Estoy a cada paso más cubierto
más cansado y soñoliento, sin salud
allá donde la sangre brota
y el alma duerme
sin tener clara la andadura
con varias piedras en el zurrón.
Estoy a cada paso más cubierto
más cansado y soñoliento, sin salud
allá donde la sangre brota
y el alma duerme
sin tener clara la andadura
con varias piedras en el zurrón.
Ayer de mañana tropecé en la calle con una muchacha delgada, de vestido un poco más largo que lo regular, y bastante mona, a lo que me pareció. Me volví a mirarla y la seguí con los ojos hasta que dobló la esquina, tan poco preocupada ella por mi plantón como pudiera haberlo estado mi propia madre. Esto es frecuente.
Tenía, sin embargo, aquella figurita delgada un tal aire de modesta prisa en pasar inadvertida, un tan franco desinterés respecto de un badulaque cualquiera que con la cara dada vuelta está esperando que ella se vuelva a su vez, tan cabal indiferencia, en suma, que me encantó, bien que yo fuera el badulaque que la seguía en aquel momento.
Aunque yo tenía que hacer, la seguí y me detuve en la misma esquina. A la mitad de la cuadra ella cruzó y entró en un zaguán de casa de altos.
La muchacha tenía un traje oscuro y muy tensas las medias. Ahora bien, deseo que me digan si hay una cosa en que se pierda mejor el tiempo que en seguir con la imaginación el cuerpo de una chica muy bien calzada que va trepando una escalera. No sé si ella contaba los escalones; pero juraría que no me equivoqué en un solo número y que llegamos juntos a un tiempo al vestíbulo.
Dejé de verla, pues. Pero yo quería deducir la condición de la chica del aspecto de la casa, y seguí adelante, por la vereda opuesta.
Pues bien, en la pared de la misma casa, y en una gran chapa de bronce, leí:
DOCTOR SWINDENBORG
FÍSICO DIETÉTICO
¡Físico dietético! Está bien. Era lo menos que me podía pasar esta mañana. Seguir a una mona chica de traje azul marino, efectuar a su lado una ideal ascensión de escalera, para concluir…
¡Físico dietético!... ¡Ah, no! ¡No era ése mi lugar, por cierto! ¡Dietético! ¿Qué diablos tenía yo que hacer con una muchacha anémica, hija o pensionista de un físico dietético? ¿A quién se le puede ocurrir hilvanar, como una sábana, estos dos términos disparatados: amor y dieta? No era todo eso una promesa de dicha, por cierto. ¡Dietético!... ¡No, por Dios! Si algo debe comer, y comer bien, es el amor. Amor y dieta… ¡No, con mil diablos!
Esto era ayer de mañana. Hoy las cosas han cambiado. La he vuelto a encontrar, en la misma calle, y sea por la belleza del día o por haber adivinado en mis ojos quién sabe qué religiosa vocación dietética, lo cierto es que me ha mirado.
“Hoy la he visto…, la he visto… y me ha mirado…”
¡Ah, no! Confieso que no pensaba precisamente en el final de la estrofa, lo que yo pensaba era esto: cuál debe ser la tortura de un grande y noble amor, constantemente sometido a los éxtasis de una inefable dieta…
Pero que me ha mirado, esto no tiene duda. La seguí, como el día anterior; y como el día anterior, mientras con una idiota sonrisa iba soñando tras los zapatos de charol, tropecé con la placa de bronce:
DOCTOR SWINDENBORG
FÍSICO DIETÉTICO
¡Ah! ¿Es decir, que nada de lo que yo iba soñando podría ser verdad? ¿Era posible que tras los aterciopelados ojos de mi muchacha no hubiera sino una celestial promesa de amor dietético?
Debo creerlo así, sin duda, porque hoy, hace apenas una hora, ella acaba de mirarme en la misma calle y en la misma cuadra; y he leído claro en sus ojos el alborozo de haber visto subir límpido a mis ojos un fraternal amor dietético…
Han pasado cuarenta días. No sé ya qué decir, a no ser que estoy muriendo de amor a los pies de mi chica de traje oscuro… Y si no a sus pies, por lo menos a su lado, porque soy su novio y voy a su casa todos los días.
