8 de junio de 2009

-Muerto en vida- (13ª Entrega)

Jueves, 26 de octubre de 1995, Santiago de Compostela (3ª parte)

Entro a mi humilde morada. Estoy cansado, ya es tarde. Me preparo un café bien cargado, como algo de lo que he comprado mientras venía –por fin hay algo en mi frigorífico-. Enciendo el tocadiscos, cambio de disco –pongo el que me regaló Santi Pintos-. Su arpa suena a música celestial, relaja a troche y moche… Vuelvo a cambiar –pongo a Berlioz, Symphonie Fantastique Op.14A, Scène au champs-… Oh, perfecto para pensar. Qué violines (!)… Bajo la música y me siento en el sillón, frente a la ventana.

Debo pensar en la pieza que falta, es la clave. “Algo que no era suyo”, dijo Alfredo. Si la mató por eso, el asunto es muy chungo, dijo además… La policía no se percató hasta la tarde… “Tenía las manos libres”, ha dicho Néstor… Vale, se llevó algo del lugar del crimen. Pudo ser grande o pequeño. Si era pequeño se lo pudo llevar a casa, pero no, la policía no hubiera preguntado por ello entonces. Y si era grande tuvo que dárselo a alguien o esconderlo en algún lugar… Si es verdad que ha perdido la memoria es porque alguien le ha drogado para ello, ya que no creo que sea amnesia postraumática ni que quiera comerse el pastel él solito; por lo tanto tuvo contacto con alguien después de matarla y es entonces cuando pudo darle la recompensa. El móvil del crimen no puede ser material, nadie mata así por dinero. Además, una universitaria qué puede tener que valga su propia muerte (?)… Es algo más interno, más profundo; espiritual…, sentimental… Una muerte tan inusual debe de tener un motivo inesperado. (…) Pudo ser…, no. (…) ¡O sí!: es algo muy chungo y que no descubrirían hasta reconstruir el cuerpo –por la tarde-. Es como los matadores de toros, que se llevan de premio las orejas y el rabo si la faena ha sido “buena”. Y esta faena ha sido de órdago. (…) Me voy a la morgue.

Son las 10.02. Salgo de casa tras coger herramientas más bien delictivas. Me dirijo al Hospital General, en cuyo complejo se encuentra el depósito de cadáveres.

Me tomo un whisky solo en “la cafetería del hospital”. El cambio de guardia es a las once, según he oído a una enfermera. Espero que sólo haya personal sanitario vigilando; los guardias jurados no me gustan -dan pipas a cualquiera-. Espero…

Cierran la cafetería. Salgo y voy hacia el parking. Rodeo la Escuela de Estomatología adyacente, atravieso la vía de acceso de las ambulancias, salto la vaya que da al patio de la cocina y, finalmente, salto otra vaya que da a un alcor donde un poco más allá está el motel de los sinvida. Debe situarse en la subplanta. Observo por las ventanas de la planta baja: cerradas, no hay entrada. Miro hacia abajo, hay un tragaluz cada dos metros. Atisbo el interior de la sala: no veo a nadie. Los “vitrales” son inamovibles. Me cargo uno a patadas, lo más quedo que puedo –me la estoy jugando- y me escurro por el vano. Ya estoy dentro. Saco mi linterna sorda y me acerco a uno de los ordenadores. Necesito enchufarle, no puedo mirar cadáver por cadáver, es una locura. Los fusibles no están en la sala y la puerta está cerrada; fuera hay dos enfermeros de guardia. Paro y pienso. Miro los nichos de soslayo, apuntando con mi linterna. No hay muchos. Si los burócratas de los muertos no son muy creativos los cuerpos deberían estar organizados por orden alfabético. Cómo se llamaba… González, Lara González, eso es. A tres letras columna –por lo menos-… Tercera “planta”: abro el más bajo, no hay nadie; abro el de en medio, no hay nadie. Cuarta “planta” –vamos, joder, que esto hace un ruido…-: en el de más abajo hay un señor, parece embalsamado, tiene aun la expresión de deceso soñando con mariposas; en el de en medio… ¡Bingo! ¡Buf, qué chungo!… Está llena de cicatrices. La reconstrucción ha tenido que ser obra de un artesano. Su lívido cuerpo parece en estado de tafocenosis; sus extremos, es decir, cabeza, pies y manos, están irreconocibles, destrozados por la brutalidad de un depredador hambriento; es agobiante ver algo así –siento la fragilidad del cuerpo humano y su vulnerabilidad egocéntrica, siento náuseas al pensar en el machete percutor-. Aun así, el “rompecabezas” parece completo… En algún lado tiene que estar el dossier de la autopsia. Cierro el nicho. Busco por las paredes…, hay una especie de armario, pero está cerrado con llave. Saco una de mis ganzúas y lo abro. Son archivadores de ficheros. G…, g…, aquí está, Lara González. Hojeo hasta que encuentro la sinopsis: “[…] En la cavidad torácica huelga el corazón; las venas cavas y pulmonar, así como las arterias aorta y pulmonar, han sido seccionadas; el miocardio y epicardio han sido extirpados y encontrados dentro de la cavidad […]”. ¡Hostias! Sursum corda, como diría Antonio, ese ángel yonqui y romántico, feliz por fín al lado de su madre. Esto no me gusta un ápice. Me largo.

