4 de agosto de 2008

El retrato ovalado ("Narraciones extraordinarias", Edgar Allan Poe)

El castillo cuya entrada se había aventurado a forzar mi criado antes que permitirme pasar una noche al raso, estando yo gravemente herido, era una de esas moles, mezcla de lobreguez y grandeza, que durante tanto tiempo han mostrado su ceñudo aspecto entre los Apeninos, no menos en realidad que en la imaginación de la señora Radcliffe. Según todas las apariencias, había sido abandonado temporalmente y en fecha muy reciente. Nos instalamos en una de las estancias más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una apartada torrecilla del edificio. Sus ornamentos eran abundantes, pero estropeados y arcaicos. Las paredes estaban cubiertas de tapices y adornadas con varios y multiformes trofeos heráldicos, así como por un gran número de pinturas modernas llenas de vida, colocadas en marcos de ricos arabescos dorados. En aquellas pinturas, que colgaban de las paredes no sólo en sus superficies principales, sino también en muchísimos rincones que la bizarra arquitectura del castillo hacía necesarios, en aquellas pinturas, digo, y quizá a causa de mi incipiente delirio, se concentró mi interés; así que pedí a Pedro que cerrase los pesados postigos de la habitación, pues era ya de noche, encendiese las lengüetas de un alto candelabro que se hallaba junto a la cabecera de mi cama y que descorriese de par en par los orlados cortinones de terciopelo negro que rodeaban también mi cama. Deseaba que se hiciese todo eso para poder entregarme, si no al sueño, si al menos, alternativamente, a la contemplación de aquellas pinturas y a la lectura de un pequeño volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la crítica y descripción de ellas.

Durante largo rato, muy largo, estuve leyendo y devota, muy devotamente, contemplé los cuadros. Rápida y gloriosamente pasaron las horas y llegó la profunda media noche. La posición del candelabro me disgustaba y, alargando la mano con dificultad para no molestar a mi adormecido criado, lo situé de modo que arrojase su luz más plenamente sobre el libro.

Pero esta acción produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las numerosas candelas (pues había muchas) se proyectaron entonces sobre un nicho de la habitación que hasta entonces había quedado sumido en profunda sombra por efecto de una de las columnas de la cama. Así pude ver, a la intensa luz, un cuadro que me había pasado inadvertido. Era el retrato de una jovencita que empezaba a ser mujer. Miré rápidamente aquél cuadro y luego cerré los ojos. ¿Por qué hice esto? No pude explicármelo al principio. Pero mis párpados continuaban cerrados, busqué en mi mente la razón que tenía para mantenerlos así. Había sido un movimiento impulsivo para ganar tiempo para poder pensar, para asegurarme de que mis ojos no me habían engañado, para clamar y dominar mi imaginación con objeto de mirar con más serenidad y juicio. Al cabo de unos momentos volví a contemplar fijamente el cuadro.

Lo que entonces vi debidamente no pude ni quise ponerlo en duda, pues el primer resplandor de las candelas sobre el lienzo había parecido disipar el soñoliento estupor que había invadido insensiblemente mis sentidos y devolverme al instante a la vida.

El retrato, ya lo he dicho, era el de una jovencita. Se reducía a la cabeza y los hombros y estaba hecho en lo que se llama técnicamente estilo viñeta, muy semejante al de las cabezas predilectas de Sully. Los brazos, el seno e incluso el contorno de los radiantes cabellos se fundían imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del conjunto. El marco era ovalado, ricamente dorado y afiligranado al estilo árabe. Como objeto de arte, nada podía ser más admirable que la pintura misma. Pero no podían haber sido ni la ejecución de la obra ni la belleza inmortal del semblante lo que tan repentina y tan vehementemente me había conmovido. Y menos aun podía haber sido que mi imaginación, arrancada de su semiletargo, hubiese confundido aquella cabeza con la de un ser vivo. Vi en el acto que las peculiaridades del dibujo, de la viñeta y del marco tenían que haber rechazado instantáneamente semejante idea, tenían que haber impedido incluso una momentánea distracción. Pensado seriamente en estos puntos permanecí, quizá durante una hora, medio sentado, medio reclinado, con la mirada clavada en el retrato. Al fin, solucionado el verdadero secreto de su efecto me tendí sobre la cama. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta naturalidad de expresión que al principio me sobresaltó y finalmente me confundió, subyugó y me espantó. Con profundo y reverente temor restituí el candelabro a su posición primitiva. Habiendo quedado así fuera de mi vista la causa de mi intensa emoción, eché mano afanosamente al libro que trataba de las pinturas y de sus historias respectivas. Hojeándolo hasta encontrar el número que designaba al retrato ovalado, leí las vagas y singulares palabras que siguen:

“Era una joven de rarísima belleza y no menos adorable que llena de alegría. Pero malhadada fue la hora en que vio, amó y se unió al pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, se había desposado ya con su arte; ella, joven de rarísima belleza, y no menos adorable que llena de alegría, todo luz y sonrisas, juguetona como un cervatillo, amante y queriendo todas las cosas, odiando sólo al Arte, que era su rival; sólo temía a la paleta, los pinceles y otros adversos instrumentos que la privaban del rostro de su amado. Fue, pues, algo terrible para esta dama oír al pintor expresar su deseo de retratar también a su joven esposa. Pero ella era humilde y obediente y posó dócilmente sentada durante muchas semanas en la oscura y alta cámara de la torrecilla, donde la luz se escurría sobre el pálido lienzo sólo desde arriba. Pero él, el pintor, ponía el alma en su trabajo, que progresaba de hora en hora y de día en día. Él era un hombre apasionado, vehemente y caprichoso que se perdía en ensueños, de modo tal que no quiso ver que la luz que caía tan fantasmalmente en aquella solitaria torrecilla consumía el alma y el ánimo de su esposa, a quien todos veían languidecer menos él. Y no obstante ella no dejaba de sonreír, sin quejarse jamás, porque veía que el pintor (que disfrutaba de gran renombre) experimentaba un férvido y ardiente placer en su tarea y se afanaba día y noche por plasmar a la que tanto amaba, pero que a diario iba quedando más abatida y débil. Y en verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban de su parecido con palabras quedas, como de un prodigio y como de una maravillosa prueba, tanto de la habilidad del pintor, como de su profundo amor por la que retrataba de modo tan excelso. Pero hacia el final, cuando la obra acercábase a su conclusión no se permitió a nadie entrar en la torrecilla, pues el pintor había perdido el freno con el ardor de su trabajo y rara vez apartaba la vista del lienzo, ni siquiera para mirar el semblante de su mujer. Y él no quiso ver cómo los colores que esparcía sobre el lienzo los arrancaba de las mejillas de la que se sentaba frente a él. Y cuando hubieron transcurrido muchas semanas y quedaba muy poco por hacer, salvo una pincelada en los labios y un retoque en los ojos, el espíritu de la dama volvió a vacilar como la llama en el cuenco de la lámpara.

Y entonces se dio la última pincelada y se hizo el último retoque. Y durante un instante el pintor se extasió ante la obra que había realizado; pero al siguiente, cuando aún contemplaba su cuadro, quedóse trémulo, palideció y gritó horrorizado: ´¡Verdaderamente es la vida misma!`.

Volviese de repente hacia su amada: ¡Estaba muerta!”

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