27 de septiembre de 2008

El corazón delator ("Narraciones Extraordinarias", Edgar Allan Poe)

¡Créanlo! Yo soy muy nervioso, excesivamente nervioso: siempre lo he sido. Pero, ¿por qué se empeñan ustedes en que estoy loco? La enfermedad ha dado mayor agudeza a mis sentidos: no los ha destruido ni embotado. Entre todos sobresale, sin embargo, el oído como superior en firmeza: yo he oído todas las cosas del cielo y de la tierra y no pocas del infierno: ¿Cómo, pues, he de estar loco? ¡Escúchenme y vean con cuánta alma y cordura relato a ustedes toda mi historia!

No puedo explicar cómo cruzó por mi mente la idea por primera vez; pero desde que la concebí, no cesó de perseguirme noche y día. Puedo asegurar que era independiente de mi voluntad. Yo quería al pobre viejo que no me había hecho mal alguno; jamás me había ofendido: yo no codiciaba su oro… ¡Ah! ¡Esto sí! Uno de sus ojos parecía de buitre; un ojo de color azul apagado y con una catarata. Cada vez que aquel ojo se fijaba en mí, la sangre se me helaba; así fue como gradualmente se me metió en la cabeza matar a aquel viejo, y de este modo librarme para siempre de aquella insoportable mirada.

He aquí, pues, la dificultad. ¿Me creen ustedes loco? Pues bien: los locos no saben dar razón de nada; ¡pero si me hubieran visto ustedes! ¡Si hubieran observado con qué sagacidad me conduje! ¡Con qué precaución y qué previsora y disimuladamente ejecuté todas las noches mi empresa! Nunca estuve tan amable con el viejo como durante la semana que precedió al asesinato. Todas las noches, hacia las doce, descorría el pestillo de su puerta y abría, ¡oh, tan suavemente! Y cuando había entrabierto lo necesario para que cupiese mi cabeza, introducía una linterna sorda, herméticamente cerrada, sin dejar que asomase un solo rayo de luz; después metía la cabeza, ¡cómo se hubieran reído ustedes al ver cuán diestramente metía la cabeza! La movía lentamente, muy lentamente, para no interrumpir el sueño del viejo. Una hora solía emplear, por lo menos, en introducir la cabeza por la abertura, hasta ver al viejo acostado en su cama. ¿Un loco podría haber sido, acaso, tan prudente? Y cuando había metido toda la cabeza, abría ya la linterna con precaución, ¡oh, con qué precaución, porque rechinaba el gozne! Abría estrictamente lo necesario para que un rayo imperceptible de luz cayese sobre el ojo de buitre. Hice esto durante siete interminables noches, a las doce en punto; mas como siempre encontrase el ojo cerrado, no pude realizar mi propósito; porque no era el viejo mi constante pesadilla, sino su maldito ojo. Cada mañana, no bien amanecía, entraba yo resueltamente en su cuarto y le hablaba con desparpajo, llamándolo cariñosamente por su nombre. Muy sagaz había de ser el viejo para que pudiera presumir que cada noche, a medianoche, lo espiaba durante el sueño.

A la octava noche extremé las precauciones para abrir la puerta. El horario de un reloj marcha con mayor velocidad que la de mi mano al moverse. Hasta aquella noche no había yo experimentado todo el alcance de mis facultades y de mi sagacidad. Apenas podía contener sin exteriorizarlo el gozo que me causa el triunfo. ¡Pensar que estaba abriendo paco a poco la puerta, y que él no soñaba siquiera mis propósitos! Esta idea me arrancó una ligera exclamación de júbilo que él oyó sin duda, porque se revolvió de pronto en la cama, como si despertase. ¿Creerán ustedes, quizá, que me retiré? ¡Pues no! La habitación estaba tan negra como la pez, según eran de espesas las tinieblas, porque las ventanas estaban herméticamente cerradas por temor a los ladrones. Así, pues, en la seguridad de que él no podría ver la abertura de la puerta, continué abriéndola más y más.

Ya había introducido la cabeza y comenzaba a abrir la linterna, cuando ocurrió que mi pulgar resbaló sobre el cierre de hojalata, y el viejo se incorporó en la cama, gritando.
- ¿Quién está ahí?
Permanecí completamente inmóvil y sin articular una sílaba. Por espacio de una hora no moví ni un músculo, y aunque presté oído, no pude oír que se volviera a acostar. Permanecía incorporado y en acecho lo mismo que yo había hecho noches enteras escuchando las pisadas de las arañas en la pared.

