22 de noviembre de 2008

Damasco

Aquellas palabras aladas que estaba catalogando en mi cuaderno de ornitología empezaron a atacarme ferozmente; sentía como sus picotazos percutían mis huesos con la fuerza y decisión de un pájaro carpintero. Huí y huí… Una gran sala de baldosado cárdeno se abría ante mí…, miré mi cuerpo y no había lastre de atavío alguno: mis costillas se marcaban fijas por encima de una tripa henchida y deforme, mis manos se convertían en ceniza… Mis ojos, único despojo tras la degeneración, vagaron libres por los alrededores, mundo inmundo de breñas, cizañas y grandes charcas. Como Barbarroja sentía que de la nada había creado y conquistado un mar de sangre, cubierto por algún claro que otro: allí a lo lejos, en lontananza, se recortaba un querubín en las inarticuladas masas viscerales del mañana. Seguí observando, sin perder ripio, hasta que la falta de párpados me cegó por completo. No sabía ya dónde estaba, si me movía o estaba muerto, asustado en un principio ante la falta de estímulo; sin embargo, poco a poco, aquella nueva realidad me excitaba y cohíbia a tenor de las imágenes que, como en un lienzo, iba dibujando. Era subyugante creerme con ese poder: creaba mil formas voluptuosas, objetuales y femeninas, que jugueteaban alegremente, con ardor y con el único objetivo de agradarme. El arrobo causante hormigueaba mi cuerpo, sintiéndome preso de un inicio orgásmico… Final y aviesamente recorrí la vía láctea en un sinfín de excentricidades. Qué placer, qué paz sentí por un momento, sólo por un instante, ya que mis párpados se abrieron y me encontré arrostrando al espectro del sex appeal. El horror se apoderó de lo poco que me quedaba con vida. Fui retrocediendo poco a poco, sin darme cuenta, hasta haberlo sobrepasado, de que había pisado al chaval del fémur –menos mal, podía haberlo usado contra mí–… De repente, un fuerte viento con un metífico y dulzón olor a coliflor cocida me arrebato del suelo y me elevo indeciblemente. Qué era esto… Lo único raro era que no me había hecho cruces hasta ahora, cuando sentí que algo se rompía dentro de mí. Así, impulsado por mi propia voluntad, descendí hasta una zona pantanosa y fui hundiéndome bajo el peso de la corcova que cargaba mi espalda…

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