7 de septiembre de 2010

El fin del camino I (Tercer premio del "II Certamen de Relatos Breves de Terror" de la Universidad de Burgos)

“La muerte es una quimera: porque

mientras yo existo, no existe la muerte;

y cuando existe la muerte,

ya no existo yo.”

Epicuro de Samos

Conocí esta historia por un periódico local. Era mi último año de carrera, estudiaba en Santiago y estaba dispuesto a regresar a mi ciudad natal; todos aquellos años en tierras gallegas me habían traído no pocos disgustos y, a pesar de estar embebido por sus calles, quería huir de allí, volver a Burgos y cambiar unas piedras por otras.

Aquella tarde, cuando leí la noticia, me di cuenta de lo cerca que estaba de Fisterra, y, alterando mi habitual rumbo de viaje, decidí visitarlo. En aquel momento no pensé ni por un instante en los jóvenes desaparecidos de la foto. Recogí un poco la habitación, me despedí con un simple “hasta luego” de mi compañera de piso y, maleta en mano –soy muy clásico–, me presenté en la estación.

Cuando llegué a mi destino estaba lloviendo, y la temperatura descendía a siete grados. Fui a tomar una cerveza, y entonces volví a cruzarme con ellos, estaban en un cartel junto a la puerta del bar, la misma foto; esta vez sí pensé en sus desgraciadas vidas y en los sucesos que dieron por volatilizarles. Recordé lo que decía la prensa en portada: “Pareja desaparecida en extrañas circunstancias”; pero lo que realmente me interesó del asunto, y posiblemente me hizo recalar en el Mar de Fóra, estaba en el interior; era una columna cuyo epígrafe decía: “¿Mouras gallegas?”. Hacía referencia a las extrañas circunstancias, explícitamente y de manera que no podías menos que sentir escalofríos por todo el cuerpo, despertando en ellos esa atracción humana por lo arcano que tantas generaciones han materializado en multitud de creencias.

El artículo presentaba principalmente a una anciana, la vieja Orcabella (metonimia de “Orca da Vella”, el dolmen de la Vieja), divinidad de la naturaleza relacionada con la fertilidad y la muerte, que con sus ciento setenta y pico años se cansó de vivir y se enterró a sí misma junto con un pastor que le servía, después de años robando y comiendo niños cuando se le antojaba. Tenía el poder de volverse invisible, y con sólo mirar a los ojos o tocar con su mano ya exterminaba al más bigardo. Según contaban, el pastor no paraba de gritar desde su enterramiento prematuro, y a la llegada de varios paisanos para auxiliarle la tumba se llenó de culebras y serpientes que los espantaron para siempre. Moraba en el promontorio de Finisterre, y las leyendas circulan en torno a aquel antiguo sepulcro megalítico, en el cual se practicaban ritos paganos de fecundidad. La Iglesia, con objeto de cristianizar dichos rituales, trasladó esas prácticas a una capilla medieval cercana, la Ermita de San Guillerme, donde poder hacerlo seguros bajo la protectora mirada del Santo. Y es ahí donde entabla relación con la historia de los jóvenes desaparecidos, ya que los testimonios hablan de numerosas parejas que o bien conciben o bien perecen tras su visita a San Guillerme.

Con estos pensamientos la pinta no me sentó del todo bien, sospechando al cabo en un posible asesino con coartada mística… Tras la malta, recogí mis pertenencias y pregunté por un alojamiento. El mesonero, sin mucho entusiasmo, me ofreció su propia fonda, a la que el piso de arriba daba continuación. Viendo como me miraba decidí no rehusar. Por otro lado, no tenía mejor sitio adonde ir a pesar de que aquello no tenía ni la acuarela marinera de hospedaje; pero no conocía el pueblo y llovía a cantaros. Subimos por las escaleras y me instaló en la primera habitación, con ostensible desgana. El cuarto daba a la calle principal, se podían ver los barcos, el puerto y la lonja como en un cuadro de Turner recién pintado al que se le echara agua encima; se escurría la imagen hasta no quedar nada, tan sólo los destellos de las farolas sobre el negro lienzo de lino… La noche despuntaba y la vida seguía sin aparecer en las calles encharcadas. El lugar era frío y húmedo, el mesonero se había ido y mi viaje no tenía mucho sentido. Corrí las desvencijadas cortinas y me dispuse a descansar sobre la cama.

Chester Gómez

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