13 de octubre de 2010

Cine de ciencia ficción: ¿racionalidad?


André Bazin –teórico y crítico de cine– escribió: “el cine es el arte de la realidad”.


¿Qué esperaba que hiciese la gente cuando leyese esto? “Muy bien, es cierto, joder, nunca lo había pensado”, o “buff, vaya tontería, el cine posee cierta ontología en sí mismo, etc…” ¿Qué cojones es el arte, la realidad…?


Todo es una pequeña broma, un fotomontaje. John Heartfield hizo muy buenos fotomontajes en la época de entreguerras. Ya está. Un dato. Voy a recopilar información para criticar al personal. Y así se suceden los momentos: con gente, con oraciones gramaticalmente bien construidas –tildes, “m” antes de “p” (ejemplo, por ejemplo)–, placeres extáticos, tiroteos en Detroit, epidemias tropicales y demás. Se plantean supuestos para justificar o refutar acciones –si viviese en la selva como Mowgli…, puede ser un buen empiece–, se hacen fotos para recordar no sé el qué exactamente y se pasa la vida extendida como una alfombra sobre el tiempo. Hasta que arde por auto-combustión (= muerte).


He decidido suspender la ficción y adentrarme en la única realidad posible –y factible–. He abandonado el mundo de los “hola, ¿qué tal?”, “¡no! ¡Eres una chica muy guapa!”, “habrá alguna forma de hacerlo”, “dame media barra de pan”, “las estructuras demográficas de los países…”… Y esas cosas. El lenguaje es lo que es por dinero. Tiene que serlo. Citemos autores: Saussare, Quine, Russell, Frege, Chomsky… Qué más da. Nuestros ojos sólo miran por interés. Tengo la sensación de vivir en una maqueta de lego. Las calles, no sé si os habéis fijado, pero son como los estudios de la Warner Bros. Unas sirven para rodar una escena y las otras….


Forest Whitaker es un tipo grande y negro –lejos de cualquier connotación racista, si acaso misantrópica– que vive en el ático de una ciudad miserable del desgastado este de los Estados Unidos. Se rige según el código samurai, el bushido, y, quizá, se impregne de cierta dosis de sabiduría zen de vez en cuando. Es asesino a sueldo y trabaja haciendo encargos para la mafia local, con la que se comunica gracias a palomas mensajeras. Su vida es sencilla. Uno de sus mayores placeres es la lectura y también acostumbra a pasear por el parque. Su mejor amigo vende helados con una furgoneta y sólo habla francés, idioma del que el bueno de Forest Whitaker no entiende ni una palabra.


El planteamiento de esta película –“Ghost Dog, El camino del samurai” de Jim Jarmusch– quizá resulte un tanto absurdo, pero no imposible. Por ejemplo, es genial ver como un tipo puede meterse a través de un recoveco de su oficina en la cabeza de John Malkovich, bueno, en su pupila –“Como ser John Malkovich” de Spike Jonze– y luego veinte minutos después, caer en la cuneta de una carretera cualquiera. Sin embargo, lo que suscita Jim Jarmusch es otro tipo de, digamos, “irracionalidad”. Algo posible físicamente, algo que está a nuestro alcance, pero que choca de frente con ciertas estructuras invisibles –tiempo presente–. Algo que no alcanzo a comprender, pero no por ello ajeno a las personas que nacen, juegan, hablan, trabajan… ¿Suicidarme por honor en el siglo XXI? Irracional. Sigamos el camino de la razón humana.


“Es racional levantarse muy temprano para ir a trabajar, para que la fábrica funcione bien, para que produzca muchos coches y la empresa obtenga muchos beneficios, para que los reinvierta y así fabrique más coches, para que la gente los compre y pueda ir a muchos sitios con ellos; aunque al final de todo ese proceso racional, el trabajador esté tan agotado que ya no utilice ese coche hasta el lunes, donde irá él a una lejana fábrica a seguir produciendo más coches”. Corrientes Actuales de Filosofía de Javier Hernández Pacheco en relación al pensamiento de Herbert Marcuse, uno de los referentes de Mayo del 68. No se trata de hacer más carreteras de circunvalación. No. De eso estoy seguro. En la serie aquella que hubo hace un par de años atrás de “Voces contra la Globalización”, un economista planteaba que si acaso alguien pensaba que al ascender constantemente los índices macroeconómicos iba a mejorar algo, porque la cuestión era más bien: ¿hacia dónde llevamos toda la vida ascendiendo? Como si construyésemos un mundo inhabitable, como si las hormigas se dedicasen a hacer termiteros y las termitas a varar en playas desiertas de océanos perdidos esperando la muerte. Como si alguno creyese todavía que un mero accidente, de algo menos que “un cascote que meramente gira alrededor del Sol” –en expresión de Hegel–, pudiese destruir la naturaleza –como si = supuesto, = 6+3=9, = nada, = lenguaje, = …–.


La gente que camina por tiras de asfalto adornadas con postes eléctricos, por calles, lleva las manos en los bolsillos y escucha música. A veces, necesita apoyarse sobre un bastón y sólo puede avanzar con paso lento, torpe, al ritmo de la radio. Camina cansado, baldosa a baldosa. Otras, corretea salvaje por entre las farolas y los bancos dando brincos y gritando. La gente suele ir pensando en cosas que ha hecho y en cosas que tiene que hacer. La gente se detiene prendida de la mano de alguien a quien ama a mirar un escaparate. La gente se caga en la madre que lo parió por cualquier tontería y ríe a carcajadas cinco minutos después por lo mismo. Me estoy imaginando a un par de tipos (J.S.C. y G.J.K. que trabajan para I.M. Inc. S.A.) en Silicon Valley, con la cara frente a un monitor de plasma, pensando cómo poder crear un mundo en el que no se necesite a toda esta marabunta humana, sólo unos pocos, o ni siquiera eso. Cualquier cosa. Creo que es en “El Tigre y la Nieve”, de Roberto Benigni, donde oí que “el mundo comenzó su andadura sin el ser humano y la terminará sin él…”

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