Muriendo de amor… Y sí, muriendo de amor, porque no tiene otro nombre esta exhausta adoración sin sangre. La memoria me falta a veces: pero me acuerdo muy bien de la noche que llegué a pedirla.
Había tres personas en el comedor –porque me recibieron en el comedor–: el padre, una tía y ella. El comedor era muy grande, muy mal alumbrado y muy frío. El doctor Swindenborg me oyó de pie, mirándome sin decir una palabra. La tía me miraba también, pero desconfiada. Ella, mi Nora, estaba sentada al a mesa y no se levantó.
Yo dije todo lo que tenía que decir, y me quedé mirando también. En aquella casa podía haber de todo; pero lo que es apuro, no. Pasó un momento aún, y el padre me miraba siempre. Tenía un inmenso sobretodo peludo, y las manos en los bolsillos. Llevaba un grueso pañuelo al cuello y una barba muy grande.
- ¿Usted está bien seguro de amar a la muchacha? –me dijo, al fin.
- ¡Oh, lo que es esto! –le respondí.
No contestó nada, pero me siguió mirando.
- ¿Usted come mucho? –me preguntó.
- Regular –le respondí, tratando de sonreírme.
La tía abrió entonces la boca y me señaló con el dedo como quien señala un cuadro:
- El señor debe comer mucho… –dijo.
El padre volvió la cabeza a ella:
- No importa –objetó–. No podríamos poner trabas en su vía…
Y volviéndose esta vez a su hija, sin quitar las manos de los bolsillos:
- Este señor te quiere hacer el amor –le dijo–. ¿Tú quieres?
Ella levantó los ojos tranquila y sonrió:
- Yo, sí –repuso.
- Y bien –me dijo entonces el doctor, empujándome del hombro–. Usted es ya de la casa; siéntese y coma con nosotros.
Me senté enfrente de ella y cenamos. Lo que comí esa noche, no sé, porque estaba loco de contento con el amor de mi Nora. Pero sé muy bien lo que hemos comido después, mañana y noche, porque almuerzo y ceno con ellos todos los días.
Cualquiera sabe el gusto agradable que tiene el té, y esto no es un misterio para nadie. Las sopas claras son también tónicas y predisponen a la afabilidad.
Y bien: mañana a mañana, noche a noche, hemos tomado sopas ligeras y una liviana taza de té. El caldo es la comida, y el té es el postre; nada más.
Durante una semana entera no puedo decir que haya sido feliz. Hay en el fondo de todos nosotros un instinto de rebelión bestial que muy difícilmente es vencido. A las tres de la tarde comenzaba la lucha; y ese rencor del estómago digeriéndose a sí mismo de hambre; esa constante protesta de la sangre convertida a su vez en una sopa fría y clara, son cosas éstas que no se las deseo a ninguna persona, aunque esté enamorada.
Una semana entera la bestia originaria pugnó por clavar los dientes. Hoy estoy tranquilo. Mi corazón tiene cuarenta pulsaciones en vez de sesenta. No sé ya lo que es tumulto ni violencia, y me cuesta trabajo pensar que los bellos ojos de una muchacha evoquen otra cosa que una inefable y helada dicha sobre el humo de dos tazas de té.
De mañana no tomo nada, por paternal consejo del doctor. A mediodía tomamos caldo y té, y de noche caldo y té. Mi amor, purificado de este modo, adquiere día a día una transparencia que sólo las personas que vuelven en sí después de una honda hemorragia pueden comprender.
Nuevos días han pasado. Las filosofías tienen cosas regulares y a veces algunas cosas malas. Pero la del doctor Swindenborg –con su sobretodo peludo y el pañuelo al cuello– está impregnada de la más alta idealidad. De todo cuanto he sido en la calle, no queda rastro alguno. Lo único que vive en mí, fuera de mi inmensa debilidad, es mi amor. Y no puedo menos de admirar la elevación de alma del doctor, cuando sigue con ojos de orgullo mi vacilante paso para acercarme a su hija.