Dejo todo casi como estaba, y salgo de allí poniendo pies en polvorosa.

La noche empieza fría. Habrá que calentarse…

Dirijo mi cuerpo al dulce agujero del que soy asiduo por razones etílicas, ya sabéis dónde. Durante todo el camino no paro de pensar en la perversa mente capaz de semejante atrocidad. Si ha sido Aleixo, que parece que sí, disimula muy bien su protervia. Lo más extraño, si puede destacarse algo de este caso mefistofélico, es qué coño pretendían él y su socio llevándose el corazón. Todo esto, ¿tendrá algún sentido?… Demasiado complicado como para hacer cábalas. Sólo ellos sabrán la razón, o, más bien, la sinrazón de sus actos. (…) Debo hablar con Maria. Voy a una cabina y marco… Me comunican que todavía no ha regresado a casa –normal, es noche facultativa-.

Estoy al pairo, surcando este mar de dudas con todas las velas abiertas, pero sin avanzar un centímetro. Es difícil ser buen capitán en tu propio barco. (…)

Detengo mis pies frente al Colexio de San Xerome, al lado de la plaza de la catedral (Plaza do Obradoiro), donde Santi Pintos tañe su harpa desgarrando el aire con su atiplado quejido. La catedral llora, y escucha humildemente la armonía que irradia por todas las calles, comentada de pared a pared hacia el más allá literal, secreto a voces que sólo ellas y el demiurgo* saben interpretar. La melancolía (pieza musical) se impregna por doquier. La luna se abre paso entre las densas nubes amenazantes para otear a su hijo prodigo, mi amigo y “derviche”: Santi.

Reanudo el rumbo que marcan mis pasos con su cadencia musical. Me alejo y el íntimo arcano comienza a declinar, ya no se percibe, pero sigue ahí, victima del tiempo y las prisas. La noche cerrada y encapotada no deja ver las estrellas; el ambiente cargado de humedad y la luz tenue de las farolas envuelven mis pensamientos furtivamente. Me siento dominado por una angustia fuera de lo común. De pronto oigo pasos extraviados, como un runrún bestial… Claro, es un gato: se cruza en mi camino, gira la cabeza, fija sus ojos elípticos en los míos y se detiene. Sus pupilas se dilatan y me deja totalmente aterido; esa mirada causa… transmite su propio pavor. De repente huye saltando por encima de los cubos de basura, causando tal estrépito que despierto de la hipnosis. Qué le habrá asustado (?). Era yo el que estaba gritando por dentro; mi mente no supo responder con integridad. He estado muerto por un instante; sólo sentía pánico, y no sé por qué. Ese momento eterno ilustra perfectamente la “creencia” borgiana de que los gatos viven por siempre, ya que el tiempo no existe. Nunca pensé que sucumbiría a la mente de un animal. Sin duda los gatos no tienen la misma naturaleza que el resto de los seres de la filogénesis, son almas fantásticas enclaustradas en cuerpos peludos.

Todo esto me está poniendo los pelos de punta. Tengo que acabar con mi imaginación descarriada, y sobre todo con este caso fantasmal.

Me voy a churrar…

Camino al bar pienso en mí y en lo poco que me cuido; todo señala que mi muerte anda cerca, esperando que tenga un descuido. ¿Por qué buscaré la salvación privando? Quizá quiera morir, no sé. Lo que sí está claro es que no quiero ser feliz; no podría, no así…



* Se refiere al compositor de la melodía: Santi Pintos.



Escrito y pergeñado por Diego Castrillo Ortega
Narrado por Carlos Gutiérrez Santamaría

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