4 de octubre de 2010

La despedida

Mi abuelo me contó una vez su sueño. Él, siempre, desde que tiene memoria, ha dado mucha importancia a los sueños; todos los días remembraba y relataba a sus amigos sus aventuras, con pelos y señales, como el decía. Con el tiempo creó un universo paralelo, con una iconografía muy particular –según mi criterio era fruto de un carácter fuerte, que desbordaba toda realidad–. Así, un día descubrió lo que, me aventuro a decir, ningún mortal a descubierto: la Respuesta, que el decía, o el sentido de la vida, que diríamos el resto; la cual nunca me reveló, no por avaricia, sino por incapacidad, no podía explicarlo por medio tangible o narrable, “demasiado alambicado, incluso para mí, que lo he vivido” (simples palabras de su boca). Según mi abuelo, los humanos siempre volvemos de esa inconsciente realidad porque preferimos la nuestra, porque en el otro lado vamos desnudos, nuestros pensamientos no tienen forma, tienen vida, somos libres, pero la mayoría de las veces nos angustia y conmociona –lo “desconocido” siempre asusta–; vivimos en el lado de la puerta que trabamos al nacer, y el sueño es el reflejo de éste, pero sin trabas, sin lastres, como en un espejo, la incoordinación motriz se muestra en una subversión de la conciencia, haciendo meridiano lo que subyace. Y, aunque es nuestro reflejo el que vemos, existen otros muchos, así como la luz que los hace posibles… Mi abuelo sabía todo eso, de él lo he aprendido; además sólo yo y, en parte, mi abuela creíamos sus fantásticas historias, llenas de color y musicalidad, por lo que me siento portador de, al menos, un vaso de agua de la fuente del gran saber. Lo tenía claro: “Siempre supe que en aquel lugar había algo especial, y lo encontré… Al verlo entiendes por qué sólo puede existir allí”. Yo también lo busco, sobre todo para volver a verle, pero no tengo lo que él tenía: la inefable forma de la bondad… El caso es que no se fue al hallarlo, por nosotros: nos quería demasiado, en especial a mi abuela. Cómo me gustaba verla sonreír mientras mi abuelo declamaba…; en la que más sonreía era en la historia de “la culebra de madera”, que mordió a mi abuelo y le inoculo el oficio de carpintero (en este lado), pero también en la de “la luciérnaga insomne”, que con su gran luz no dejaba dormir a nadie hasta que mi abuelo la capturó, ponía una carilla... No se fue, pero una vez muerta mi abuela, dijo que la próxima vez que fuera al lugar –ya que no siempre lo visitaba, como el decía “soy un inconsciente y me dejo llevar”– iba a quedarse. Nadie le creyó, salvo yo. Desde aquel momento, todos los días, se despedía de hijos, nietos, vecinos y amigos como si no les fuera a ver más; les decía “no os olvidéis de enterrarme con un buen libro, de Poe o Hoffmann a poder ser, por si vuelvo y no tengo nada que leer”. Nos tenía a todos un poco atemorizados con eso de “mañana no me despertaré”; pero él siempre que nos veía alicaídos recitaba su frase “der traum, ein leben”, sacada seguramente de alguna de sus lecturas en tierras alemanas. Con esta temática pasó un mes, y nada; los allegados comenzaban a cansarse de sus despedidas diurnas, aunque siempre eran diferentes –las mías me encantaban…, en ese mes largo, bautizado como Marzo, aprendí más que en muchos años de escuela: sus consejos se me grababan a fuego en la memoria, el mejor: “llévate bien contigo mismo, puedes ser desde tu mejor amigo a tu peor enemigo…, elije bien, pero sin confundirte”–. Sin embargo él seguía con ánimo, nunca se olvidaba persona de quien despedirse, agradeciendo además haberla conocido y disfrutado. Me seguía contando sus viajes oníricos por colinas de hule y sus siestas en corrientes de agua de papel, cómo los copos de pan llenaban el estómago al nevar y las letras en escapatoria parecían disparatados insectos…, pero un día no me vino a ver para hablar. Me preocupé y le fui a buscar. Estaba en el poltrón con una infusión, me dijo que estaba afónico y taciturno; lo último me hizo gracia. A pesar de la “normalidad” furtiva, no me apercibí de que no se había despedido de nadie hasta el día siguiente. Cuando sus cuentos no se volvieron a escuchar…, al menos de su boca: no hay día que alguien no recuerde algún pasaje o historia completa. Mi abuelo es de esas personas que no se olvidan, que siguen presentes en los sueños de todos aquéllos que las conocieron. Yo no paró de pensar en él… El otro día, recordando en una cena familiar lo extraño del caso de la despedida, le imaginé llegando a su hogar, tras mes y pico de preparación, diciendo en voz alta, a su modo y manera: “joder, justo hoy que no me he despedido de nadie”.

D.C.O.

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