Alguna vez, al principio, traté de tomar la mano de mi Nora, y ella lo consintió por no disgustarme. El doctor lo vio y me miró con paternal ternura. Pero esa noche, en vez de hacerlo a las ocho, cenamos a las once. Tomamos solamente una taza de té.
No sé, sin embargo, qué primavera mortuoria había aspirado yo esa tarde en la calle. Después de cenar quise repetir la aventura, y sólo tuve fuerzas para levantar la mano y dejarla caer inerte sobre la mesa, sonriendo de debilidad como una criatura.
El doctor había dominado la última sacudida de la fiera.
Nada más desde entonces. En todo el día, en toda la casa, no somos sino dos sonámbulos de amor. No rengo fuerzas más que para sentarme a su lado, y así pasamos las horas, helados de extraterrestre felicidad, con la sonrisa fija en las paredes.
Uno de estos días me van a encontrar muerto, estoy seguro. No hago la menor recriminación al doctor Swindenborg, pues si mi cuerpo no ha podido resistir a esa fácil prueba, mi amor, en cambio, ha apreciado cuanto de desdeñable ilusión va ascendiendo con el cuerpo de una chica de oscuro que trepa una escalera. No se culpe, pues, a nadie de mi muerte. Pero a aquellos que por casualidad, me oyeran, quiero darles este consejo de un hombre que fue un día como ellos:
Nunca, jamás, en el más remoto de los jamases, pongan los ojos en una muchacha que tiene mucho o poco que ver con un físico dietético.
Y he aquí por qué:
La religión del doctor Swindeborg –la de más alta idealidad que yo haya conocido, y de ello me vanaglorio al morir por ella– no tiene sino una falla, y es ésta: haber unido en un abrazo de solidaridad al Amor y la Dieta. Conozco muchas religiones que rechazan el mundo, la carne y el amor. Y algunas de ellas son notables. Pero admitir el amor, y darle por único alimento la dieta, es cosa que no se le ha ocurrido a nadie. Esto es lo que yo considero una falla del sistema; y acaso por el comedor del doctor vaguen de noche cuatro o cinco desfallecidos fantasmas de amor, anteriores a mí.
Que los que lleguen a leerme huyan, pues, de toda muchacha mona cuya intención manifiesta sea entrar en una casa que ostenta una gran chapa de bronce. Puede hallarse allí un gran amor, pero puede haber también muchas tazas de té.
Y yo sé lo que es esto.
El teléfono no paraba de sonar. No quería cogerlo, seguro que era él… Llevaba dos días sin salir, sumido en una intranquilidad enorme, y no había recibido ninguna llamada. Ahora repiqueteaba en mi cabeza; sin poder sacármela del cuerpo, se convertía en una calva agonía. El tono variaba, su intensidad también; era como si, en vez de uno, fueran muchos teléfonos… Descendía y descendía, por un abismo junto con aquel hilo musical kafkiano… Mis ojos fijos en el artefacto inquisidor –había perdido todo rasgo reconocible, ¿para qué servía?, ¿era ésta su única función, o destrucción, mejor dicho?– llameaban, deseaban acabar, kaputt, aunque fuera conmigo mismo; sin compasión ni pena, no podía soportarlo por más tiempo… Volvía a sonar. Regularmente. En el intervalo entre llamada y llamada, había tres segundos de reloj: tic, tic, tic… El infierno se instalaba en la pieza. Una bruma seca me envolvía, un sudor frío me irritaba, y la vista se empavonaba con cada intento desafortunado de fijar la mirada. Cogí un reloj cercano, comprobé la periodicidad del denominado “teléfono”: las saetas se abotargaban…, finalmente se dirigían en sentido contrario, ¿qué? No, no podía ser, estaba sufriendo algún tipo de alucinación: lo tiré sin mucho tino contra el mueblebar, hecho añicos durante una de mis crisis precedentes… Sin remisión, volvía a sonar otra vez. Grr… Tic, tic, tic… Y otra vez… Grrr… Tic, tic, tic… Saqué las pilas, aun sabiendo a lo que me exponía. Pero, ¡¡volvía a sonar!!… Imposible. Una y otra vez. Mis uñas escarificaban la carne sin sentir nada. Estaba perdido, no tenía escapatoria… No sé cuánto tiempo había pasado cuando me tiré por la ventana; pero lamentablemente no conseguí deshacerme del infernal zumbido. Hasta hoy, 21 de abril, San Anselmo. (Anónimo)
Jueves, 26 de octubre de 1995, Santiago de Compostela (4ª Parte)
Llego al Tuto, con miedo patológico y crónico, acentuado por la visión reciente de la santa muerte. Entro apesadumbrado. Apenas me percato y sorprendo de que el lugar esté demasiado vacío para ser realidad, quizá todo sea un sueño… “Hoy más que nunca te necesito”, digo para mis adentros.