De pronto oí un débil gemido y supe que su origen era un terror mortal: no era un gemido de dolor o de disgusto, ¡oh, no! Era el ruido sordo y ahogado de un alma sobrecogida de espanto. Este ruido me era familiar; bastantes noches, a la medianoche en punto, mientras el mundo entero dormía, se había escapado de mi propio pecho, aumentando con su terrible eco los terrores que me asaltaban. Digo, pues, que me era bien conocido aquel ruido. Yo sabía lo que el viejo estaba sufriendo, y tenía compasión de él, aunque mi corazón estaba alegre. Sabía que estaba despierto desde que, al oír el primer ruido, se había incorporado en su lecho, y que había tratado de convencerme de que su terror no tenía fundamento, pero no lo había logrado. Se había dicho a sí mismo: “¡Es el viento que suena en la chimenea, o un ratón que corre por el entarimado!” Sí, había querido recobrar el valor con semejante suposición, pero en vano; en vano, porque la muerte que se aproximaba había pasado por delante de él, envolviendo a su víctima con su fatídica sombra. La influencia de aquella sombra fúnebre era la que le hacía adivinar, aunque nada había visto ni oído, la presencia de mi cabeza en su habitación.

Esperé bastante tiempo, y con gran paciencia, sin oír que volviera a acostarse, y me decidí entonces a entreabrir un poco la linterna, pero tan poco, tan poco, que no podía ser menos. La abrí, pues, tan suavemente, con tanta precaución que sería imposible imaginarlo, hasta que al fin un rayo de luz, pálido y tenue como un hilo de araña, penetró por la abertura y fue a dar en el ojo de buitre.

Estaba abierto, completamente abierto; yo apenas lo miré; la cólera me cegó. Lo vi clara y distintamente por entero, de un azul desvanecido, y velado por una tela horrible que me helo hasta la médula de los huesos; mas no me fue posible ver ni la cara ni el cuerpo del viejo, pues había dirigido la luz, como por instinto, precisamente al lugar aborrecido.

Empero, ¿no dije a ustedes que lo que toman por locura no es sino un refinamiento de los sentidos? Pues bien, he aquí que oí un ruido sordo, apagado y frecuente, parecido al que haría un reloj envuelto en algodón, y lo reconocí sin dificultad: era el latido del corazón del viejo. Al escucharlo creció mi furor, como el valor del soldado se aumenta con el redoblé de los tambores.

Me contuve, sin embargo, y permanecí inmóvil y respirando apenas. Procuré sostener fija la linterna y el rayo de luz en dirección al ojo. Al mismo tiempo, el latir infernal del corazón era cada vez más fuerte y más precipitado y, sobre todo, más sonoro. El terror del viejo debía de ser inmenso: “Estos latidos –dije yo para mí– son cada momento más fuertes.” ¿Me entienden bien? Ya les he dicho que soy nervioso: por lo tanto, aquel ruido tan extraño, en mitad de la noche y del medroso silencio que reinaba en aquella vieja casa, me producía un temor irresistible. Aún pude, sin embargo, contenerme durante algunos minutos; pero los latidos iban siendo cada vez más fuertes. Pensaba que el corazón iba a estallar, y he aquí que una nueva angustia se apoderó de mí: aquel ruido podía ser oído por algún vecino. La hora suprema del viejo había llegado. Di un alarido, abrí de pronto la linterna y me arrojé sobre él. El viejo no profirió un solo grito. En un instante, lo eché sobre el entarimado y cargué sobre su cuerpo todo el peso aplastador de la cama. Entonces sonreí satisfecho al ver tan adelantada mi obra. Durante algunos minutos siguió aún latiendo el corazón con un sonido apagado; pero esto ya no me atormentó como antes, porque el ruido no podía oírse a través del muro. Por fin, cesó el ruido: el viejo había expirado. Levanté la cama y examiné el cuerpo: estaba rígido e inerte. Le puse la mano sobre el corazón y la mantuve así durante muchos minutos: ningún latido: estaba rígido e inerte. El ojo maldito no podía atormentarme más.

