18 de noviembre de 2008

Piel de durazno

Llevaba días, no consecutivos, sin apartar la vista de su piel; ya fuese de la cara, de los hombros, de la espalda, del escote o de los brazos. Tenía el pelo rizado, claro y largo, pero siempre se lo recogía; la cara redonda pero delgada, con encantadores mofletes; la nariz era menuda, del tipo exponencial, como yo digo, haciendo referencia a la curva algebraica; los ojos grandes y dorados al betún de Judea; figura esbelta; buenas formas; y una maravillosa sonrisa. Me había hecho varias pilladas, allí en el The Wall, donde pasábamos las horas. Pero no me importaba, estaba resuelto a entrarla. Me lo había planteado durante un tiempo, pensando que el ideal –las sensaciones inducidas por ella habían tomado forma en mi mente– podía desvanecerse al conocerla, como tantas veces ocurre, prueba de que a veces es mejor no descubrir el rayo de luna, y vivir en un feliz romanticismo. Pero ahí estaba yo, frente a ella, pidiéndola una cita; cosa que me rejuvenecía, ya que no había hecho esto desde los catorce años; y sin embargo estuve bastante bien: aceptó… Quedamos en el Teatro Principal y dimos una vuelta por el centro. Hoy tenía el pelo suelto: buena señal. Hablamos de cosas triviales como de transcendentales, de mí como de ella, del tiempo como del amor… La verdad es que era mejor de lo que había imaginado. Estábamos muy a gusto, y decidimos ir al CAB. Allí, visitamos las exposiciones de las plantas superiores primero, y luego bajamos a la subplanta, mi favorita. Había una enorme “tela de araña” mezclada con columnas y muros, como un complicado laberinto bañado de serpentinas blancas. El autor, japonés; cómo no. Dimos una vuelta alrededor; la luz estaba muy tenue. En un punto se detuvo, me miró con magnetismo y se adentró en la maraña artística. Yo la seguí, claro. Esperaba que los vigilantes no nos pillaran, estropeando así nuestro juego amoroso. La veía, como una ráfaga, tomar los recodos con rapidez. Perseguía la estela aromática de una ninfa en mitad de un infierno… La perdí durante unos instantes, pero, finalmente, la encontré: estaba parada en mitad del pasillo, entre los cortinajes raídos o lo que fueran. Me acerqué sigilosamente… Puse mi cuerpo detrás del de ella y aspiré su olor con fruición; coloqué mis manos sobre sus brazos, sintiendo esa piel con que tanto había soñado: era aterciopelada, como la piel de un melocotón, suave y encendida… Ella no decía nada, estaba expectante. Comencé, entonces, a acariciar su cuerpo y besar sus hombros… Me estaba poniendo caliente: con una mano le agarré el trasero, y con la otra fui poco a poco palpando sus pechos… De repente, la di la vuelta con fuerza, para besarla apasionadamente: tenía la cara desencajada, los ojos, inexpresivos, me miraban, y su cuerpo se tambaleaba. Entonces, me di cuenta, tenía algo alrededor del cuello… ¡Era una liana!... ¡No! ¡No podía ser cierto!... Salí de allí tras dar la voz de alarma, y desaparecí para siempre.

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