- Hola José, qué tal (?) –saludo al barman.
- Bien, Charly. A ti mejor no te lo pregunto. ¡Ni que hubieras visto un muerto, macho!
- Varios, José, varios…
- ¿?… Bueno. ¿Qué quieres tomar?
- Ponme un whisky doble.
Me gusta el bar, está bien acondicionado: nada más entrar hay unas escaleras que te bajan de nivel; a la derecha hay mesas y banquetas de madera, con cojines para acomodarse; a la izquierda una diana donde siempre hay alguien compitiendo; más adelante se extiende la barra junto a la pared izquierda, dejando un recoveco final como nidito de amor; los baños, al fondo; y la luz sutil.
¡Ou!, Xosé ha puesto Led Zeppelin… Esto se merece un brindis: levanto mi vaso en su honor. Xosé se acerca y secunda mi ademán:
- Qué grandes (!).
- Sin duda, José. (…)
Entra por la puerta la encarnación de la manzana dorada del eterno deseo*1. Un milagro: la forma de un sueño, de un ideal; es ella… Me encantaría ser astrólogo para perderme en sus ojos, luceros de la noche…; qué universo tan inexpugnable (!), libre como mi lúgubre avidez. Solía ser inmune a los encantos femeninos, sin embargo ha llegado mi Trafalgar. Lo que daría por ella (!)…, no daría la muerte –eso lo daría por nada-, daría mi vida. Ella tiene mi orgón*2. Me haría olvidar esta obsesión, este ansia de muerte inoculada. Te necesito… Sálvame.
Parece que mi apóstrofe, invocación desesperada, ha surtido efecto. Se dirige hacia mí, esta vez parece una sílfide que se verá varada a mi vera*3 por el viento cómplice que impele su ser de aire… Estoy acabado: doy otra calada a ese porro alimento del alma y…
Ella se sienta a mi lado, me mira de reojo. Debería decirle algo, aunque sólo fuera un “hola” o un “buenas”…; la salutación nunca ha sido lo mío. Inesperadamente me sondea:
- ¿Qué tal Charly?
- Ou (!), hola Lua –digo, disimulando que ya la había visto-. Bien…, supongo que estoy bien.
- No hace falta que me mientas. (…) Parece que todo te da igual (!).
- Todo lo contrario, Lua.
- Siempre bebes duro o qué (?!).
- Siempre bebo duro.
- ¿Entonces?… Si te importaran las cosas harías algo por ellas, y no desperdiciarías tu vida así.
- ¡Tú que sabrás!
- Sólo sé que nunca te he visto sonreír.
- Por qué coño te metes en mi vida (?!). Eres una jodida psicoanalista, la oxitocina*4 no te deja vivir o simplemente es un hobby (?!).
- Vale, perdona. Eres un puto borde… Paso.
- Pues pasa.
Bebo otros tres whiskys más; Xosé sabe servirlos: bien cargados, como a mí me gustan. Lua lleva con su pinta un buen rato. Está seria, no se aparta de mi lado. Mis pensamientos se pierden tan rápido como aparecen –adónde irán a parar-. La miro, muevo la boca pero no me salen las palabras -qué ridículo-, vuelvo la mirada hacia la barra. Entonces me dice:
- El otro día te pasaste, podías haberlo dejao seco.