Si persisten en creerme loco, tal creencia se desvanecerá cuando diga los ingeniosos medios que empleé para esconder el cadáver. La noche avanzaba, y yo trabajaba de prisa y silenciosamente. Primero le corté la cabeza, después los brazos, y por último las piernas. Luego separé tres tablas del entarimado y oculté debajo aquellos restos, volviendo a colocar las tablas tan hábil y diestramente que ningún ojo humano –¡ni el suyo!– hubiera podido descubrir ningún indicio sospechoso. No había nada delatador: ni una mancha, ni un rastro de sangre: había tomado todo género de precauciones y había puesto una cubeta para que recibiera toda la sangre.

Terminaba esta tarea cuando sonaron las cuatro; todo estaba tan oscuro como a medianoche. No se había aún extinguido el eco de las campanadas cuando sentí que llamaban a la puerta de la calle. Bajé a abrir con el corazón tranquilo, porque, ¿qué tenía yo que temer? Entraron tres hombres que se me presentaron como agentes de policía. Un vecino había oído un grito durante la noche, y, en previsión de alguna desgracia, lo había puesto en conocimiento de la oficina de policía, la cual envió a aquellos señores para reconocer el lugar de donde había salido el grito.

Yo me sonreí, porque, ¿qué tenía que temer? Saludé a los agentes y les dije que el grito lo había dado yo en sueños. “El viejo –añadí– está de viaje.” Conduje a mis visitantes por toda la casa, y les invité a que lo registrasen minuciosamente todo. Por último, los llevé a su habitación y les enseñé sus tesoros en perfecto orden y seguridad. Era tan completa mi confianza que llevé sillas a la habitación y supliqué a los agentes que se sentaran, mientras que yo, con la audacia de mi triunfo, coloqué mi propio asiento sobre el lugar donde estaba escondido el cuerpo de la víctima.

Los policías estaban satisfechos: mi tranquilidad había desvanecido toda sospecha. Yo me sentía por completo sereno. Se sentaron, pues, y conversamos familiarmente. Mas, al cabo de un corto tiempo, me sentí palidecer y empecé a desear que se marcharan. Experimenté un fuerte dolor de cabeza y me parecía que me zumbaban los oídos; pero los agentes permanecían sentados y hablando. El zumbido comenzó a ser más perceptible, y poco después más claro aún; yo animé entonces la conversación y hablé cuanto pude para destruir aquella tenaz sensación; el ruido continuó, sin embargo, hasta ser tan claro y distinto que comprendía que no partía de mis oídos.

Sin duda, entonces debí de palidecer; pero seguí hablando con mayor rapidez, alzando más la voz. El ruido seguía, no obstante, en aumento, ¿y qué podía yo hacer? Era un ruido sordo, apagado, frecuente, parecido al que haría un reloj envuelto en algodón. Yo respiraba apenas; los agentes no oían nada todavía. Precipité aún más las conversaciones y hablé con mayor vehemencia; pero el ruido aumentaba sin cesar. Me levanté y disputé sobre futilezas en alta voz y gesticulando como un energúmeno; pero el ruido crecía, siendo cada vez mayor. ¿Por qué no se iba? Recorrí el entarimado con grandes y ruidosos pasos, como exasperado por las objeciones que los agentes me hacían; pero el ruido crecía, crecía por grados. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía yo hacer? Rabié, pateé y juré, arrastré mi silla y golpeé con ella el entarimado; pero el ruido lo dominaba todo y crecía indefinidamente. ¡Más fuerte, más fuerte aún! ¡Siempre más fuerte! Y los agentes continuaban hablando, y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Dios todo poderoso, no, no! ¡Seguramente lo oían! ¡Conocedores de todo, de burlaban de mi espanto! Así lo creí entonces y todavía lo cero. Cualquier cosa hubiera sido más soportable que esa burla. No podía tolerar por más tiempo aquellas hipócritas sonrisas, y, entre tanto, el ruido, ¿lo oyen?, escuchen, ¡más alto, más alto! ¡Siempre más alto, siempre más alto!
- ¡Miserables! –grité–. ¡No finjan ustedes más, yo lo confieso! ¡Arranquen esas tablas! ¡Ahí está, ahí está! ¡Es el latido de su horrible corazón!

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