29 de septiembre de 2008

Capítulo I: Idílica vida en el palacio

Érase una vez un bucólico lugar, reino y estancia de innumerables seres que vivían en armonía y felicidad. Se trataba de Simonía, un país sencillo ubicado en un vasto bosque radiado por enésimos caminos que unían cada una de sus casas. En el centro, punto cero de la red de calzadas, sobre una gran colina, se erigía un suntuoso palacio propiedad de los reyes, absolutistas, aunque benévolos para con sus compatriotas, Felón y Damne. Poseían una gran belleza, como muertos embalsamados, perfectos, pero vacíos debido a su condición humana.

Éstos habían tenido tan sólo una hija, Blancanieves, de una belleza especial: piel de nácar, justificación de su nombre, cabellos de azabache, ojos de obsidiana y alma de diosa; todo ello, junto a su picardía e inteligencia, hacían de ella, a sus 15 años, una arpía capaz de superar a su análoga mitológica, secuestrando la razón de quien pretendiese. Su exagerado narcisismo evidenciaba el poder que era capaz de hacinar en sus entrañas y en las de su futuro reino, pero todavía le quedaban años y años para heredar el trono.

En palacio trabajaban un gran número de criados: sirvientas, doncellas, cocineros, músicos, mancebos, guardia real, cazadores, recolectores, floricultores, ayos y bufones. Éstos últimos eran los que más animaban las fiestas y los ratos libres de toda la corte, se pasaban el día danzando y riendo, conseguían arrancar una sonrisa hasta el más hosco de los Hoscos, pueblo que buscaba la secesión debido a su talante huraño. Los bufones eran siete: Sabio, Dormilón, Tímido, Feliz, Gruñón, Alérgico y Romántico, designados así por Augura, la bruja que profesaba en el registro civil como nombradora, ya que poseía la virtud de leer el espíritu de la gente y captar la característica más singular de cada uno.

Un día se estaba celebrando en el palacio un gran festín; estaban invitados todos los representantes de cada casa. Había todo tipo de manjares y divertimentos; todo lo que se pudiera desear, ya que el mago Taumaturgo sacaba de su sombrero hasta lo más inimaginable.
De repente, el heraldo anunció el espectáculo bufón y comenzaron a salir “Los Enanos” ataviados con vestimentas de otras culturas; la estentórea risa dio paso a una salva de aplausos que avivó los improvisados movimientos de los artistas: piruetas por aquí, cabriolas por allá; disparatados golpes, extrañas muecas y mucho más... En la creación de una pirámide humana, acompañada por la harmónica de Feliz, el pináculo lo ocuparía Dormilón, pero la melopea que llevaba hizo que su equilibrio se esfumara, provocando su caída desde lo más alto. El golpe que sufrió fue terrible y, al no estar previsto, no le hizo ninguna gracia; pero la reina no paraba de desternillarse. Este hecho hizo que se enfureciera y su vehemencia, unido a su etilismo, provocó que escupiese un satírico discurso contra ella. Según iba aumentando su ardor, sus palabras se iban convirtiendo en una cruel diatriba propia de su lengua viperina; todo señalaba que estaba harto de hacer de payaso y esclavo.

Su desinhibición hizo que los “agraciados” hermanos acabaran esa noche durmiendo en la calle. Mientras los demás se lamentaban, Dormilón no paraba de cantar, satisfecho de no tener que seguir con aquella vida de cómico:

- ¡Los bogachos en el cemente…-¡hip!-…guió, jue-gan al mus! ¡Ay Mari Lus apaga lus, que yo no puedo vivig con tanta lus!…


D.C.O.

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