15 de septiembre de 2010

El fin del camino II

La decoración en tonos beis de la estancia era espantosa en sumo grado. Como si hubiera retrocedido unos cuantos años y me hallara en la habitación de un matrimonio bisoño, con su gran cama, cómoda y lámpara de flecos. Estas circunstancias no eran extrañar; el hombre al que antes me he referido como mesonero ni siquiera me había pedido documentación –la inscripción quedaba por tanto en el aire–, y la habitación me había sido adjudicada como si supiera lo que hacía, con una actitud que ahora quedaba en entredicho; pese a todo, las ganas de descanso me impidieron réplica alguna, aceptando estoicamente todas aquellas sospechosas formas. Lo dicho, la habitación daba asco.

Llevaba un rato recostado sobre la cabecera de la cama, con la almohada a la espalda, fumando un cigarro y discurriendo sobre mi estancia. No podía entender todo aquello y el aburrimiento se regocijaba en aquella nimiedad. Entonces, con el manar de imágenes (río que sigue a la tormenta) me fui quedando poco a poco dormido… Desperté del sopor y sentí el calor reconfortante de una imaginada manta eléctrica; sin embargo ¡se trataba de una llama que salía de la colcha y que amenazaba con quemarme el pantalón! Debió ser el cigarro que había trabado mecha y se extendía irremediablemente, pensé. Mi pesado cuerpo se levantó solo y fue al baño en busca de auxilio, pero la puerta de éste se encontraba cerrada a cal y canto. Maldije y regresé a la cama con valor redoblado. Cogí el colchón con ambas manos, y lo volqué con tanta fuerza, que el canapé –ni siquiera somier– voló con todo el conjunto. Descargué alguna que otra patada sin mucha determinación; ya no salía humo, di la vuelta a todo para comprobar su estado y descubrí que había un boquete que atravesaba colcha, sábana y bajera, dejando una huella espantosa. Volví a colocar casi todo en su sitio, pensando en la cara que me iba a poner el amable señor de la casa, abrí la ventana; y en ese momento, al darme la vuelta, ocurrió: encontré un extraño cuadernillo en el suelo. Tras observar detenidamente su apariencia e inscripción: Diario, resolví descubrir de dónde había salido, sin detenerme en lo que aquello significaba. El canapé me dio la primera y única pista, ya que tenía un roto considerable que daba apertura a su interior; dentro podía palparse la unión de fibras salvo en una franja correspondiente al tamaño de un libro, coincidiendo, además, reveladoramente con la sima. Comencé a darme cuenta de lo insólito del hecho en sí. No sólo noté el cosquilleo característico de la curiosidad ante esa palabra íntima (Diario), sino que algo misterioso fue apoderándose de mi voluntad; parecía que todo estuviera predestinado, yo era una ficha más de la confabulación del tiempo y el diario estaba allí guardado para que yo lo encontrara ¿y lo leyera?

