y un retoque en los ojos, el espíritu de la dama volvió a vacilar como la llama en el cuenco de la lámpara.
Y entonces se dio la última pincelada y se hizo el último retoque. Y durante un instante el pintor se extasió ante la obra que había realizado; pero al siguiente, cuando aún contemplaba su cuadro, quedóse trémulo, palideció y gritó horrorizado: ´¡Verdaderamente es la vida misma!`.
Volviese de repente hacia su amada: ¡Estaba muerta!”