6 de abril de 2010

Calzón sudao

Aquella noche cuando me desperté tenía el calzoncillo sudado; la espalda me chorreaba como una cascada con rompiente predecible. Qué le voy a hacer, así empezó todo.

Al día siguiente, a pesar de haberme cambiado de ropa interior durante la noche, con la esperanza de ahuyentar los malos espíritus, mi calzón estaba otra vez empapado. La sensación era repugnante, era como si me hubiera meado encima y tuviera que cambiarme de pañal. Resistí como pude, estoicamente; me sequé y puse prenda limpia, no sin cierta desconfianza.

Salí a la calle con ánimo, la música de Chet Baker ayuda. Recorrí las calles sin determinación y entré en un bar que emanaba tranquilidad. Pedí un carajillo con hielos y contemplé mi vida, o al menos lo que quedaba de ella. La camarera era pelirroja, cuarentona; de gran culo, con su vaquero ceñido; y grandes pechos, con su blusa blanca desabrochada hasta el tercer botón. En la barra había unos cuantos abuelos: babeaban y bebían a partes iguales; la camarera pasaba la bayeta de vez en cuando.

Volvió a sudarme el perineo… Era horrible: allí estaba, indefenso ante tales exudaciones advenedizas. Torné entonces a recordar que era vulnerable. Muy vulnerable. Esto podía convertirse en una neurosis… Había oído hablar de que cuando te sudaban las manos era por nerviosismo u otra sensación psíquica, ya que no sudan por calor ni ninguna otra circunstancia; pero que te suden los genitales… Me recuerda a una pesadilla, a carretilla de carne, a mierda pinchada en un palo…

El tiempo pasaba. Tenía que hacer algo, no podía aguantarlo. Notaba una presión que me era familiar, una claustrofobia genital irritante que ya había sentido antes, cuando mi subconsciente ansiaba el naturalismo pero sin efluvios suplementarios, y sin accesos enervantes como los que esta infernal mañana me sacudían.

Me levanté de la banqueta y fui al baño. Entré, y sin demora alcé mi cuerpo frente al secador de manos, desabroché la bragueta del pantalón e hice lo que pude para seguir viviendo. Era incomodísima la posición: de puntillas, agarrándome al secador con las dos manos. El aire entraba a destajo, bajaba por las perneras hasta los tobillos; notaba como me hinchaba, convirtiéndose mis pantalones en bombachos… De repente el secador cedió, se desplomó, y casi succiona mi polla con sus fauces reticulares; suerte que el enchufe y el cable eran resistentes.

Salí y me fui del bar sin remordimientos, con una extraña sensación de pelos erizados. Proseguí la gira de bares infernales…

Después de una hora hacía tres cuartos que me estaba sudando de nuevo el pinrel; pero la borrachera lo podía todo. Entonces, con dicho alivio, me fui a echar la peor siesta de mi vida… No paré de pensar en la horrible sensación, esta vez transformada en una bayeta húmeda que una gorda camarera me pasaba por los huevos. La bayeta estaba tan mojada que ya no absorbía sino que embadurnaba aún más mis genitales con un líquido viscoso en nada parecido al agua.

Cuando me desperté estaba -como ya imaginan- escullando por todos lados. El desagüe, el chakra perineal. La turbina transformadora de energía, mi psique totalmente trastornada. Lo que necesitaba, resolví al punto, era un baño relajante, como los de las pelis, con espuma y sales… Una vez preparada la bañera, yo desnudo con una capa reseca de sudor por todo mi cuerpo menos por la entrepierna, que se regeneraba, me disponía a introducirme en el agua balsámica cuando sonó el timbre de la puerta. Sonó varias veces. Obvié ese hecho, por supuesto, y me arrojé a la curación como un beato en Lourdes.

Llevaba un rato sobre las sales de baño y entre la espuma creyéndomelo, sintiendo ese bienestar que tantas veces nos es arrebatado en la vida real, pero… ¡no podía ser cierto!, la sensación se disipaba y volvía la apocalíptica humedad púbica, ¡dentro del agua! ¡Imposible!... Era una pesadilla, tenía que serlo, contradecía todas las leyes físicas; la subversión de la naturaleza vivida en mis propias carnes…

Entonces volvió a sonar el timbre. Estaba de los nervios, sudando por todos mis poros, -la mirada desencajada, las extremidades trémulas-; era capaz de cualquier cosa, incluso de acabar con aquella vida que nada me daba… Encima el timbre no paraba de sonar. El soniquete se sumó a mi neurosis, los últimos redaños pusieron la bata sobre mi cuerpo tembloroso y lo dirigieron hacia la puerta. Tenía que acabar con aquello, era susceptible de cualquier condicionamiento y no estaba dispuesto a soportar más tormentos.

Abrí la puerta. Un hombre con bombín se recortaba en la oscuridad.

- Buenas tardes, caballero –se dirigió hacia mí el hombrecillo–. Seguro que le interesa lo que vengo a ofrecerle. –Su cara permanecía oculta por la falta de luz, pero pude advertir cierto brillo en su mirada al pronunciar aquellas palabras.

- Creo que no es momento de compraventas –respondí amablemente y con falta de tono y cadencia en la voz. –Cerraba la puerta lentamente cuando una fuerza extraña, proveniente de mí incluso, la detuvo.

- Mire primero lo que le traigo. –Introdujo un documento por el resquicio.

Leí el documento de cabo a rabo y no era otra cosa sino un contrato, supuestamente refrendado por Lucifer. ¿Se trataba de una broma? Según decía al final de unas pocas y disparatadas cláusulas de derogación, se comprometía a liquidar mi problema actual a cambio de mi alma. Estaba dentro de una película de muy mal gusto y el desenlace final estaba al alcance de la mano…

Abrí la puerta del todo. El tipo estaba visiblemente sonriendo en su negrura característica. Me extendió una pluma afiligranada. La cogí y firme apoyando el papel en su tabula espalda.

- Muchas gracias y hasta pronto –se despidió antes de desaparecer en las sombras el siniestro hombrecillo.

D.C.O.

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