Estaba sentado sobre el colchón quemado con el diario entre las manos, los ojos fijos en aquella palabra que había perdido todo significado, cuando me decidí a abrirlo. La primera página decía: “Antonio Gutiérrez”. Antonio Gutiérrez… Me sonaba, no sabía de qué, pero lo había oído recientemente, en algún momento, en algún lugar; y lo oiría en mi cabeza durante muchos años, como un eco ininterrumpido que reverbera en aquella primera página. Pasé la hoja y comencé a leer… Viernes, 7 de abril de 1995: Es nuestro primer día en Santiago de Compostela. El anterior diario no llegaba para cubrir todas las pequeñas historias que espero nos ocurran estos días, así que comienzo éste con igual o mayor entusiasmo, motivado por el viaje. Natalia está preciosa, como siempre, qué voy a decir de ella que no haya dicho ya en estas páginas. Sin embargo tiene un halo especial, destila sensualidad como nunca, eso que no hay mucha luz que de claridad a su belleza. Estoy enamorado… Hoy no hemos hecho nada especial, tan sólo hemos paseado por la ciudad, por sus calles y plazas antiguas, tras un viaje de varias horas en tren que hemos matado leyendo “Las bicicletas son para el verano” a dos voces. Nos hemos encontrado con un músico callejero, Santi Pintos, que tocaba el arpa muy abrigado. Sus notas se perdían entre las piedras de la misma rúa sobre la que caía una llovizna leve pero plomiza –él la llamaba garúa–. Ha estado hablando con nosotros, muy serio, y le hemos comprado un disco grabado junto con otros músicos gallegos. Al final de la noche, después de ver la basílica ennegrecida por fuera y empaparnos de emoción no con ella sino con el casco viejo en conjunto, hemos vuelto a la habitación. Allí hemos dado rienda suelta a nuestras pasiones –esta vez no me detendré en su relato–; y después hemos decidido alquilar un coche y visitar el pueblo de Fisterra. Ha surgido inesperadamente; es posible que ella lo estuviera mascando desde que cogiera un folleto en el hall del hostal… Me despido hasta mañana, querido Diario, bajo una lámpara de luz mortecina. Cerré por un momento el cuaderno. Qué me rondaba la cabeza… Natalia… Natalia y Antonio. ¡Esos nombres… juntos! Era como un tándem inconfundible. Me daba cuenta, pero ¡no podían ser ellos! Era imposible… Ahora la situación extraña se tornaba en siniestra. No podía ser yo la pieza que faltara a esta historia. No tenía intención de serlo. Pero la fatalidad estaba allí, empujando a abrir de nuevo sus páginas… Sábado, 8 de abril de 1995: Hoy ha sido un día increíble. Nos ha pasado de todo. Por la mañana bien pronto, nada más llegar, hemos visto a los barcos pesqueros llegar a puerto y descargar, cómo vendían la mercancía y el barullo que se formaba alrededor. Después hemos ido a conocer la zona. Con un plano de las rutas de alrededor, nos hemos dirigido a la Costa da Morte, llegando hasta la Praia da Arnela. Hemos hablado con un señor al que le faltaban casi todos los dientes, no se le entendía nada, aunque no por ello la charla ha sido menos amena. Y… lo mejor de todo: ya notábamos el viento soplando fuertemente cuando nos ha salido al paso una cala preciosa, justo en un conato de tormenta formidable; hemos bajado la pendiente para llegar a la playa, la lluvia caía cada vez con más fuerza y las olas rugían descomunales; una vez abajo me he puesto a correr como un loco por la orilla mientras Natalia hacía fotos. Cuando el temporal ha amainado hemos hecho el amor sobre los chubasqueros. Nos acariciaba el sol, olía a mar y se oían a lo lejos las olas; su cuerpo era dulce y tibio, y sus ojos, dos luceros del cielo… De regreso hemos comido y nos hemos echado la siesta en la Langosteira (una playa más cercana); hacía bueno y el viento era suave. Al despertar nos hemos encontrado con un tipo entrañable, se llamaba Nicolás, el Payaso Nicolás. Nos ha contado que trabajaba en el circo, que forma parte de la familia Aragón –supuestamente es primo de Miliki–, pero que se rompió la pierna y no llegó a recuperarse, por lo que está jubilado anticipadamente. Nos ha enseñado a distinguir entre vieiras y otras conchas y nos hemos pasado la tarde llenando una bolsa que nos ha dejado –para recuerdos y artesanía–; incluso hemos encontrado alguna ostra. Al despedirnos de nuestro amigo nos ha prometido un recuerdo de los que él hace para vender a los turistas en las fiestas… El día estaba ya expirando cuando hemos llegado al cabo. Me ha gustado conducir por esas carreteras tortuosas con el cielo y el mar violetas. El faro no es para tanto, pero la sensación de ver las olas golpeando contra el último ribete de tierra… es alucinante. Al regresar he visto un desvío hacia el Monte do Facho; no tenía intención, pero al ver el cartel he recordado que en el folleto del hostal ponía que muy cerca había un santuario vinculado con la fertilidad, donde se realizaban rituales sexuales desde la antigüedad; así que, sinuosamente, hasta allí nos he conducido. Natalia lo sabía, durante el corto trayecto su mirada tenía ese brillo inconfundible mezcla de pasión y condescendencia. Y al llegar allí me lo ha demostrado echándose sobre la cama de piedra totalmente desnuda. No he podido menos que desnudarme también y hacerla el amor sobre el lecho de estrellas caídas. Bueno, más bien ha sido ella la que me ha hecho el amor, unas cuantas veces además, y de todas las formas posibles; parecía no saciarse nunca, sus ojos centelleantes parecían lazos que se anudaban a mi cuerpo; más de una vez he intentado desatarme, pero su lengua se sumaba a la presa y el placer experimentado me impedía resistir. Nunca soñé una experiencia sexual como aquella, ha sido muy superior a todo lo imaginable. Durante la vuelta al pueblo no hemos intercambiado palabra alguna, nos ha sido imposible hablar después de aquella fantasía más que cumplida… Ahora escribo esto en el cuarto de un hostal donde nos hemos quedado a dormir. Ella está durmiendo. Yo sigo pensando en su mirada y en ese brillo fantasmal que ha consumado mi libido y ha acallado su voz esta noche. Era intenso cuando hacíamos el amor, pero después…; permanecía, aunque con signo contrario, como si algo se hubiera esfumado en su interior. Seguro que sólo es el cansancio; normal, después de esto ya nos podemos morir tranquilos… Bueno, Diario, esta vez he encontrado un escondrijo perfecto para ti. Había un roto en el extraño somier, a mi lado de la cama, que escarbado un poco te dará cobijo.

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