- No creo, tenía la cabeza muy dura.
- No necesito que me defiendan.
- Lo sé.
- Bueno, me voy. Adiós, Charly.-No sé por qué pero no contesto.
Se va sin más, desaparece como todo lo bueno que hubo en mi vida. Me voy yo también.
- Hasta luego, José. A sido un placer –me despido.
- Hasta otra, Charly –me contesta mientras seca uno de mis vasos recién enjuagado.
Antes de salir por la puerta reconozco la canción que suena: Ese día piensa en mí, de Los Suaves. Curiosa casualidad. Como si todo estuviera predestinado. Sucio conciliábulo de los dioses, los cuales vuelven a mear…, y además con fuerza. (…) Vadeo cuanto puedo, mis zapatos casi desconchados no impiden la invasión líquida; busco los tejadillos; salto y frunzo el ceño; pero sin prisa, no puedo dejar de pensar…
En ocasiones he pensado en suicidarme, pero mi arma es muy vieja y tengo miedo a que se encasquille: me sería imposible tener tal valor más de una vez, y menos, consecutiva. Después de un fracaso, viene otro fracaso… También he considerado hacerme con drogas fuertes, prepararme un spid bol*5 e inoculármelo: seguro que la palmaría feliz, pero repito lo de antes…
El amor siempre supera en fortaleza e intensidad a la misma muerte debido a que el misterioso dominio que ejerce sobre la mente humana es infinito, escribió Salomón ingenuamente; ambas son inevitables e irremisibles, pero una es la apoteosis, la luz, y la otra la oscuridad, por lo que no se pueden comparar sin haber caído en ambas. (…) ¿Me salvaré? No lo creo, en ambas estoy condenado. Aunque apelando a lo que “se dice” de que, tanto a la muerte como al amor, no les gusta que se lo pongan fácil, yo en el amor estoy salvado y en la muerte estoy perdido, a no ser que el levítico rey tenga razón.
(…)
Debería adquirir la actitud del hombre congelado que profesaba Bukowski, así sería libre de sentir nada; entonces sería invencible… Llevo algo de ventaja, ya que hay muchas cosas que se me escapan y de las que soy incapaz de emocionarme. Bah, da igual. Qué más me da (!).
El camino a casa es duro. Mi mente no funciona; eso que no paro de forzarla para que organice lo referente al caso que ocupa parcialmente mi tiempo. Y aunque funcionara no tengo todo lo que necesito para entenderlo. Sin el porqué del crimen no puedo saber el quién, o… igual sí. Puede que tenga más fácil saber el quién que el porqué, debido, sobre todo, a la falta de indicios de un móvil patente y comprensible, así como a una cuestionable falta de memoria y una escasa transmisión de datos esclarecedores. Por tanto, sólo dispongo del cómo, que no es poco, y, posiblemente, del quién –aunque por intuición más que por otra cosa-. Voy a tientas por caminos tortuosos; aunque no disponga de vista, dispongo de otros sentidos, que se aguzan por la falta de su compañero sensorial.
Llego a casa exánime, el estómago me cruje y la cabeza me estalla. No voy a volver a cavilar borracho, me sobreexpongo al esfuerzo y sufro. Además ya estoy cerca…, se acaba el tiempo, no hace falta pensar, sólo actuar. (…)
Mañana será otro día. Mañana liquido.
(…)
(…)
No puedo dormir. Estoy recto, estirado en decúbito supino en el centro de la cama, haciéndome a lo que me va a tocar bajo tierra… Me viene a la mente, a razón de mi posición, que no actitud, de hombre congelado, una conversación del poeta de marras con la muerte –me subyugó, quizá porque mi angustia se vio reflejada en la suya-:
“…¡necesitas amor, necesitas amor, y al final te alcanzará el amor, amigo mío!”
“¿me alcanzará al Final?”
“Muerte Grande y Severa, sí”
Disipar la tristeza era la consigna.
(…)
Escrito y pergeñado por D.C.O
Narrado por C.G.S
1* Título de la segunda parte de El libro de los amores ridículos, del autor checo Milan Kundera. Dicho relato es el menos superficial y ridículo ya que persigue un ideal sincero, aunque se las trae…
2* Energía vital.
3* Onomatopeya referente al sonido del viento que pretende destacar el lirismo que siente el protagonista al ver a su amada.
4* Hormona relacionada con los patrones sexuales y con las conductas maternal y paternal que actúa también como neurotransmisor en el cerebro. En este caso el interlocutor la entiende como la hormona de la intimidad, que, como la denominación indica, provoca, entre sus muchas funciones, ese interés humano por la vida ajena.
5* Disolución compuesta de mitad heroína y mitad cocaína, destinada a inyectarse mediante una aguja hipodérmica.
Jueves, 26 de octubre de 1995, Santiago de Compostela (3ª parte)
Entro a mi humilde morada. Estoy cansado, ya es tarde. Me preparo un café bien cargado, como algo de lo que he comprado mientras venía –por fin hay algo en mi frigorífico-. Enciendo el tocadiscos, cambio de disco –pongo el que me regaló Santi Pintos-. Su arpa suena a música celestial, relaja a troche y moche… Vuelvo a cambiar –pongo a Berlioz, Symphonie Fantastique Op.14A, Scène au champs-… Oh, perfecto para pensar. Qué violines (!)… Bajo la música y me siento en el sillón, frente a la ventana.
Debo pensar en la pieza que falta, es la clave. “Algo que no era suyo”, dijo Alfredo. Si la mató por eso, el asunto es muy chungo, dijo además… La policía no se percató hasta la tarde… “Tenía las manos libres”, ha dicho Néstor… Vale, se llevó algo del lugar del crimen. Pudo ser grande o pequeño. Si era pequeño se lo pudo llevar a casa, pero no, la policía no hubiera preguntado por ello entonces. Y si era grande tuvo que dárselo a alguien o esconderlo en algún lugar… Si es verdad que ha perdido la memoria es porque alguien le ha drogado para ello, ya que no creo que sea amnesia postraumática ni que quiera comerse el pastel él solito; por lo tanto tuvo contacto con alguien después de matarla y es entonces cuando pudo darle la recompensa. El móvil del crimen no puede ser material, nadie mata así por dinero. Además, una universitaria qué puede tener que valga su propia muerte (?)… Es algo más interno, más profundo; espiritual…, sentimental… Una muerte tan inusual debe de tener un motivo inesperado. (…) Pudo ser…, no. (…) ¡O sí!: es algo muy chungo y que no descubrirían hasta reconstruir el cuerpo –por la tarde-. Es como los matadores de toros, que se llevan de premio las orejas y el rabo si la faena ha sido “buena”. Y esta faena ha sido de órdago. (…) Me voy a la morgue.
Son las 10.02. Salgo de casa tras coger herramientas más bien delictivas. Me dirijo al Hospital General, en cuyo complejo se encuentra el depósito de cadáveres.
Me tomo un whisky solo en “la cafetería del hospital”. El cambio de guardia es a las once, según he oído a una enfermera. Espero que sólo haya personal sanitario vigilando; los guardias jurados no me gustan -dan pipas a cualquiera-. Espero…
Cierran la cafetería. Salgo y voy hacia el parking. Rodeo
Dejo todo casi como estaba, y salgo de allí poniendo pies en polvorosa.
La noche empieza fría. Habrá que calentarse…
Dirijo mi cuerpo al dulce agujero del que soy asiduo por razones etílicas, ya sabéis dónde. Durante todo el camino no paro de pensar en la perversa mente capaz de semejante atrocidad. Si ha sido Aleixo, que parece que sí, disimula muy bien su protervia. Lo más extraño, si puede destacarse algo de este caso mefistofélico, es qué coño pretendían él y su socio llevándose el corazón. Todo esto, ¿tendrá algún sentido?… Demasiado complicado como para hacer cábalas. Sólo ellos sabrán la razón, o, más bien, la sinrazón de sus actos. (…) Debo hablar con Maria. Voy a una cabina y marco… Me comunican que todavía no ha regresado a casa –normal, es noche facultativa-.
Estoy al pairo, surcando este mar de dudas con todas las velas abiertas, pero sin avanzar un centímetro. Es difícil ser buen capitán en tu propio barco. (…)
Detengo mis pies frente al Colexio de San Xerome, al lado de la plaza de la catedral (Plaza do Obradoiro), donde Santi Pintos tañe su harpa desgarrando el aire con su atiplado quejido. La catedral llora, y escucha humildemente la armonía que irradia por todas las calles, comentada de pared a pared hacia el más allá literal, secreto a voces que sólo ellas y el demiurgo* saben interpretar. La melancolía (pieza musical) se impregna por doquier. La luna se abre paso entre las densas nubes amenazantes para otear a su hijo prodigo, mi amigo y “derviche”: Santi.
Reanudo el rumbo que marcan mis pasos con su cadencia musical. Me alejo y el íntimo arcano comienza a declinar, ya no se percibe, pero sigue ahí, victima del tiempo y las prisas. La noche cerrada y encapotada no deja ver las estrellas; el ambiente cargado de humedad y la luz tenue de las farolas envuelven mis pensamientos furtivamente. Me siento dominado por una angustia fuera de lo común. De pronto oigo pasos extraviados, como un runrún bestial… Claro, es un gato: se cruza en mi camino, gira la cabeza, fija sus ojos elípticos en los míos y se detiene. Sus pupilas se dilatan y me deja totalmente aterido; esa mirada causa… transmite su propio pavor. De repente huye saltando por encima de los cubos de basura, causando tal estrépito que despierto de la hipnosis. Qué le habrá asustado (?). Era yo el que estaba gritando por dentro; mi mente no supo responder con integridad. He estado muerto por un instante; sólo sentía pánico, y no sé por qué. Ese momento eterno ilustra perfectamente la “creencia” borgiana de que los gatos viven por siempre, ya que el tiempo no existe. Nunca pensé que sucumbiría a la mente de un animal. Sin duda los gatos no tienen la misma naturaleza que el resto de los seres de la filogénesis, son almas fantásticas enclaustradas en cuerpos peludos.
Todo esto me está poniendo los pelos de punta. Tengo que acabar con mi imaginación descarriada, y sobre todo con este caso fantasmal.
Me voy a churrar…
Camino al bar pienso en mí y en lo poco que me cuido; todo señala que mi muerte anda cerca, esperando que tenga un descuido. ¿Por qué buscaré la salvación privando? Quizá quiera morir, no sé. Lo que sí está claro es que no quiero ser feliz; no podría, no así…
* Se refiere al compositor de la melodía: Santi Pintos.
Y me contó una historia de un muchacho enamorado de una estrella… Adoraba a su estrella junto al mar, tendía sus brazos hacia ella, soñaba con ella y le dirigía todos sus pensamientos. Pero sabía, o creía saber, que una estrella no puede ser abrazada por un ser humano. Creía que su destino era amar a una estrella sin esperanza; y sobre esta idea construyó todo un poema vital de renuncia y de sufrimiento silencioso y fiel que habría de purificarle y perfeccionarle. Todos sus sueños se concentraban en la estrella. Una noche estaba de nuevo junto al mar, sobre un acantilado, contemplando la estrella y ardiendo de amor hacia ella. En el momento de mayor pasión dio unos pasos hacia delante y se lanzó al vacío, a su encuentro. Pero en el instante de tirarse pensó que era imposible y cayó a la playa destrozado. No había sabido amar. Si en el momento de lanzarse hubiera tenido la fuerza de creer firmemente en la realización de su amor, hubiese volado hacia arriba a reunirse con su estrella.
Frau Eva, capítulo VII, Demian, Hermann Hesse